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No más muertes de periodistas
Martha Chapa

La violencia es ciega y no distingue a sus víctimas, dice la conseja popular, lo cual en el caso del México suena, al menos, impreciso, y en gran medida equívoco.
Lo digo porque pareciera que muchos de los ataques violentos que ocurren en nuestros días a lo largo y ancho del país no son hechos azarosos ni meros daños colaterales –aunque éstos también ocurren–, sino actos que tienen un propósito evidente.
Concretamente, me refiero a que dentro del cúmulo de asesinatos cometidos en los tiempos recientes en nuestro convulsionado país resalta el de muchos periodistas. Una buena cantidad de ellos han sido sacrificados en las tierras candentes de Veracruz o Guerrero por la barbarie de los cárteles. Pero no solamente en esas entidades, pues en otros puntos del territorio las cosas no son muy diferentes. El caso más reciente –ojalá pudiera decir “el último caso”– es el de Miroslava Breach, corresponsal del diario La Jornada en Chihuahua, asesinada al salir de su domicilio este jueves 23 de marzo. Con el crimen de esta valiente reportera –que entre los muchos otros asuntos que cubrió, se atrevió a denunciar que el narco ha desterrado a cientos de familias de la sierra de Chihuahua– ya suman tres los asesinatos de periodistas en el país en lo que va del 2017.
Y si nos remontamos varios años, el dato no puede ser más escandaloso: ¡Más de 100 periodistas asesinados entre el 2000 y los inicios del presente año, además de una veintena de desaparecidos! Peor aún, pues esos crímenes en su mayoría no se aclaran y pasan a engrosar la lista negra de la impunidad, como otro de nuestros más negativos indicadores.
A veces los asesinatos de periodistas se encubren engañosamente o se minimizan con el argumento falso de que se trata de informadores vinculados al narcotráfico. Con eso las autoridades se lavan las manos y se desentienden del caso cuando en realidad todo mundo sabe que la mayoría de los comunicadores que son víctimas de la ola de violencia sufren agresiones de las propias mafias criminales por haber denunciado las actividades ilegales de éstas, máxime cuando se revela la connivencia, corrupción y complicidad entre autoridades, policías y delincuentes.
A esto habría de agregar la insuficiencia e ineficacia de los cuerpos de seguridad en pueblos y ciudades de casi todo el territorio nacional, que obliga al ejército a intervenir indebidamente, como sus propios mandos lo han expresado con justificada molestia, pues hacer labores de policía no es su función constitucional.
El hecho es que la muerte de periodistas nos ha ubicado en los peores sitios de la numeralia internacional. Dependiendo de la fuente de análisis (y en consecuencia de los parámetros que se utilicen), estamos en el tercer, quinto o séptimo lugar mundial en el asesinato de periodistas. En cualquiera de los casos, es un dato que preocupa e indigna, y ya no hablemos del descrédito y la reprobación contundente por parte de las organizaciones internacionales de periodistas, así como de defensores de los derechos humanos y de la libertad de expresión.
Es evidente que no ha existido hasta ahora una reacción a fondo, oportuna y eficaz de ninguno los tres niveles de gobierno para detener esos crímenes y otras vejaciones contra periodistas, lo cual es motivo de vergüenza dentro y fuera del país. Las autoridades bien saben qué hacer y cómo hacerlo, y estarían en capacidad de detener los crímenes contra comunicadores si realmente se interesaran en abordar el problema con convicción, voluntad y recursos.
Urgen, entonces, respuestas y acciones, aunque ya sean tardías –más vale tarde que nunca– para que evitemos más bajas en el ámbito de la prensa y garanticemos su libre ejercicio, tan necesario en cualquier país que se precie de ser democrático, libre y civilizado.

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