Skip to main content

LA ESCALERA DE CARACOL

primera parte
Por  La Mada (Magdalena Edith Carrillo Mendívil)
www.lamaddalenaedi.blogspot.com
Quisiera contarte algo, algo que dicen  pasó en esta escalera… debió pasar hace muchos años, la señora que me lo contó era bastante grande, su mirada estaba perdida en el pasado, pero  ella no pertenecía a ese pasado, sino  una mujer de principios de siglo XX, una mujer que intentó vivir al margen de la Revolución Mexicana, pero esta, como a todos los mexicanos, terminó tragándosela, junto con sus recuerdos… Por tanto lo que quiero contarte, es  una historia paralela a la revolución, en el mismo tiempo, en el mismo espacio pero en diferente frecuencia.
Espero que la leas con tus sentidos, con tus instintos bien despiertos y con tu imaginación fuera de esta realidad, pero, dentro de una casa que existe y sigue vibrando. Ahí,  puedes sentir su respiración, sus latidos, oyes sus voces, sus pasos… y si eres afortunado sientes esos besos que tocaran unos labios, así, iguales a los tuyos.
Ahora que  te voy a pedir que te traslades a 1912, es necesario que puedas respirar el olor que desprende la tierra roja de Tacoaleche, una pequeña localidad en el Estado de Zacatecas. Tierra olor y color rojo sangre que se te cuela por los pulmones y una vez que la inhalas  es casi imposible que la puedas exhalar, se te queda pegada a los pulmones por el resto de tus días. La Casa Grande o casa de las Cien Puertas, es parte de la maravillosa ex-hacienda de Tacoaleche una vez que se separó de la ex-hacienda de Trancoso y una de las últimas en construirse en el estado, de estilo porfirista construida en el siglo XIX y fue la casa  que habitó su propietario Don Antonio García García Rojas.  El hecho de construir una casa con 100 puertas, cuenta la leyenda, fue  la condición que puso el padre de una joven de Sauceda de la que se enamoró Don Antonio, para que se casara con ella. Después de 15 años de construcción y  muchas puertas, la joven que si era aún señorita ya no era tan joven dijo: no, y este rico señor se quedó con todo y sus puertas y una maravillosa escalera de caracol.
Allá por el 2006 cuando se realizaban los trabajos de restauración para albergar lo que hoy es la Sede del Centro de Investigación de la Subsecretaría de Desarrollo Artesanal, el edificio tenía ese encanto que embruja, al menos a mí, de las haciendas abandonadas o por no resultar tan extrema, haciendas con muy poca o nada de restauración y/o conservación. Los trabajos ya habían iniciado pero aún estaban incipientes, dejando al desnudo pintura original aun no tocada por las calas, pisos de barro sin ningún tratamiento, herrería de forja floja ladeándose sobre los peldaños de los escalones de cantera despostillados por el tiempo, nidos de golondrina en las altas esquinas de las habitaciones, murmullo del viento que se cuela por las ventanas sin cristal, puertas incompletas o casi inexistentes, en fin  una casa en ese estado de las casas viejas que  se vuelven comadres chismosas y después, con el proceso de restauración vuelven a ser unas damas discretas.  Al momento de mi llegada me fascinó el nombre: “Cien puertas” y decidí retratar todas y cada uno de las 100 puertas, para ser sincera solo encontré 63, que a decir verdad es un número considerable, dichas puertas que han hecho famosa esta Casona son puertas de diferentes usos, puertas de intercomunicación, puertas de balcones con postigos, puertas de salas de fiestas, puertas de servicio… y una majestuosa puerta principal por la que entraban los dueños, los parientes, los invitados y una que otro invitado esperado pero no por todos deseado.
Ahora que ya estamos instalados en esta Casa Grande puedo  comenzar ese extraño  relato, yo prefiero pensar que es cierto, tan solo imaginar que fue producto de mi imaginación me decepciona y el creer que fue un espíritu quien estuvo conversando conmigo me pone los pelos de punta.
Observando el estado de la casa y fotografiando  las puertas y todo lo que se me ponía enfrente, llegue a una maravillosa escalera de caracol que forma parte del cuerpo del torreón y justo ahí, en el nivel más alto de la casa estaba esta mujer, con una larga trenza y recargada en uno de los pocos muros que dejaban libres los ventanales. Ella, me saludó sin quitar la vista hacia el horizonte, y sin más me preguntó si quería escuchar una historia, yo sin pensarlo dos veces y sin darme cuenta de lo absurdo de  la situación le contesté que sí. La historia giraba en torno a la hija de uno de los tantos hombres adinerados que año con año eran invitados a la casona. Ella, evidentemente mintiendo y diciendo el primer nombre que se le vino en mente,  dijo que el nombre de esta joven de principios de siglo era Aurora. Aurora era una muchacha seria, no platicaba mucho y su mejor compañero, aparte de su padre, eran sus libros, a veces lloraba cuando nadie la veía, creía que era de mala suerte que la gente viera sus lágrimas, se le podrían convertir en cristales y romperse en su cornea convirtiéndola  inevitablemente en una ciega que no podría ver más la luna, ni el campo, ni la luz al atardecer y muchos menos podría leer.
A la  salud de un rico mezcal brindo por todos ustedes que amablemente leen mis líneas. Querido Pablo, salud especial para ti que publicas mis locas notas. ¡Gracias 2016! ¡Bienvenido 2017! ¡Salud!.

Fin de  la primera parte

Leave a Reply