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Cultura para inconformes…

David Eduardo Rivera Salinas

Por siempre joven…

 

Que construyas una escalera

hasta las estrellas

y subas peldaño a peldaño,

que permanezcas por siempre joven

Bob Dylan

 De unos años para acá, pero sobre todo en los dos últimos, en el ámbito educativo he escuchado reiteradamente, casi como una queja constante, que los alumnos de hoy, de todos los niveles educativos –aunque más acentuado en los niveles medio y superior-, son alumnos apáticos y desinteresados.

Yo mismo he intentado documentar varias veces este hecho en las recientes generaciones de mis alumnos de posgrado, que aunque menos evidente, también se observa. Sin embargo, también he llegado a cuestionarme si en verdad lo son, o si más bien, nosotros los educadores hemos sido incapaces de reconocer que más que apáticos, a nuestros alumnos les interesan cosas que nosotros no somos capaces de ver, y darnos cuenta que nuestras niñas, niños y sobre todo, nuestros adolescentes, poseen esquemas de pensamiento distintos –e incluso opuestos- a los de otras generaciones, incluías las nuestras.

Por eso, intentar construir aprendizajes en el siglo veintiuno, con conocimientos del siglo veinte y una cultura escolar del siglo diecinueve, es una tarea absurda que con seguridad nos está llevando al fracaso educativo.

Un colega universitario lo escribió así en su página de Facebook: “aprendí ayer con información de antier y enseño a generaciones del futuro”.

Confieso que esta frase me preocupó mucho y durante semanas robó mi tranquilidad, movió muchas de las certezas con las que venía trabajando en el aula y en la escuela, pero sobre todo, me impulsó a plantearme cambios radicales en mis formas de trabajo educativo, sobre todo en relación con las formas en cómo piensan y actúan nuestros estudiantes.

Mire usted, según datos de UNESCO, hoy un estudiante de preparatoria ya promedia diez mil horas de videojuegos, unas diez mil horas más hablando por el teléfono celular, veinte mil horas frente a la televisión y ha enviado unos doscientos mil mensajes, entre textos, WhatsApp y correos electrónicos.

La conclusión me parece no sólo evidente, sino sobre todo contundente; no somos capaces, las mayoría de los maestros de hoy, de competir contra semejante background que ya poseen nuestros alumnos. La pregunta es inevitable: ¿qué podemos hacer nosotros, los de antes, para enfrentar esta nueva cultura transracional?

Sin duda, lo primero es romper nuestros esquemas de pensamiento, tan rígidos como anacrónicos cuando no alcanzamos a entender que si no somos capaces de entender a los millennials y a los nativos digitales de las generaciones Y y Z, nos convertiremos rápidamente en una especie de inmigrantes digitales; sí, esos somos nosotros, la generación Boomer, que nacimos entre los años 1950 y 1970, que aún usamos la sección amarilla y los discos compactos, que nos resistimos a tener una cuenta en Facebook y sólo utilizamos el teléfono móvil para llamar y tal vez, para enviar algunos mensajes.

Pero también hay que aceptar que Internet no es un enemigo en el ejercicio de la docencia, y que el smartphone en manos de los alumnos puede ser un extraordinario aliado educativo; es claro que la red es una realidad de nuestra vida cotidiana, un lugar para estar en comunicación con otros; Internet no es una opción, es una realidad.

Pensemos como lo ha dicho el Papa: las redes sociales son parte del tejido de la sociedad, alimentándose de las aspiraciones que viven en el corazón de las personas.

Tal vez así compartan conmigo al menos los siguientes retos:

Primero, vencer la tentación de decir que todo en nuestros tiempos era mejor; después, entender que los jóvenes de hoy perciben una sociedad posliteraria, totalmente visual, que aprende con metáforas y no entiende ni comparte la rigidez de los programas educativos.

Pero también, redescubrir que nuestra capacidad de buscar y encontrar conocimientos es distinta a la de las nuevas generaciones; entender que nuestra enseñanza no contiene ya las palabras precisas ni las respuestas perfectas, tan sólo compartimos formas diferentes de comunicarnos entre nosotros.

Por eso, las palabras de Bob Dylan resuenan con mayor fuerza en esta nueva realidad: lo que los jóvenes son, se lo deben a nosotros, los adultos; están ahí, delante nuestro, hacen mucho ruido pero no los escuchamos; usan colores estridentes, pero no los vemos; piensan con el corazón, pero no los sentimos y, tal vez lo más importante, más que aprender, tienen mucho que enseñarnos.

Si logramos entender esto, tal vez podamos acercarnos a lo que Bob Dylan comparte en su canción, Por siempre jovenes.