“DETRÁS DE LAS CORTINAS” segunda parte
Por LA MADA (Magdalena Edith Carrillo Mendívil)
www.lamaddalenaedi.blogspot.com
Teresa continuaba limpiando el patio y justo cuando echó el primer balde rebosante de agua le pareció escuchar un suspiro que terminó en algo más bien parecido a un lamento, de esos, en los que uno saca de lo más hondo del estómago, el dolor que nos provoca la espina, que clavada en el corazón, nos es sacada de un solo jalón. Agudizó el oído, ya no escuchó nada, solo hasta que echó el segundo balde… también en el tercero, pero segura de lo que oyó prefirió no hacer caso antes de salir corriendo despavorida, como salió corriendo de la casa de su abuela aquella víspera de las fiestas del patrono del pueblo, ese santo que decían se llamaba igual que su abuelo, igual que su padre, a quienes nunca conoció.
Antonio avanzó entré la espesa neblina que cubría su cuarto, estaba seguro que esa neblina era producto de su imaginación y en el momento que fuese capaz de controlar sus nervios esa bruma desaparecería. Esa maceta rota y esa palma tirada en el suelo lo habían puesto muy nervioso. Respiró, cerró fuerte los ojos, tan fuerte que las lágrimas empezaron a salir, cuando los abrió la neblina se había despejado y el Sol iluminaba su recámara, penetraba justó a través de esa cortina vieja de florecitas cursis, el Sol entraba e iluminaba de lleno la mecedora, esa vieja mecedora de madera y cuero que conservaba el mismo olor de cuando era niño. No cabía duda, no era su imaginación, sentada y meciéndose tranquilamente estaba ella, con esa su misma sonrisa hiriente, con esa su misma mirada burlona, con esas manos… con ese mismo anillo… ¡Ahí estaba el anillo! En esos dedos huesudos de Martina. Antonio lo había buscado años atrás, lo buscó por meses, hasta llegó a culpar a los pobres de Teresa y Enrique, ese par de infelices que habrían dado su vida por él, al menos en aquella época cuando el anillo de compromiso desapareció, cuando Antonio no pudo cumplir su promesa, cuando Rebeca enloqueció.
Antonio desde niño fue supersticioso. Marcaba con un gis sobre la barda del patio cada hoja que caía del naranjo, él había establecido que cuando llenara el muro de palitos el cielo caería sobre el pueblo y los aplastaría a todos. La culpa era de su madre, ella le había llenado la cabeza de ideas locas, pero también le llenó la cabeza de fantásticas ideas que hacían que Antonio, cada vez que cerraba los ojos y creaba historias en su cabeza, rejuveneciera. Antonio nunca envejecía, él siempre vivía dentro de sus historias, después de haber sufrido en el mundo real, prefería vivir en el que el creaba, aunque solo fuese de vez en cuando, sin embargo, y a pesar de las fantásticas imágenes que pasaban por su mente, Antonio inventaba una nueva superstición cada vez que la anterior perdía sentido, pero no todas lo perdían, como aquella, la superstición que rodeó el anillo para Rebeca.
Antonio se enamoró de Rebeca desde el primer momento en que la vio, Rebeca brillaba con luz propia, era de esas personas que con una mirada dicen lo que sus labios no pueden pronunciar, Rebeca era muda de nacimiento, pero Antonio y ella crearon un lenguaje privado. Los enormes ojos negros de Rebeca llenaban de palabras el mundo extraño de Antonio y él, con sus ojos de eterno verde le platicaba, cada parpadeo era un clave morse que adornaba el diálogo. Martina, la prima mayor de Rebeca, los miraba recelosa, los espiaba a sus espaldas y cuando estaba enfrente de ellos, los abrazaba con esas, sus manos siempre huesudas, sus dedos largos acariciaban a ese par de enamorados que solo se hablaban con la mirada. Antonio esperó tener la edad reglamentaria para pedir su mano, Rebeca y ambas familias estaban felices, todos, menos Martina que sonreía hipócritamente con esos dientes tan blancos y tan grandes que parecían perlas, de esas perlas que embrujan y enloquecen a los marineros. Ella no entendía como Antonio no cayó ante ella, como todos caían, como todos se raspaban mientras ella se alejaba riendo a carcajada abierta con esos dientes como perlas… Antonio, ingenuo, como fue siempre, le confesó a Martina su más terrible superstición... Martina lo escuchó atentamente y las perlas de sus dientes brillaron como nunca…
Fin de la segunda y supersticiosa parte.