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CHIAPAS, ¿NUESTRO YEMEN DEL SUR?

Ricardo Monreal Ávila

 

En enero del 2015, el secretario de economía, Ildefonso Guajardo, en una conferencia en el ITAM, reveló la frustración que la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa produjo al impulso reformista del gobierno.

 

“Íbamos muy bien, y en septiembre nos despertaron con un elemento que en el sistema de planeación no estaba al cien por ciento conceptualizado. Ese elemento es un recordatorio de que este País ha tenido un crecimiento desigual”.

 

Reconoció también que esta desigualdad es ya en un problema de gobernabilidad. “El problema es que, para el Presidente de la República, no es sostenible gobernar un país que prácticamente es dos países en  uno… no es posible y no es sostenible seguir teniendo esas disparidades en un mismo territorio” (Reforma, 10 de enero 2015). El secretario seguramente aludía a la desigualdad regional, uno de los varios rostros de la desigualdad en el país.

 

No es la primera vez que la desigualdad regional frustra un proyecto de modernización económica impulsado por élites neoliberales.

 

En el Porfiriato, Francisco Bulnes, destacado científico, se quejaba en términos similares a los del secretario de Economía. “La desgracia de México es tener la mitad de su cuerpo metido en el fango del atraso, la ignorancia y la pobreza”. Ubicaba al indigenismo como la causa de este retroceso secular: “la raza indígena podría haber progresado junto con México y hasta haber reclamado un primer sitio en el mundo, si no hubiera sido una raza inferior”.

 

En la declaración del secretario Guajardo no hay tal alucinación racista, pero sí la confesión de un olvido o de una realidad ignorada: la desigualdad estructural del país. De manera implícita, la desigualdad regional entre un México pujante, industrializado y desarrollado en el norte, y un México atrasado, empobrecido y subdesarrollado en el sur. El estereotipo del economicismo neoliberal.

 

Sirva de consuelo al secretario de economía que no han sido los únicos en olvidar el dato del crecimiento desigual. Pasar por alto o no tener claro “al cien por ciento” este problema fue el pecado venial del proyecto modernizador de Porfirio Díaz y sus científicos.

 

El segundo gran proyecto de modernización económica neoliberal fue de Carlos Salinas. El salinismo no olvidó en absoluto la desigualdad, simplemente la utilizó como coartada para justificar sus reformas económicas. Así, el problema de la emigración presuntamente se acabaría con un Tratado de Libre Comercio que traería a México los empleos que nuestros paisanos buscaban en Estados Unidos, mientras que el sur rural progresaría con la liberación de las formas de propiedad ejidal y comunal que impedían a millones de campesinos, ejidatarios e indígenas sumarse al “progreso”, es decir, al libre mercado laboral.

 

La respuesta al reformismo salinista vino de lo más recóndito del sur del país, el 1 de enero de 1994, con el levantamiento indígena del EZLN, que tiró la máscara “modernizadora” de aquel proyecto de poder. ¿Qué pasó con la desigualdad que sería contenida y reducida? A dos décadas, el país es más desigual, está más dividido y existe más violencia.

 

Hoy parece repetirse la historia. Se reconoce no haber dado la importancia debida al problema del crecimiento desigual, y ya no sólo tenemos un problema económico, sino también de gobernabilidad.

 

Las pruebas están a la vista. Un Guerrero en llamas, un Michoacán en guerra civil irregular y un Oaxaca a punto de ebullición social. A esta tercia de estados en conflicto se podría sumar Chiapas, si no se pone atención a los problemas de esta gran y hermosa entidad.

 

Considerada una región especialmente rica en recursos naturales (proveedora de la mayor parte de la energía y de los recursos agropecuarios que se consumen en el centro, occidente y norte del país, en ese orden), el sureste pone en rojo las cuentas nacionales en materia de pobreza, desigualdad, derechos humanos, salud, vivienda, alimentación, infraestrucura industrial, competitividad económica y educación.

 

Este desfase estructural del sureste mexicano (integrado a su vez por zonas rurales y urbanas de nueve estados: sur de Veracruz, Tabasco, Campeche, Yucatán, Quintana Roo, Michoacán, Guerrero, Oaxaca y Chiapas), se recrudece y potencia en períodos de crisis económicas nacionales, como la que estamos experimentando en este momento.

 

Al ser destinataria de 42 de cada 100 pesos que la Federación invierte en el territorio nacional y al depender altamente la inversión privada del gasto público federal, cualquier recorte y reasignación de recursos públicos impacta de manera directa el desarrollo económico y la estabilidad social del sureste mexicano.

 

No es fortuito que el mayor porcentaje de los nuevos pobres y de los focos rojos en términos de riesgos a la estabilidad social y política del país se estén registrando en este momento en el sureste mexicano, presionado a su vez por la emigración centroamericana que sigue la ruta de “La Bestia”.

 

Sobre este polvorín social se está intentando imponer desde el altiplano, de manera unilateral, una reforma educativa que inició por el lado más controversial de la misma: la relación laboral entre maestros y gobierno; entre empleados y patrón.

 

Nadie imaginaba que la reforma educativa iba a desatar las reacciones y movimientos que está despertando en el sureste mexicano. A tal grado que se puede afirmar que a la potencia petrolera diseñada por los reformadores de tercera generación le brotó su Yemen del Sur, con su secuela de debilidad institucional, conflictividad social, guerrilla e ingobernabilidad.

 

Chiapas puede ser el epicentro de un nueva revuelta social, equiparable a la del EZLN. El caldo de cultivo es impresionantemente explosivo: la emigración centroamericana, diásporas religiosas locales, organizaciones guerrilleras regionales y células terroristas islámicas que buscan traspasar esa porosa frontera.

 

Hasta el momento, el gobernador Manuel Velasco se ha manejado de manera prudente en este polvorín. Contiene, pero no reprime. Negocia, sin rendir la plaza. Mantiene los límites, sin llegar a la intolerancia.

 

La tolerancia en momentos de crisis es una obligación para el gobernante, aunque esté de por medio su prestigio o fama pública. En Michoacán hay quema de autobuses y presos políticos. En Oaxaca y Guerrero la tensión social no cesa, como en todo el país donde la inconformidad aflora. Y Chiapas es el lugar más fértil para que la irrupción social se expanda de manera inexorable.

ricardomonreala@yahoo.com.mx

Twitter: @ricardomonreala

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