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“GLAFIRA” primera parte

Por LA MADA (Magdalena Edith Carrillo Mendívil)
www.lamaddalenaedi.blogspot.com

Glafira volteó a ver la cara burlona del notario cuando le dijo su nombre, y con la mirada muerta que tenía desde que nació, le dijo mirándolo fijamente a los ojos: Glafira no es nombre de flor, y sí, tengo un solo apellido. El pobre hombre acostumbrado a burlarse de todos sus ignorantes y asustadizos clientes, no tuvo más remedio que bajar la mirada, ponerse rojo como un tomate tanto que parecía que sus redondeados cachetes de eterno niño iban a explotar. Su secretario y su asistente se voltearon a ver incrédulos…Glafira continuo mirando fijamente al vacío y el notario terminó de hacer la escritura que la acreditaba como única dueña del campo de girasoles, ese enorme campo de girasoles que escapaba a la vista de los curiosos turistas, y donde su vista se perdía en un perpetuo amarillo.
Meses atrás Glafira se veía en todos sus sueños, mejor dicho pesadillas, sentada en la funeraria el día del velorio de su padre. Se sentó en la parte de atrás donde nadie se acercara a darle el pésame, quería evitar ser grosera, pocas veces tenía la intención de evitar ser grosera y esta fue una de esas pocas. Aun así no faltó quien intentó aproximarse, y más aún, tocarla y ella con ese fuego que iluminaba sus pequeños ojos cuando se molestaba, creaba un aro que la protegía y cada vez la aislaba más. Sentada al fondo podía ver todo el absurdo espectáculo que se presentaba ante sus ojos, frente a la caja, color baby blue, de su padre estaban sentadas su madre, la segunda esposa de su padre y su actual pareja, estoicas las tres, impasibles, imposibilitadas para levantarse como si su propio peso lograra que la frágil banca conservara el equilibrio. Pareciese que estaban sintonizadas para levantarse al mismo tiempo cuando alguien llegaba a dar el pésame y de la misma forma se volvían a sentar juntas. Así transcurrió todo el rato entre ese vaivén de levantarse, sentarse y darle pequeños sorbos al café, al té y al brandy en el caso de madre. Ella como hija única de su padre estaba cierta de heredar lo único que le había pedido a ese hombre con el que ella convivió cinco veces, sin contar el velorio, lo que siempre había deseado Glafira era ser la propietaria de ese campo de girasoles. Solo hubo un momento en el que tembló, y no solo ella, la concurrencia entera del velorio y hasta los no presentes quienes se enteraron de ese bizarro acontecimiento en tiempo real. Justo en el momento que el ataúd del padre de Glafira entraba en el horno apareció la mujer más espectacular que los ojos de cualquiera hubiese visto, parecía sacada de una caricatura de los años 50's, entró sin voltear a ver a nadie y de su mano, un hermoso niño rubio entró con ella, ambos con la actitud de estar flotando para no mancharse los pies tocando el suelo que los demás habían pisado. Se pararon 5 o 7 minutos frente al horno, los labios de la mujer dibujaron una mueca, nadie supo si era de dolor, de ira o de alegría, el niño le jaló la mano, giraron sobre sus pasos y salieron dejando una estela de duda e inquietud en todos los presentes, sobre todo en Glafira temerosa de perder su ansiado campo de girasoles. No fue así, Jessica Rabbit y el niño desaparecieron como había aparecido.
Glafira amaba las flores, sobre todo aquellas que tenían su propia historia, aquellas que se salían del común ramo de flores con papel de china y listoncitos de colores, y cuando Glafira decía que se salían del común ramo, era porque realmente lo hacían, en su imaginación veía a sus flores favoritas brincando graciosamente fuera del envoltorio. Amaba las gardenias y pasaba días viendo su maravillosa evolución cuando las ponía en su pequeño florero que adornaba la mesa del comedor de su austera casa. Las gardenias llenaban de olor su espacio y su mirada de hielo se derretía y se llenaba de dulzura cuando los pétalos blancos se iban tiñendo despacito pasando por el beige hasta llegar a un amarillo canario que nunca pudo encontrar en ninguna paleta de colores. La flor no perdía ni un solo pétalo hasta que se secaba completamente y terminaba, entera, con un maravilloso color ocre de despedida.
Glafira tenía un solo apellido, a diferencia de la mayoría de los casos, su madre nunca quiso reconocerla, pese a tenerla en su vientre casi 7 meses ella maldecía haber parido una niña tan fea, siendo ella la más hermosa del pueblo, el trato con Glafira era el necesario, y a Glafira no le importaba, a ella le daba vergüenza tener una madre incapaz de reconocer entre un tulipán y un clavel. Sin embargo, cuando Glafira cumplió 10 años su madre le regaló una orquídea, este fue uno de momentos más importantes para ella, a partir de ese momento se quedó enamorada de la nobleza y de la perseverancia de las orquídeas. A lo largo de los 12 meses del año, amándola y cuidándola ella florecía y la podía cultivar en cualquier momento. Le hubiese gustado apellidar Orquídea.
Final de primera parte resucitando como jacaranda después de una helada.