El Libro.
Yo soy los libros que he leído.
Andrés Henetrosa.
Cada 12 de noviembre se celebra en México el Día Nacional del Libro, instituido por decreto presidencial en 1979, en el marco del nacimiento de la más grande poeta mexicana, Sor Juana Inés de la Cruz (nacida en 1651), defensora al derecho de leer, figura entregada a los libros y al fervor por el saber.
Cada año, intentamos acercarnos a ése hermoso objeto que la humanidad atesora a la vez que desdeña; el libro, tan amado y olvidado al mismo tiempo; tan buscado por muchos, pero al alcance de otros pocos.
Como bien dice el extraordinario promotor de la lectura y los libros, Juan Domingo Argüelles, el libro: objeto de elogio y vituperio.
Muchas cosas pueden decirse acerca del libro, de los libros: por un lado, ése sermón hipócrita de quienes lo encuentran el pretexto cómodo para expresar su ignorancia, pasando por aquellos otros, bienintencionados, sin duda algo inocentes, pero vacíos; hasta aquellos por supuesto, que hacen de la lectura y los libros, la mayor aventura de sus vidas, que no leen muchos libros pero que invitan a todos a hacerlo y hacen de su vida, una interminable lectura de libros.
Jorge Luis Borges decía por ejemplo, que más que un escritor, él podría definirse como un gran lector de libros; e invitaba a todos quienes lo escuchaban, que tan importante es ser un buen lector de su disciplina, como al mismo tiempo, un gran lector de literatura.
Edmundo de Amicis, novelista italiano, decía que una casa sin libros es una casa vacía; mientras que la escritora norteamericana Louis May Alcott afirmaba que un buen libro es aquel que se abre con expectativa y se cierra con provecho. Tal vez no haya libros malos o libros buenos, sino buenos a malos lectores; pero de lo que no me queda duda alguna, es que la salvación de los libros se da a través de sus lectores.
Es decir, los libros existen por que existen lectores de la misma forma en que existen lectores porque hay libros. El lector es el que ha salvado a Borges, a Benedetti, a Kafka o a López Velarde; pero también ha conseguido que los personajes sobrevivan en el tiempo, como Ulises, Alicia en el País de la maravillas, el Conde Drácula, Romeo y Julieta y por supuesto como el Ingenioso Hidalgo; o para las generaciones más recientes, personajes como Bilbo Bolsón, Aragorn o Harry Potter.
Por otro lado, Alberto Manguel, gran escritor y lector argentino, afirmaba hace muy poco a un prestigiado diario de su País, que en el mundo aún existen grandes sectores de la sociedad a los que nunca les han dado un libro, pero que esto mismo ya ocurría en la antigua Grecia, durante el renacimiento, en el siglo diecinueve y, por supuesto, seguirá ocurriendo en el siglo veintiuno.
Esta afirmación nos permite pensar por un lado, que el número de lectores es aún muy pequeño en proporción al resto de una sociedad; pero al mismo tiempo nos permite no dejarnos impresionar por los discursos políticamente correctos pero imposibles de verificar, de que cada vez existen más lectores. La verdad es que los libros nunca han sido ocupación de las multitudes, lo que no quiere decir que toda promoción del libro y la lectura sean inútiles, pues incluso los grandes escritores como Borges, no venden grandes cantidades de libros y sin embargo, son autores imprescindibles.
Un libro es, en esencia, un objeto cultural más allá de lo efímero, que nos permite profundizar en dos cosas: el placer y la reflexión; el libro nos permite soñar, crear, viajar con el pensamiento; con él, nos estremecemos, lloramos, reímos, amamos. Leer es un acto de libertad, de rebeldía; pero el amor por los libros y la lectura se aprende; y así como nadie puede obligarnos a enamorarnos, nadie puede obligarnos a amar un libro. Por eso, hay que leer lo que se quiera, novela, cuento, poesía pero también ciencia, arte, fantasía, ficción. Hay que leer, por decisión propia.
Leer es la gran aventura del pensamiento; la lectura se constituye como la gran estructura personal del conocimiento. Por eso los libros son maravillosos, porque pueden ser nuestros compañeros y mejores amigos, porque los libros son, al final de cuentas, un extraordinario medio para llegar a otras personas, para estar con ellas, para amarlas.