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Cultura para inconformes
David Eduardo Rivera Salinas
Las ataduras del tiempo.

¿Porqué vamos a la escuela? ¿Porqué vamos al trabajo?

En primer lugar, como decía Kant, para aprender a estar tranquilos y  a ser puntuales. En realidad lo que se inculca a las niñas y a los niños en la educación primaria es el buen uso de los días y las horas.

Este acostumbrarnos a la regularización, interiorizada desde la infancia, ya no nos abandona nunca. De niños somos turbulentos y fantasiosos; al crecer, sentamos la cabeza y nos convertimos en seres asiduos.

La precisión del horario nos tranquiliza porque nos permite dominar el tiempo, situar los días, conjurar la dispersión; proporciona un placer muy especial: convertir lo vacío en lleno.

Ocupar las horas resulta difícil, así que podemos dividirlas en minutos; hacer un horario detallado para escribir este breve comentario, me ha llevado casi dos horas seguidas, por ejemplo.

Pero al hacerlo, en realidad no he hecho otra cosa que el proyecto perverso de prever la vida para abstenerse de vivirla, es decir, la anticipación agota el acto: es el atractivo de imaginar el futuro, de acariciar su imagen sin ponerla en práctica.

Aprisionamos las semanas en el rígido espacio de un programa para asegurarnos de que por lo menos allí tenemos un sitio, un lugar donde nos están esperando.

Pero ahora, nuestras fobias aparecen dentro de las obligaciones horarias: hay quien siempre llega antes y hay quien siempre se retrasa; por lo que creo que existen dos formas para desbaratar las reglas: una, mediante la exactitud que raya en la insolencia; otra, mediante una desenvoltura cercana a la grosería.

Vemos todos los días a algunos falsos tranquilos que viven con la mirada fija en el reloj y que parece que tienen que atender a todas horas una tarea imperativa.

Aunque podemos hablar también de aquellos otros que se levantan al amanecer y sólo dan vueltas porque no tienen nada qué hacer, atados a los reflejos de una vida laboral perdida. Pero también hay unos otros, que ociosos adoptan la pose del agobio y son incapaces de concederle a alguien o mejor dicho a nadie, un cuarto de hora de su tiempo sin pasar frenéticamente las páginas de su saturada agenda.

Por eso, no hay necesidad de interpretar un horario minucioso tan sólo como una formalidad obsesiva. Por el contrario, en el corazón de la división más rígida de los días, se puede ocultar la esperanza de un acto teatral, cual drama donde uno se protege del azar esperando y deseando y soñando que todos nuestros planes y nuestros horarios y nuestros sueños  estallen en pedazos de cosas no planeadas por hacer pero que hacemos a fuerza de no pensar hacerlas. Ésa es la verdadera libertad: escaparnos de las prisiones del tiempo y de los horarios autoimpuestos, a través de los cuales creemos (y nos engañamos con ello) que cumplimos con un algo, que de tan apretadas costuras, termina por ahogarnos, obligándonos a querer hacer todo para terminar por no hacer nada.

Finalmente, este ceremonial compulsivo alimenta al menos dos proyectos contradictorios: un odio enfermizo a lo espontáneo o el deseo de un apocalipsis benéfico que borre de un plumazo todo lo que nos abruma.

Y aunque podamos sin duda, soñar mirando de frente a un calendario o a un reloj, las ataduras del tiempo son a la vez, los espacios para escapar de él: la verdadera vida existe, sólo hay que no planearla, no programarla, no buscarla obsesivamente; tan sólo hay que encontrarla, es decir, vivirla.

Pero he aquí su contradicción: estar demasiado descontentos con nuestros tiempos y nuestros horarios es una debilidad; estar demasiados contentos con ellos, es una estupidez.

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