Cultura para inconformes
David Eduardo Rivera Salinas
Desconectados…
Creo que fue en 1985, al terminar mi carrera, cuando dejé de levantarme a las seis de la mañana porque me trasladaba a la escuela. A partir de entonces, me levantaba una hora más tarde, a las 7 de la mañana y me preparaba para incorporarme al mundo laboral de las personas normales. Recuerdo los productivos días trasladándome hacia lugares cercanos en ocasiones, muy retirados en otras, para cumplir mis primeras tareas profesionales; pero lo que más recuerdo era la notoria ausencia de distracciones y estímulos que provocaban valiosos espacios de silencio y facilitaban la concentración en las cosas por hacer. Lo recuerdo con claridad, así era el mundo desconectado.
Sin embago, todo cambió. La llamada revolución tecnológica empezó para mí en 1994, el año en el que envié mi primer correo electrónico. Lo sucedido desde entonces hasta hoy es bien conocido. Tras el correo vino el desarrollo de la Internet y la implantación de la telefonía móvil. Luego aparecieron los primeros chats y las sucesivas versiones del Messenger; más tarde Google irrumpió en nuestras vidas y aparecieron las redes sociales con Facebook y Twitter a la cabeza, hasta llegar a la estrella del momento, Tik Tok. Hoy cualquier información está disponible en cualquier momento y cualquiera puede acceder a casi cualquier dato desde casi cualquier parte del mundo. Pero no solo es la información lo que está disponible, también lo están las personas, que tuitean o cuelgan fotos en Instagram a cualquier hora, reciben sin descanso llamadas al celular, siguen enviando correos electrónicos y están permanentemente localizables a través del Whatsapp o de mensajes de texto.
Sin duda, esta revolución de las comunicaciones ha empeorado muchos aspectos de nuestras vidas. También sé, que al hablar de este tema es obligatorio decir -para no ser señalado de tecnófobo- que las ventajas de la revolución digital son evidentes. Estoy de acuerdo. Ya no necesitamos ir a la librería -cosa que lamento- para consultar un catálogo y comprar un libro, y a cambio podemos comprar libros a distancia o descargar algunas ediciones que antes solo se podía consultar estando ahí.
Ahora también es posible escuchar todas las canciones del mundo, descargar películas, comprar ropa y pagar los impuestos sin salir de casa; además cualquiera puede escribir un texto y dirigirse a la humanidad entera, para constatar que publicar ha dejado de ser un privilegio para convertirse en algo al alcance de todos.
Claro que el desarrollo de las comunicaciones ha hecho más cómodas nuestras vidas; pero también es cierto que, como sucede con todos los cambios tecnológicos, la revolución digital se ha llevado por delante algunos buenos hábitos del siglo veinte, que echamos de menos a comienzos de este siglo. A veces, por ejemplo, me gustaría estar desconectado. Desconectado quiere decir que la recepción de los mensajes de texto no sea obligatoria o que se pueda ignorar una llamada de teléfono sin que el número entrante quede grabado en los dispositivos y sin que exista la obligación de devolverla. También echamos de menos los viajes que hacíamos cuando el mundo era así; alejarnos sin tener a nuestra disposición en todo momento y en cualquier lugar la radio, la televisión y la prensa.
Quizá también nos gustaría además recuperar esa atenta lectura en silencio sin padecer el síndrome de abstinencia que se apodera de muchos cada vez que leen en papel sin mensajes entrantes, sin menciones en Twitter, ahora X o Threads y sin avisos en Facebook. Finalmente, sobre todo creo que mucho nos gustaría volver a levantarnos a las seis de la mañana como hace muchos años: sin correos electrónicos, sin noticias actualizadas, sin conexión, sin tecnología, es decir, desconectados.
Pero eso, lo sé, ahora es prácticamente imposible.