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Cultura para inconformes…
David Eduardo Rivera Salinas
Entre la costumbre y la rutina.

Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito,
repitiendo todos los días los mismos caminos, quien no cambia de rutina,
no se arriesga a vestir un nuevo color o no conversa con quien desconoce.
Pablo Neruda

En una de sus novelas más conocidas, El Primo Pons, escrita en el año de 1847, Honoré de Balzac bromeaba –aunque no mucho- sobre este mismo tema; decía: nadie se atreve a decir adiós a una costumbre. Es cierto, muchas personas se han detenido en el umbral de la muerte por el recuerdo del café al que iban todas las mañanas a conversar con sus amigos, o bien, por las tardes a jugar alguna partida de dominó.

Ya otro autor francés, Georges Courteline, afirmaba que se cambia más fácilmente de religión que de café. Ambos se refieren a la costumbre, ésa pequeña técnica que todos utilizamos para economizar nuestros esfuerzos. La costumbre es pues, ésa red que envuelve la mente, el corazón y las manos, transformando a las personas en esclavas de sus propios actos e, inevitablemente, en personas inertes, apáticas, aburridas.

La rutina se deriva de un principio de conservación, es decir, no tener que volver a hacerlo todo cada mañana, crear reflejos para absorber el incidente, lo particular. Por eso, una vida sin reglas sería una pesadilla, ya que sin ellas, al convertirse en una especie de segunda naturaleza, nos ahorran los esfuerzos repetidos.

Las reglas –que tienden a mantenernos entre la costumbre y la rutina- nos permiten dominar un arte o un oficio que al principio nos desconcierta; nos apegamos a las costumbres porque imprimen su ritmo a la existencia, porque se convierten en su columna vertebral, en su ley gravitacional y en su fuerza heterónoma. No son un simple murmullo de fondo, también dan testimonio de nuestra fidelidad a nosotros mismos.

Renegar de ellas sería renegar de sí. Pero un atrevimiento mayor no sólo consiste en romper con una rutina, sino en jugar con otras tantas para no depender de ninguna.

No hacen falta muchas viejas costumbres para inventar una nueva. Pero hay igualmente una voluntad de repetir muchas veces tantas cosas, que la costumbre o la rutina se vuelven invisibles y son capaces de pasar desapercibidas justo cuando nos dominan por completo. Y esto, sucede con mucha más frecuencia de lo que se imagina, pues más allá de la vida privada –donde tal vez sean algo más que necesarias-, en la vida pública, a fuerza de regresar a lo idéntico, el tiempo desaparece y con él, la posibilidad de actuar diferente, genuino, original. Es aquello que definimos de manera habitual como resistencia al cambio, a la novedad, al rompimiento de reglas o acuerdos, e incluso, a la negativa irracional de dejar de pertenecer a algo porque creemos erróneamente que ése algo nos pertenece, nos merece.

En definitiva, lo que acaba con la vida –metafóricamente hablando- no es la regularidad –como afirma Pascal Bruckner-, sino nuestra incapacidad para convertirla en un arte de vivir que espiritualice lo perteneciente al orden biológico y eleve el momento más insignificante a rango de ceremonia, es decir, a festejar lo nuevo y espontáneo de las pequeñas cosas por hacer no repetidamente, por hacer no rutinariamente, aunque ello signifique abandonar lo edificante y todo aquello que nos protege de la incertidumbre del cambio, que nos empuja por fuera de nuestro estado de confort, de nuestra zona de seguridad.

Por eso, la agudeza en las palabras de Neruda, porque caminar los mismos caminos, vestir los mismos colores y hablar siempre con las mismas personas son, al fin de cuentas, trozos de una misma letanía que vuelve gris la vida e impide la alegre conmoción de la búsqueda, de la novedad e incluso, del riesgo, al que muy pocos acuden, no por temor a la costumbre, sino por el deseo genuino de vivir intensamente cada día, aunque siempre conscientes que el frenesí del cambio a toda costa es al mismo tiempo tan peligroso como alejarse rutinariamente de él.

Por eso adquiere mayor significado la última frase de Neruda: no hay que tener miedo de dialogar con un extraño, porque el encuentro con rostros diferentes es principio de enriquecimiento interior, es fuente de novedad y de solidaridad que, entendidos en su plenitud, nos impulsan al ejercicio de una mayor libertad y a la necesaria crítica de uno mismo. Hacer de la vida una costumbre, puede ser tan peligroso como olvidarse de lo satisfactorio que resulta no ser uno mismo de vez en cuando.

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