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“Podría ser, donde pudiera ser”

Por LA MADA (Magdalena Edith Carrillo Mendívil)

Esta es una fe de erratas producto de una mala jugada de no guardar lo que se reescribe y pensar que la computadora está conectada a nuestro pensamiento y deseos. Pido una disculpa, envié el borrador inicial, hace dos semanas, una extraña mezcla entre un cuerpo de adulto con pies de niño. Ahora, querido lector va el correcto, un absurdo, pero absurdo integral…
“Se me acabó el tiempo para recoger los últimos recortes de la revista de espectáculos, eran tantos que no pude agarrarlos todos cuando llegó el viento del norte, ese viento se lleva todo y no me da tregua a recoger nada… se me acabó el tiempo… pero ya no sé, el tiempo ¿de qué…?”
Sentada, tal y como había estado toda la mañana desde que Armida salió a la tienda a comprar las cosas para el desayuno, pensaba y se balanceaba en la mecedora de metal –seguramente tengo marcados los rombitos del asiento en las nalgas- pensó, y no pudo evitar reír imaginándose el diseño marcado en su noble, y olvidada, parte. La mecedora, de tantos años, ya empezaba a mancharse por la herrumbre, desde que la compraron en la feria siempre estuvo afuera, en el “porche”, nunca le habían dado siquiera una pintadita.
Trini buscaba las imágenes que tenía dentro de su cabeza, en los recortes de las revistas debería de haber algo que se asemejara al menos, buscaba en todas las revistas de viajes, de moda… ese lugar que se comenzaba a dibujar en su mente por las noches y al día siguiente cobraba el brillo y la nitidez de una obra maestra. Ella estaba segura de poder encontrar ahí lo que alguna vez perdió, su lucidez.
Armida regresó y vio, como todos los días, los papeles tirados por todas partes, sintió desesperación y al mismo tiempo una profunda compasión por su prima hermana. Hacía años que se había obsesionado con esa idea, con ese lugar perdido en su memoria. Armida, que la conocía desde niña, sabía que Trini nunca había dejado el pueblo, casi toda la vida habían vivido juntas y las pocas veces que habían ido a la ciudad no se separaban ni un instante… se quedó pensando, ella dijo “casi nunca” … si, dijo casi nunca…
Armida se desplomó en el sillón de la sala y la sábana que lo cubría se deslizó en pliegues igual que sus piernas, recordó y no pudo evitar llorar. Trini no siempre había estado con ella, en ese pueblo donde nacieron, crecieron, y por cierto nunca se reprodujeron, y en el cual, sin duda alguna, morirían… el lugar que tanto buscaba Trini existía más allá de su melancólica imaginación.
Armida recordó, sus ojos grises se llenaron de ese extraño brillo pardusco que tiene el agua de los ríos que desembocan en el mar, esos ríos que guardan bajo sus aguas piedras cubiertas de lama y boleadas por las caricias constantes de las enamoradas olas… justo ese lugar buscaba Trini. Armida había borrado esos días de su memoria, esos días en los que se llegó a pensar que nunca más la volverían a ver, pero el tiempo que es a veces, como la marea, siempre trae a la orilla lo que alguna vez se traga y no le pertenece…
Aquellos eran tiempos donde el calor se comía las ganas en sus entrañas, tiempos de últimas oportunidades, tiempos de soltar carcajadas esperando que fuesen atrapadas por alguien, por alguno… eran tiempos de circo y de cirqueros. Trini, como todas las muchachas, y las no tanto, fue a la función, fue a todas las funciones únicamente a ver como aquel malabarista aventaba al aire las pelotas y no perdía ni una sola, él se dio cuenta y sin tener intención de nada, la besó de esa forma en la que no se da nada, pero el otro recibe todo, Trini pensó que ese beso sería eterno y decidió irse junto con la caravana que partiría esa madrugada. Al llegar al mar el olor y el sonidito de las olas la despertaron y fue cuando fue descubierta, el malabarista se sorprendió, pero sin dudarlo recibió el regalo, solo por ese día, él no conocía lo eterno o al menos no le interesaba lo eterno con ella, sin embargo, se ofreció como único y presente amor, Trini pensó, se ilusionó y le mandó una postal a su prima diciéndole que era feliz y nunca, nunca más volvería. Armida recibió la postal una semana después de que Trini regresara al pueblo, con la mirada marchita y los labios sellados. Armida guardó la postal esperando que su prima nunca la encontrara, ahora era momento de enseñarla. Se levantó y al contrario de su lento hábito, corrió al destartalado cajón de su buró, sacó la amarillenta postal y se la dio a su prima.
Trini tomó la postal en sus manos, agarró todas las revistas, las tiró en el cesto. Vio detenidamente la imagen de aquella playa en la postal, tachó con un plumón sus palabras, la rompió en pedacitos chiquitos que dejó en el piso esperando que el viento se los llevara. Cuando el último pedazo de la postal que era tan pequeñito voló con la suave brisa del atardecer, Trini se levantó, sonrió y por primera vez en muchos años habló: “Armida, yo no estaba loca, solo dentro de una pesadilla ¿nos tomamos una coca?”

Final cortando postales en pedacitos.