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La cultura de la impunidad
Betty Luevano

La función social del castigo, pena o sanción a quien transgrede las reglas establecidas puede reducirse al restablecimiento del orden social que ha sido trastocado por ese acto u omisión.
Sólo en una sociedad imaginaria el orden es absoluto. La idea de que ningún individuo infrinja las reglas es utópica.

Cuando las sanciones establecidas no se aplican, se genera en la colectividad un menosprecio por las reglas y una sensación de caos social. Se pierde la confianza en las figuras de autoridad, degenerando en una escalada de violaciones a las reglas y la repetición de dichas infracciones crea toda una cultura de ilegalidad, como la que vivimos actualmente.

Pero ¿dónde comienza a gestarse dicha cultura? La respuesta es obvia: familia, escuela, sociedad.
He traído a colación todo este “rollo” basándome en mi experiencia como integrante de esos tres ámbitos.
Toda la maraña de noticias que conocemos sobre corrupción tanto en la esfera pública como en la privada nos remiten, si lo analizamos con detenimiento, que no son ellos (quienes son acusados de actos corruptos), sino nosotros como sociedad quienes nutrimos este viciado sistema.

Estamos educando niños y jóvenes que no son capaces de asumir la responsabilidad de sus acciones, por más reprobables o dañinas que estas sean, incluso para sí mismos.

La semana anterior, apareció una noticia sobre una joven de 20 años acusada de provocarse un aborto y detenida en el mismo hospital al que acudió tras el acto. Así la nota, muchos sucumbieron a la tentación de defenderla, abogados de los derechos de la mujer de decidir sobre su cuerpo, etc., pero en el interior de la nota el detalle que cambió el matiz fue que la joven contaba con seis meses de gestación. Entramos entonces en un dilema moral, filosófico y legal.

¿A qué edad se le puede comenzar a llamar bebé o niño a un ser humano? ¿Fue homicidio o no lo fue? Lo cierto es que la chica prefirió evadir su situación, producto de un descuido, mala decisión o cualquier otra circunstancia, en lugar de afrontarla incluso, dando en adopción a su pequeño hijo.

Desde la escuela, esta cultura de la impunidad es claramente perceptible cuando al alumno que, por n cantidad de razones, incumple con sus responsabilidades como estudiante al grado de obtener calificaciones reprobatorias se le beneficia con una calificación aprobatoria sin merecerla bajo el argumento de” hay que ayudarle al muchacho”.

Estamos errando el rumbo cuando como sistema educativo preferimos maquillar estadísticas para simular una realidad muy lejana; cuando se hostiga a los profesores para que al cuarto para las doce “hagan algo” por esos alumnos, cuando durante todo el ciclo escolar se les dieron infinidad de oportunidades para corregir sus notas.

A estas alturas del año, los maestros se convierten en magos transformando cincos en seises, por presión de los directivos, y en villanos para aquellos alumnos que se dan perfecta cuenta de la calificación que merecen ellos mismos y cada uno de sus compañeros, dándoles de esta forma la lección de oro: las reglas no importan, las sanciones no existen. Pueden hacer con ellas lo que quieran.

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