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“GLAFIRA” segunda parte

Por LA MADA (Magdalena Edith Carrillo Mendívil)

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Glafira se sentaba en el jardín de su casa, cuando sentía que la sombra de la soledad la cubría, es decir: a diario. El jardín de Glafira era libre y ordenadamente silvestre y salvaje, una de sus flores favoritas era la pequeña margarita que a simple vista parecía una especie de difícil plantación, sin embargo, era una flor silvestre, tan silvestre y salvaje como era Glafira, pero la margarita era bonita, pensaba ella cada vez que por su mente pasaba el compararse con ella. Al llegar el otoño la margarita se secó, se marchitó y el jardinero la tuvo que cortar,  hasta la raíz, Glafira lloró como nunca, ni siguiera cuando reprobó por primera vez había llorado tanto, las defunciones de sus padres ni para que mencionarlas, fue incapaz de reconocer dolor por la pérdida de alguien que rara vez le dirigió la palabra. Fue el peor invierno de su vida, el dolor de la pérdida le llegó a ser insoportable, hasta que un día, uno de los primeros de primavera, la margarita volvió a florecer en su jardín. Fue entonces que entendió la relación cíclica que debía tener con su alma gemela.

Había otra relación importante en la vida de Glafira, un encuentro que esperaba ansiosa cada agosto, la llegada de la Hylocereus andatus, vulgarmente conocida como “Flor de un día”. Glafira no se separaba del cactus hasta que le daba una  amorosa despedida a la moribunda flor. Todo un día llevaba registro de su proceso de evolución hasta que se abría magistralmente con sus pétalos blancos y amarillos entre el verde desértico de  su madre, el cactus que  le daba vida. Es una pena que una flor tan hermosa dure tan poco, se decía, pero se tranquilizaba al pensar en la fuerza y la intensidad de esa flor durante 24 horas, intensidad que mucha gente en años de vida no logra conocer.

Hacía pruebas y pruebas, tratando de obtener una flor especial, única, una mutación nunca antes vista. Ella la tenía dibujada en su  mente, una hermosa flor con grandes pétalos color lila y unas anchas hojas color verde menta. Una noche, antes del día de su cumpleaños, soñó. Soñó que una esbelta y estilizada flor, de grandes pétalos color lila y anchas hojas color menta se contoneaba delante de ella y le decía sonriente enseñándole su blanca dentadura (en este sueño la  flor tenía dientes, y mire usted que su sonrisa era realmente hermosa): “Cuando liberes tu cabello y te sientas  amada, por ti, encontrarás la combinación perfecta”. Glafira se despertó, se tomó su café y guardó su sueño en su  pequeña cajita donde guardaba las cosas importantes.

Glafira, años atrás, trabajaba como mecanógrafa en la oficina de telégrafos de la ciudad, al no tener en que ocupar su tiempo debido al nulo contacto que tenía con sus padres y la falta del jardín que su madre había convertido en un salón de juegos, Glafira se refugiaba en el monótono sonido de las teclas.  Everardo era el mensajero de la compañía de luz, acudía a la oficina de telégrafos recurrentemente ya fuera por cuestiones de trabajo o para enviarle dinero a su madre y hermana que vivían de la herencia de su padre y de las ganas de  joder al buen Everardo. Poco tiempo después  de la sorpresiva muerte del padre de Glafira y  a pesar de los ademanes amanerados y exageradamente  ridículos de Everardo  ella aceptó ser su novia, en realidad no podía despreciar la primera  oportunidad y sin duda alguna  la última que se le presentaría. Esta era Glafira: un espeso vello cubría la parte entre el labio superior y la nariz, esa área llamada bigote. Carente de senos el equilibrio lo compensaría con un voluminoso trasero, pero esta relación llegaba a ser tan dramática que el equilibrio terminaba rompiéndose al estar sostenido por unas largas y flacas piernas que además estaban zambas. Su cabellera era lo único que había heredado de su hermosa madre, sin embargo ella lo recogía en una cola de caballo enmarcando así sus pequeños ojos hundidos  casi carentes de pestañas. Everardo y Glafira comenzaron así el noviazgo más comentado de la ciudad, las lenguas venenosas decían que era por interés, sin embargo, el único tío de Everardo, y el único con corazón en su familia le hizo llegar la parte de herencia que le correspondía y que los buitres de madre y hermana se estaban adjudicando, entonces los chismes dejaron de aparecer y al no encontrar justificación para este noviazgo las burlas y cuchicheos aumentaron.  Las burlas iniciales terminaron convirtiéndose en admiración y hasta envidia, los negros pronósticos fueron cubiertos por una bruma tan clara y tan ligera que nadie podía creer. Ellos eran la pareja más feliz jamás vista. Glafira aprendió a sonreír y Everardo aprendió a hacerla sonreír. Everardo era el hombre más guapo de la ciudad reflejado en los ojos de Glafira y ella tenía la hermosura, por la que tanto padeció, cuando él  la tomaba orgulloso de la mano y caminaban por las calles de la ciudad. El uno y el otro lograron lo  que pocas personas pueden lograr. Ellos tuvieron el talento y la sabiduría para ver lo que hay más allá de la delgadita piel que cubre la esencia de las personas, ellos desprovistos de la vanidad que da, a veces, vivir en el mundo exterior, tenían el tiempo y la delicadeza de pararse, respirar y mirar… antes que ver.

Sucedió entonces ese día que Glafira se soltó la cabellera que cayó sobre sus hombros ante los ojos maravillados de los transeúntes y salió de la florería. Emérita, la florista le grito y le dijo: Señora, olvidaba decirle que las “glafiras” llegaran el próximo martes, las enviarán en tres tonos de color lila.

Final con el cabello suelto, esperando descubrir mi propia flor, mi flor llamada Mada.