El baúl de las historia breves
por Adriana Cordero
Los Muertos Vivientes
Raúl nunca imaginó que algo tan absurdo podría ocurrirle, que una pesadilla tan aterradora invadiría su existencia. Durante su vida, había sido un hombre común, sencillo, de trabajo estable y familia amorosa. La rutina diaria le resultaba placentera; salía cada mañana para cumplir con su jornada laboral, se reunía con su familia para la cena y disfrutaba de la compañía de sus amigos en los fines de semana. No le interesaban las grandes riquezas ni la fama. Solo quería vivir sin complicaciones, sin sobresaltos, disfrutando de la calma de una vida sencilla. Pero, un día, todo eso se vino abajo.
Era una tarde común, como cualquier otra. El sol brillaba cálido y Raúl terminó su jornada en la oficina. Como siempre, caminó hacia su coche, pensando en lo que haría esa noche con su esposa e hijos. Imaginaba la sonrisa de su hija pequeña cuando le contara sobre su día. Estaba sumido en esos pensamientos, cuando de repente, escuchó una voz grave, que lo sacó de su ensueño.
—¿Eres José? —preguntó un desconocido, mirándolo fijamente.
Raúl frunció el ceño, confundido. No entendía a qué se refería, pues él se llamaba Raúl, no José.
—No, te has equivocado —respondió, dándole una mirada desconcertada—. Mi nombre es Raúl.
El hombre no pareció escuchar, o tal vez no le importó. De inmediato, dos personas más aparecieron a su lado. Todos vestían ropa normal, pero su actitud era extraña, como si no estuvieran allí por casualidad. Raúl intentó retroceder, pero antes de que pudiera reaccionar, lo rodearon. Le pusieron las manos detrás de la espalda y le colocaron unas esposas sin que pudiera entender qué estaba sucediendo.
—Tienes una orden de aprehensión —le dijeron de manera autoritaria, mientras lo empujaban hacia una patrulla.
—¡¿Qué?! —gritó, aún sin comprender. Quiso preguntar por qué, pero no pudo. Los hombres no respondieron.
Lo empujaron hacia el vehículo. El miedo comenzó a hacer mella en él, un pánico frío y agudo. Sus pensamientos se atropellaban unos a otros. ¿Una orden de aprehensión? ¿Qué había hecho? No tenía ninguna explicación. Solo sabía que algo había salido mal, pero no podía entender qué era.
El trayecto hacia la fiscalía fue un viaje interminable, un túnel oscuro por el que atravesaba sin comprender nada. Las luces de la ciudad pasaban rápidas, mezcladas con las sombras. Raúl miraba al frente, viendo su vida desmoronarse frente a sus ojos. No podía dejar de pensar en su familia, en lo que estarían pensando. Al principio, trató de convencerse de que se trataba de un error, que pronto lo liberarían. Pero el miedo creció con cada kilómetro que recorrían.
Cuando finalmente llegó a la fiscalía, fue recibido por un frío y monótono proceso. Lo registraron, le quitaron sus pertenencias, lo condujeron por un largo pasillo lleno de puertas cerradas. Era un lugar oscuro, gris, con un aire pesado que lo ahogaba. Fue llevado a una celda vacía, fría y desagradable. La luz era tenue, casi inexistente. Miró alrededor, buscando respuestas en los rostros de otros detenidos, pero lo único que encontró fue indiferencia.
Horas pasaron. Raúl no tenía idea de qué hacer. ¿De qué se le acusaba? ¿Por qué estaba allí? Nadie le dio respuestas. Solo el sonido de los pasos de los guardias y los murmullos de los prisioneros que pasaban frente a su celda. El tiempo se estiraba, se volvía intangible. Sin reloj, sin ventana, solo silencio y la pesadez de la incertidumbre. Su mente comenzó a crear mil escenarios, pero ninguno parecía ofrecer consuelo. Algo no cuadraba. ¿Cómo podía ser tan solo un error? Algo más debía haber detrás, algo que él no sabía.
Finalmente, lo trasladaron al centro penitenciario. Raúl experimentó lo que se puede describir como un abismo oscuro. Las puertas de la cárcel se abrieron ante él y lo primero que percibió fue un aire denso, viciado. El olor a suciedad y a cuerpos humanos atrapados en el mismo destino lo invadió de inmediato. No había ventanas, solo pasillos que parecían laberintos interminables. Las luces tenues colgaban del techo, parpadeando de manera irregular. Todo allí estaba deteriorado. El frío y la oscuridad lo envolvían, y el sonido de los barrotes que se cerraban a su alrededor resonaba en su pecho como un eco aterrador.
Cayó la noche, pero sin ninguna marca visible. El concepto de tiempo había dejado de tener sentido. La única referencia era cuando se encendía la luz, cuando llegaba la comida. Eso era todo lo que le indicaba que pasaba el tiempo. Pero el tiempo de espera se convirtieron en una tortura. Durante las largas horas, Raúl pensaba constantemente en su vida antes de llegar allí: su familia, su trabajo, su casa. ¿Cómo había llegado allí?
Lo metieron en una celda. Era pequeña, tan pequeña que apenas podía moverse sin chocar contra las paredes. Un rincón se destinaba al baño, otro a la ducha, y el resto era una cama de concreto, rígida y sucia. El aire estaba cargado de humedad y de algo más, algo que Raúl no sabía describir con palabras, pero que lo hacía sentir como si su cuerpo se estuviera pudriendo allí mismo.
Su mente tardó un rato en comprender la magnitud de lo que estaba sucediendo. Había pasado de ser un hombre con una vida ordinaria a convertirse en una pieza más de ese engranaje monstruoso que era el sistema penitenciario. Al principio, sus pensamientos se concentraron en escapar, en encontrar alguna salida, pero pronto entendió que no había escape. Al menos no de la cárcel que estaba construyendo en su mente.
La primera noche fue un tormento. Escuchaba ruidos extraños, risas nerviosas, murmullos y a veces hasta gritos. No entendía todo lo que pasaba, pero algo en ese ambiente lo hacía sentirse como si estuviera viviendo una pesadilla interminable. Era un lugar donde la gente no existía de la misma forma en que él lo hacía. Todos estaban atrapados, pero no solo físicamente. Algo se perdía en el aire, algo que no podía identificar pero que le helaba la sangre. Se dio cuenta de que los prisioneros ya no eran como él, ya no tenían esperanza, ni deseos, ni aspiraciones. Eran sombras de lo que habían sido.
Con el paso de las horas, Raúl comenzó a darse cuenta de la verdadera naturaleza de la prisión. No solo era un espacio físico, sino un laberinto mental. Los hombres que encontraba en los pasillos no caminaban como él. Algunos de ellos murmuraban entre sí, pero sus palabras eran incoherentes. Otros simplemente se quedaban quietos, mirando al vacío. Eran como muertos vivientes. Sus ojos estaban vacíos, y sus movimientos, lentos y mecánicos, revelaban una desconexión total de la realidad. Raúl los observaba con horror, preguntándose si él terminaría igual que ellos, atrapado en un ciclo sin fin.
Al principio, intentó hablar con ellos, preguntarles si sabían por qué estaban allí, si alguna vez habrían tenido una vida fuera de esas paredes. Pero la respuesta era siempre la misma: la indiferencia. Era como si la cárcel hubiera borrado todo lo que una vez fueron.
El momento más aterrador ocurrió de madrugada. Raúl despertó con la sensación de que algo lo observaba. Se levantó y, al mirar a su alrededor, vio lo que parecía una multitud de hombres agarrados a los barrotes de sus celdas. Todos estaban de pie, mirando al vacío, sin decir una palabra, con los ojos abiertos, pero vacíos. Era como si estuvieran en trance, atrapados en su propio sufrimiento, incapaces de liberarse.
En ese momento, Raúl comprendió algo que lo marcaría para siempre: no solo estaba preso físicamente, sino también mentalmente. La prisión no se limitaba a las paredes de la celda. Se extendía más allá de esos límites. Estaba atrapado en un espacio donde el tiempo no existía, donde la realidad se distorsionaba y las personas perdían su humanidad.
Finalmente, llegó el día de la audiencia. Raúl estaba agotado, tanto física como emocionalmente. No sabía ni qué esperar. Solo quería respuestas, quería saber por qué su vida había dado un giro tan drástico. Cuando lo llevaron ante el juez, su abogado, un hombre de aspecto descansado, le explicó que todo había sido un error. La orden de aprehensión que se había emitido no era para él, sino para alguien más con el mismo nombre. Raúl no podía creer lo que escuchaba. Había estado en prisión por un error. Un error que le había costado su paz, su estabilidad y su humanidad.
Al salir de la prisión, el sol lo cegó momentáneamente. Por un instante, pensó que todo era un sueño, que había escapado de una pesadilla. Pero, al mirar su reflejo en el cristal de del auto, vio los ojos vacíos de quien había sido víctima de algo mucho más grande. La libertad era solo física; su mente seguía atrapada entre las sombras de esos "muertos vivientes". La cárcel lo había cambiado de una manera que no podía deshacer.
Sin embargo, había algo diferente en ese día. Algo que, hasta ese momento, no había sido tan evidente. A medida que caminaba por las calles, rodeado por el bullicio habitual de la ciudad, Raúl notó que las personas lo miraban con una mezcla de sorpresa, alivio y una profunda preocupación.
Era como si hubiera pasado tanto tiempo sin darse cuenta de lo que sucedía fuera de esas paredes, sin saber cuántas manos se habían extendido en su auxilio, cuántos rostros se habían arrugado de angustia por su ausencia. La gente que solía ser parte de su vida había estado ahí, preocupada y ocupada en apoyarlo, en luchar por su liberación, mientras él se encontraba atrapado en su propio laberinto de desesperación.
El peso de esa revelación lo inundó, y, por primera vez desde que salió de la cárcel, una pequeña chispa de esperanza brilló en su pecho. Sabía que aunque no podía sacar al momento esa terrible experiencia de su memoria, ahora tenía algo mucho más valioso: las personas que verdaderamente importaban en su vida, aquellas que lo habían sostenido cuando el mundo parecía haberse desvanecido.
Fin.