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Por Ricardo Monreal Ávila

En estos días hemos escuchado muchas explicaciones del triunfo del “Brexit” o la salida de Gran Bretaña de la unión Europea. Algunos hablan de una mala campaña del gobierno británico para convencer a los ciudadanos de los beneficios de seguir en la UE frente a los riesgos de salir. Otros hablan de un presunto conflicto generacional, mediante el cual los ciudadanos más grandes de edad habrían ganado a los jóvenes. Otros mencionan hasta el mal clima que prevaleció en el país europeo ese día, lo que habría inhibido a salir a votar a los ingleses de clase media, proclives a la permanencia en la UE.

La verdad es que las causas son más profundas que estas situaciones coyunturales. Gran Bretaña era el país de Europa menos integrado a la UE. Por ejemplo, nunca adoptó el Euro como moneda dominante y siempre mantuvo a la Libra Esterlina como moneda de curso legal. Mantuvo reservadas áreas estratégicas de su economía, como el campo y la energía, bajo el predominio de capital inglés. De la misma manera, mantenía restricciones de ingreso a nacionales de otros países en mayor número que las naciones del continente europeo.

De acuerdo al índice Kearny de globalización, Gran Bretaña habría perdido posiciones en los últimos cinco años, distanciándose de otros países que proseguían de manera sostenida sus políticas económicas, comerciales, industriales y de servicios a favor de la globalización.

Por último, el avance de Alemania como potencia económica de Europa Central y el predominio de su visión al seno de la UE demeritó el liderazgo de los ingleses y reactivó el soterrado sentimiento antialemán en el país de Gales. Los ingleses no están dispuestos a recibir directrices de nadie, pero mucho menos de los alemanes, con quien sostienen desde siempre una sana distancia.

Por otra parte, el renunciado primer ministro, David Camerón, ganó su segundo período electoral comprometiéndose a realizar este referéndum, porque la presión para abandonar Europa ya venía de atrás, especialmente de la crisis económica de 2008, y para encauzarla ofreció como compromiso de gobierno dicha consulta, esperando también poder reducir el creciente sentimiento de salida de la UE. Una apuesta que finalmente perdió, por lo que tuvo que renunciar al triunfo del “Brexit”, porque en lo político era también un plebiscito sobre su permanencia al frente del gobierno inglés.

Pero la raíz del triunfo del “Brexit” está en otra parte que no es política, sino social. Es la creciente desigualdad que padece la democracia más antigua y consolidada del viejo continente. La victoria del “Brexit” se construyó varios años atrás. Esta es la reconstrucción de su ruta o proceso.

En 1975, los electores ingleses votaron de manera entusiasta en un referéndum para integrarse a la Unión Europea (67% a favor). Gran Bretaña fue promotora de este primer gran bloque económico mundial, que traería bienestar y prosperidad a los ingleses y a los europeos.

41 años después, esa misma generación impulsó un segundo referéndum, ahora para divorciarse de la UE. Pasaron de la flema globalizadora a la flama independentista.

La razón del cambio tiene su raíz en el “mal humor británico” que se respira desde hace una década: decepción, desilusión y castigo a un proyecto económico que les ofreció las perlas de la virgen y al final obtuvieron la sociedad más desigual que jamás hayan padecido desde la revolución industrial.

El año pasado Oxfam publicó el estudio “Historia de dos Gran Bretañas”, donde expone el nivel de desigualdad alcanzado en la isla: “El Reino Unido se está convirtiendo en una nación profundamente dividida, con una élite rica que está viendo aumentados sus ingresos, mientras que millones de familias están luchando para llegar a fin de mes…El 10% del 1% más rico ha duplicado su proporción del ingreso desde 1993, o sea, en un período relativamente corto, lo cual dice que su ingreso ha estado aumentando de una manera brutal… Una de las cifras que tenemos es que desde 1993 este 10% del 1%, o sea el 0,1% de la población británica ha aumentado sus ingresos en casi 24.000 libras cada año (US$39.920) mientras que el 90% más pobre sólo ha aumentado su ingreso en promedio 150 libras al año (US$249), lo que termina siendo unas pocas libras a la semana”.

Una buena parte del libro de Thomas Piketty, El Capital en el Siglo XXI, se apoya en las estadísticas de la distribución regresiva del ingreso que experimentó Gran Bretaña en la era posThatcher o de integración a la UE, que apuntan a un crecimiento de la desigualdad económica y social en la era del libre comercio, las privatizaciones y los recortes al gasto social.

“La integración de la UE fue un buen negocio para unos cuantos europeos y un mal negocio para la mayoría de los ingleses”, declaró en plena campaña a favor del Brexit el líder del partido independentista inglés, Nigel Farage. Si a la desigualdad agregamos el temor a la inmigración masiva, el desempleo creciente y el miedo al terrorismo que perciben como amenazas reales el promedio de los británicos, tendremos el caldo social de cultivo que votó por la “independencia” de Gran Bretaña de la UE.

Desde la transición de la Comunidad Económica Europea a la UE en la pasada década de los setenta, el principal indicador de éxito de este proyecto de integración regional fue el mejoramiento de la calidad de vida de los europeos.

Mucho se avanzó en términos de integración comercial, de libre tránsito de capitales y personas, de difusión de la democracia occidental y de formación de una ciudadanía global, con base en derechos humanos universales, de tercera generación. Pero se tropezó con la piedra de toque de la desigualdad y sus múltiples rostros: social, económica, laboral, educativa, de salud, urbano-rural, regional, de género y generacional.

El Brexit puede contagiarse. En América se llama Amexit, y lo promueven Donald Trump (Republicano) y Bernie Sanders (Demócrata). En Grecia, se le conoce como Syriza, el partido de Alexis Tsipras. En España, “los indignados” y su expresión política Podemos. En México, la traducción oficial es “mal humor social”.

Parece ser que viene la era de los nacionalistas duros, con una bandera política muy ruda: “Es la desigualdad, estúpidos”.

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