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Qué importa que se llame

Lupita Chamoy o Juan de las cuerdas.

Detrás del nombre hay lo que no se nombra.

Jorge Luis Borges

Imaginemos un rompecabezas, a propósito de nuestro nombre, para preguntarnos lo siguiente: ¿qué piezas aparecen unidas en nuestro nombre y en el nombre de los otros? ¿Cuántas y cuáles representaciones e imaginarios llevamos adheridas en él? ¿Qué de la época en que nacimos se filtró en nuestro nombre y en el nombre de los otros? ¿Cuántas y cuáles representaciones e imaginarios heredaron nuestros padres al momento de nombrarnos? ¿Cuántas y cuáles representaciones e imaginarios heredamos a nuestros hijos al momento de nombrarlos? ¿Qué de la época en que nacieron se filtró en el nombre que ahora llevan? O, para decirlo con Jorge Luis Borges, ¿qué hay detrás del nombre que no se nombra?

Al ser resultado de una práctica cultural que nos sitúa en los ámbitos de la socialización, nuestro nombre forma parte de la dimensión simbólica de la cultura y constituye un puente de lo individual con lo social. Es la expresión de la singularidad en medio de lo diverso.

Los nombres, como cualquiera otra representación social, están anclados en una cultura, con sus saberes populares, su mitos, tradiciones y, por lo tanto, responden a las características particulares de cada tradición histórico cultural. Son construcciones simbólicas creadas y recreadas en los procesos de interacción social. Más aún, los nombres son así, una modalidad particular del conocimiento, cuya función es la elaboración de los comportamientos y la comunicación entre las personas; son un corpus organizado de conocimientos y de actividades gracias a las cuales los hombres y las mujeres hacen inteligible la realidad física y social y se integran a un grupo o en una relación cotidiana.

El nombre constituye la inscripción simbólica primigenia que los seres humanos recibimos al nacer.

Y si lo simbólico es el mundo de las representaciones sociales materializadas en formas sensibles, también llamadas formas simbólicas, que pueden ser expresiones, artefactos, acciones, acontecimientos y alguna cualidad o relación; entonces, en efecto, nuestros nombres pueden servir como soportes simbólicos de significados culturales, y no sólo la cadena fónica o la escritura, sino también los modos de comportamiento, las prácticas sociales, los usos y costumbres, el vestido, la alimentación, la vivienda, los objetos y la organización del espacio y del tiempo; en resumen, el valor simbólico de nuestros nombres recubre el amplio conjunto de los procesos sociales de significación y comunicación en que nos encontramos.

De modo que, concebido como el primer rasgo distintivo con el que nos reciben en el seno de una familia, el nombre se erige como portador de saberes, valores, creencias y prácticas en contextos históricamente específicos y socialmente estructurados. El nombre también forma parte del capital simbólico que recibimos al nacer y constituye el soporte mediante el cual tenemos acceso a la vida social.

Así, el nombre propio es el soporte de lo que se llama el estado civil, es decir de este conjunto de propiedades como la nacionalidad, el sexo, la edad, etc., ligadas a una persona con las que la ley civil asocia unos efectos jurídicos y que instituyen, aparentando constatarlos, los actos de estado civil.

Fruto del rito de institución inaugural que marca el acceso a la existencia social, constituye el objeto verdadero de todos los ritos de institución o de nominación sucesivos a través de los cuales se elabora la identidad social: esos actos -a menudo públicos y solemnes- de atribución, efectuados bajo el control y con la garantía del Estado, también son designaciones rígidas, es decir válidas para todos los mundos posibles, que desarrollan una verdadera descripción oficial de esta especie de esencia social, trascendente a las fluctuaciones históricas, que el orden social instituye a través del nombre propio; se asientan todos en efecto en el postulado de la constancia de lo nominal que presuponen todos los actos de nominación.

¡En la miniatura de una sola palabra, 

caben tantas historias! 

Gastón Bachelard

Si el nombre es el elemento mediante el cual adquirimos presencia en el mundo y a través del cual participamos de esa organización social de significados que es la cultura, no podemos negar la presencia de la memoria de los otros inscrita en él y que dan cuenta de los complejos entramados entre memoria individual y memoria colectiva.

Detrás del nombre está lo que no se nombra, como dice Borges; es decir, aquello considerado correcto o incorrecto, prestigioso o decadente, glorioso o infortunado, valioso o deplorable, noble o vergonzoso; virtuoso, digno y honroso, es decir, un cúmulo de valoraciones que conforman diversos y contrastantes significados culturales.

Cuando la madre o el padre dan el nombre también dan vivencias, experiencias, costumbres y un cúmulo de concepciones y creencias, aquello que es preciso recordar, reivindicar, enaltecer, honrar, celebrar, pero también lo que se debe olvidar, negar, despreciar o silenciar. Otros nombres preceden al nombre que nos dieron, con sus propias historias y los ecos de un pasado en el que otras voces confrontaron sus visiones del mundo. El nombre entonces está en la frontera entre lo individual y lo social, entre el yo y el otro, entre la memoria y el olvido. Se erige como signo, como aquella palabra primigenia con la que nos incorporamos a la vida social y cultural, como un puente en el que se unen y concentran circunstancias históricas, políticas, sociales y culturales que nos hablan de conflictos y contradicciones en torno a la identidad y el respeto a la diferencia.

El nombre se inscribe y nos inscribe en el territorio donde vive y palpita, incesante, la palabra: la que nos nombra y nos permite nombrar, la que guarda los ecos de otras vivencias, la que le da sentido al presente y al porvenir, la que nos hace ser y nos permite estar en el mundo.

Si conoces el nombre que te dieron, 

no conoces el nombre que tienes. 

 José Saramago

Libro de las evidencias

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