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Cultura para inconformes

David Eduardo Rivera Salinas

Sobre leyes y derechos culturales…

 Hace unos días, a convocatoria de la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados, se realizó en Zacatecas la séptima audiencia pública para conformar la Ley General de Cultura en el País; ello me obligó a recordar algunas consideraciones básicas que, desde mi punto de vista, no pueden mantenerse ajenas a esta reflexión. En primer lugar, recordar que la cultura no puede ser vista ahora como un bien suntuario, como una actividad para los viernes por la noche o para los domingos de lluvia, o una actividad en la cual los gobiernos tienen que gastar y, por ello, puede ser prescindible frente a otras urgencias sociales. En segundo lugar, no olvidar que la cultura construye ciudadanos libres, fortalece la convivencia entre las personas, amplía el universo de significaciones y la capacidad de imaginar mundos distintos, pero también recordar que puede participar en la generación de crecimiento económico y convertirse en recurso para atraer inversiones.

Por ejemplo, los investigadores en el campo de la cultura y de las artes, han tratado continuamente de llamar la atención de los gobiernos mostrándoles que en nuestro País las industrias culturales contribuyen a generar entre el 6 y el 7 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB), es decir, un porcentaje más alto que el que genera la industria de la construcción, la industria automotriz o el sector agropecuario en México.

Por ello, ahora que los mexicanos tenemos en el Gobierno Federal una Secretaría de Cultura, ha llegado el momento de concebirla como una institución que construye ciudadanía, que es generadora de riqueza y productora de imagen y de dignidad nacional.

Para eso nos es útil una audiencia pública como la realizada en Zacatecas. Se trató sin duda, de un ejercicio de democratización de la vida social, en donde se encuentra en juego nada menos que la garantía de los llamados derechos culturales, sobre todo aquellos que a los mexicanos nos interesa salvaguardar. Veremos si al final los resultados son satisfactorios, pues estarán en discusión por un lado la cultura como elemento de desarrollo y, por otro, las culturas como pretexto para marcar las diferencias y a menudo para discriminar.

Los derechos culturales dan continuidad a lo que somos, pero a veces hacen que nos veamos a nosotros mismos de forma confusa si no son definidos con claridad. Por ejemplo, en ciertos casos, la literatura, la música, el cine o la televisión sirven para contar y cantar lo que nos aflige, y en otros para diluir en ensoñaciones colectivas expectativas que las frustraciones del desarrollo cancelan. Por eso, no sólo hay que elogiar a la cultura, menos aún en tiempos en que se erigen prestigios y fortunas con la misma rapidez con que se derrumban; hay que hablar de la cultura con pudor, como si se tratara de una riqueza fascinante y arriesgada.

Conformar una ley general de cultura a partir de definir nuestros derechos culturales, es sin duda una tarea compleja. Lo es porque la categoría de los derechos culturales continúa siendo la menos desarrollada en términos de contenido legal y de obligatoriedad. Este descuido se debe a muchas razones que incluyen tensiones políticas e ideológicas que rodean este conjunto de derechos, así como tensiones que surgen cuando los derechos de un individuo entran en conflicto con los derechos colectivos incluyendo los derechos del Estado. Si bien es obvio que los derechos culturales son derechos a la cultura, no resulta tan obvio qué es lo que incluye exactamente el término cultura, y esto ocurre a pesar de la existencia de numerosas definiciones contenidas en varios documentos internacionales.

 Por último y a manera de ejemplo, menciono dos derechos culturales que a nuestro juicio deben estar protegidos en una ley de cultura. El primero es el derecho a la memoria que parecería estar, de algún modo, protegido en varias declaraciones de la UNESCO. El segundo es el derecho a no ser humillado. La humillación no tiene una cara, tiene varias. La humillación, por supuesto, es una forma de la discriminación, pero esto no atañe solo a las minorías o a quien es diferente. Puede humillarse dentro de una cultura homogénea, puede humillarse dentro del mismo grupo religioso, dentro de una familia, dentro de un sindicato, de un grupo o un partido político.  No hay, no debería haber, ninguna sociedad, ningún consenso que posibilite la humillación, porque humillar se constituye como la representación del otro como un ser inferior, y esto, sencillamente no puede suceder en una sociedad que se reconozca a sí misma como progresista y desarrollada; y la única manera de evitar que esto suceda, es legislando a favor de la libertad y la dignidad de las personas.

 

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