“UN DÍA LAGAÑOSO”
Por LA MADA (Magdalena Edith Carrillo Mendívil)
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Así, tal como estaba, se sentía tranquila, sentada sobre la barda de piedra a la orilla del malecón… escuchaba a las olas y trataba, inconscientemente, de sumergirse en el sonido del vaivén, trató de escucharlo como cuando era niña y el rumor llegaba en el anochecer cuando todos se habían dormido o al amanecer… antes que todos despertaran. El sonido del mar junto con el olor que desprendía la tienda de campaña y el olor de la arena le quedarían grabados por el resto de su vida, sin embargo, y por más que trataba, nunca más volvió a sentirlos de esa manera. Tal vez, pensó, su cerebro estaba ya tan lleno de información y su espíritu tan fatigado que lo único que necesitaba era cerrar fuerte los ojos y concentrarse… acción inútil, innumerables pensamientos y ruidos chocaban con el dulce chasqueo del mar, ni las gaviotas fueron capaces de poner orden a ese diálogo de torre de Babel.
Observó pacientemente las nubes y el Sol, uno a la vez y después a los dos juntos. Efectivamente, no era un día soleado, tampoco era un día nublado, a su oído le vino la sabía etimología de su abuela materna: era un día lagañoso, un hermoso día lagañoso a la orilla del mar en calma. No podía pedirle nada más a la vida. Sin embargo, y siendo sincera, los días entre nublados y soleados pueden carecer de personalidad y parecer aburridos, para ella no, el día era una combinación perfecta, entre extremos, para llegar a una dulce armonía. El día que su madre fue enterrada siendo ella una niña llovía a cántaros, como si el cielo se estuviera cayendo. El día que su padre fue enterrado el Sol brillaba en medio de un hermoso cielo azul claro, sin ninguna nube. Cayó en cuenta que la mezcla de los extremos la había acompañado durante su vida, desde su nacimiento; su madre blanca como la nieve, su padre tan moreno que ella resultó una mezcla tipo café con leche. Los sabores le gustaban extremos: el café negro y fuerte y la comida sin sal, el dulce nunca fue de su agrado, pero los sabores agridulces de la comida china le hacían pensar que tal vez es cierto que los extremos se atraen…
Seguía sentada tratando de concentrarse en el mar y su murmullo, pero la gente que pasaba no le permitía concentrarse del todo, escuchaba pedazos de conversaciones de quienes pasaban a su lado. De retazos, hacia historias que dejaba inconclusas cuando pasaba otra pareja conversando y retomaba una nueva historia que la alejaba cada vez más de su intención primera: escuchar las olas del mar e inhalar el sensual aroma de la arena.
Siguiendo ese parámetro de extremos, pensó que era buena idea aplicarlo en su vida. Lo intentó, probó una y mil veces, conoció mucha gente, la mayoría alejados de su línea limítrofe, unos tan alejados que le resultaba imposible entender lo que decían, pensaba que la ley de atracción en cualquier momento ejercería su poder y como imanes… se unirían. Esto nunca pasó. Conoció unos cuantos, los menos quizá, esos que, por ser tan iguales a ella, brincaban fácilmente las fronteras invisibles y entraban a su campo magnético, desafortunadamente aquí la física si se manifestó a pie juntillas, la presión ejercida por ambos lados era tan fuerte que ella, sintiéndose incapaz de sostenerse, dejaba de ejercer fuerza, la atracción desaparecía y ella caía en el frio vacío de un hoyo negro, preguntándose hasta el infinito ¿qué fue lo que pasó?
Seguía ahí sentada, sintiéndose segura y después de tantos cuchicheos y murmullos sin razón en su mente… el espacio, su espacio se quedó en silencio, en un silencio anhelado por años… entonces, ella pudo escuchar el canto del mar, oler la sal de la arena y ver las gaviotas volar bajo el cielo lagañoso, al tiempo que una mano tomaba la suya y le susurraba al oído: mamá.
Final con ganas de vacaciones… en la playa.