El afán de ocultar la verdad
 Por: Claudia Anaya Mota
 El ocultamiento gubernamental ante tragedias derivadas de errores, negligencia o eventos con un alto número de víctimas es una constante inquietante en los gobiernos, sin importar si son de izquierda o de derecha.
 El encubrimiento implica “borrar” o retener pruebas incriminatorias, difundir información engañosa para deslindar a las autoridades de su responsabilidad o, incluso, acusar falsamente a personas inocentes.
 Una de las principales motivaciones para ocultar la verdad es la necesidad de preservar el poder y evitar críticas que puedan minar el apoyo ciudadano. Otro factor relevante es la evasión de responsabilidades, pues asumirlas podría acarrear repercusiones legales para quienes forman o formaron parte del gobierno en turno.
 Desafortunadamente, hay que reconocer que los gobiernos pueden intentar aprovechar las tragedias para obtener algún beneficio y evitar la pérdida de capital político. Un claro ejemplo es la manipulación de la narrativa oficial para favorecer a la administración en funciones o alinearla con su agenda política.
 Minimizar los sucesos es una práctica común para proyectar una imagen de competencia y control. Sin embargo, en regímenes paternalistas, donde se asume que el gobierno sabe lo que es mejor para el pueblo, esta estrategia se usa para justificar qué información divulgar. No obstante, tales justificaciones suelen chocar con los valores democráticos de transparencia, consentimiento informado y libertad individual.
 Otra táctica recurrente es retrasar u obstruir investigaciones independientes para evitar que la verdad salga a la luz. En su lugar, se generan informes oficiales manipulados que, más que esclarecer los hechos, se convierten en propaganda gubernamental diseñada para confundir a la ciudadanía. Además, se ataca y desacredita a críticos y testigos con el fin de socavar su credibilidad. En los casos más extremos, se recurre a la intimidación, las amenazas e incluso la violencia contra quienes buscan la verdad.
 A lo largo de nuestra historia reciente, hemos visto numerosos casos donde la estrategia ha sido fabricar verdades a medias o encontrar culpables convenientes para aparentar un cierre del caso. Desde la llamada “guerra sucia” en la década de los sesenta, la matanza de Tlatelolco en 1968, la tragedia de la Guardería ABC en 2009, la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa en 2014 o el caso de Teuchitlán, han seguido esta misma ruta.
 En suma, estas prácticas atentan contra la rendición de cuentas, la confianza pública, la ética política, el derecho a la verdad y, sobre todo, revictimizan a quienes han sufrido injusticias. Los autonombrados “herederos de la honestidad valiente” y los constructores del “segundo piso de la transformación” no son tan distintos a sus predecesores. Son peores, porque, mientras se dicen diferentes, repiten las mismas fórmulas del pasado que juraron no repetir. 
Senadora de la República

 
 


