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El baúl de las historias breves
por Adriana Cordero

Todo lo que Soy, Consuelo lo Sembró

Desde que tengo memoria, el latido más constante en mi vida ha sido el de mi madre. Y no me refiero únicamente al sonido real que brota de su pecho, sino a ese ritmo invisible que marca cada etapa de mi existencia. El de su voz calmada al darme un consejo o incluso al hacerme un regaño, el de su respiración pausada cuando me abrazaba para calmarme. Ese latido se manifiesta en mil formas cotidianas, suaves pero poderosas, como el eco de un amor que nunca descansa. Está presente incluso cuando no lo veo, como un hilo invisible que me envuelve con ternura, que me sostiene cuando el mundo me pesa.
Ella ha sido, desde siempre, el centro gravitacional de mi pequeño universo. Cada uno de mis recuerdos más puros tiene su voz como banda sonora, sus manos como abrigo, su risa como refugio contra los días grises. Incluso en los momentos en que no estaba físicamente a mi lado, bastaba cerrar los ojos y pensar en ella para sentirme a salvo. Su amor ha sido el tejido invisible que me envuelve desde antes de tener conciencia, una presencia constante que me ha sostenido sin condiciones. Y a pesar de los años, esa sensación no se desvanece; por el contrario, se profundiza, se expande, se reafirma con cada prueba que la vida pone en mi camino.
Porque ella no es solo la mujer que me dio la vida; es la que le dio sentido. Es mi ancla cuando siento que el viento me arrastra, mi consuelo cuando la tristeza me visita sin aviso, mi fortaleza cuando el miedo quiere doblarme. Su fuerza silenciosa, esa que no necesita imponerse para hacerse sentir, me ha mostrado que el verdadero poder nace de la entrega, de la constancia, del amor que no exige nada a cambio. Y por encima de todo, es mi refugio: el único lugar donde sé que puedo ser yo misma sin temor, el lugar donde puedo llegar sin ser invitada, sin filtros, sin armaduras. Su amor me permite desarmarme sin miedo, me invita a descansar cuando estoy agotada y me recuerda, con cada gesto, que pertenezco a un lugar donde siempre seré bienvenida tal como soy.
Recuerdo con una claridad punzante aquel primer día en el kínder. Tenía las manos pequeñas, sudorosas, temblorosas, aferradas con todas sus fuerzas a las suyas, como si al soltarme me fuera a perder para siempre. Mis ojos, todavía ingenuos, se paseaban por ese salón lleno de colores chillones, juguetes nuevos y rostros desconocidos. Pero nada de eso lograba opacar el miedo que se me agolpaba en el pecho. Cuando la maestra me tomó de la mano, sentí el mundo tambalearse. Su voz era dulce, sí, pero era extraña. Su tacto era suave, pero no era el de mi mamá. Entonces lloré, con ese llanto incontenible que nace del alma, que se mezcla con la angustia y el desconcierto. Y mientras lloraba, suplicaba que me llevaran con ella. "¡Quiero a mi mamá! ¡Llévenme con mi mamá!", repetía una y otra vez, con los ojos empañados y el corazón hecho un nudo. No paré de llorar hasta que finalmente, vencidos por mi desesperación, me llevaron a ella. Y ahí estaba, esperándome, con los brazos abiertos, esperando ahí afuera por mi, como si supiera que eso iba a suceder. Porque el amor de una madre es así: sabe cuándo mostrarse fuerte y cuándo romperse en silencio, cuando estar. Ese día, sin entenderlo del todo, descubrí que mi madre era mi lugar seguro, el único en el mundo donde el miedo no tiene cabida, donde mi llanto encuentra paz.
A medida que crecí, ese sentimiento no solo se mantuvo, sino que echó raíces profundas, extendiéndose como un árbol generoso que ofrece sombra y cobijo sin pedir nada a cambio. Con cada paso que di, con cada error cometido, cada pequeño triunfo celebrado o tropiezo inesperado, mi madre estuvo ahí. No como una sombra pasiva, sino como una presencia luminosa que acompaña sin imponer, que guía sin empujar, que observa sin juzgar. Ella ha sido testigo y cómplice de mis procesos internos, de los diálogos que tengo conmigo misma, de los momentos en que dudo de todo y de aquellos en los que me reconcilio con quien soy. Sus palabras no siempre buscan dar soluciones, porque su sabiduría está en el silencio, en la escucha atenta, en ese modo sutil de recordarme que confía en mí incluso cuando yo no lo hago.
La he visto apoyarme sin condiciones, sin importar cuántas veces me caiga. Me ha sostenido en mis días más oscuros, cuando ni yo misma me reconocía en el espejo, y también ha estado presente en mis momentos de alegría, celebrando mis logros como si fueran los suyos. Su constancia es una certeza en un mundo lleno de incertidumbres. Su lealtad emocional, esa capacidad de estar sin agotar, de acompañar sin saturar, ha sido la red que me ha salvado una y otra vez. Y su fe inquebrantable en mí ha sido el impulso silencioso que me levanta cuando ya no me quedan fuerzas. Es como si cada día ella se dedicara, sin proponérselo, a recordarme que soy suficiente, que mis errores no me definen, que mis heridas no me restan valor. En su mundo, tengo un lugar sagrado, único, irreemplazable. Un espacio que solo yo puedo ocupar, y eso me ha dado un sentido de pertenencia que no se tambalea ni en las tormentas más fuertes.
El amor de mi madre no se anuncia con grandes gestos ni discursos rimbombantes. No lo necesita. Está hecho de actos diminutos pero inmensos en significado. El plato de comida caliente que me espera al llegar a su casa sin importa la hora, en la cobija que misteriosamente aparece cuando empiezo a dormir en el sillón, en el simple "¿cómo estás?" que siempre llega justo cuando lo necesito. Su amor está en la forma en que se sienta a escucharme, aunque haya tenido un día agotador. En cómo deja a un lado lo suyo para dar espacio a lo mío. Me ha enseñado, sin pronunciarlo, que amar no es controlar, sino acompañar. Que el verdadero amor da libertad, no cadenas. Que a veces, el acto más poderoso de amor es simplemente estar ahí, en silencio, presente.
Ella no busca reconocimiento, no espera aplausos. Ama porque sí, porque le nace, porque su corazón está hecho para cuidar. Cada taza de té que me preparó sin decir palabra, cada mirada que me lanza cuando sabe que algo me duele, cada momento en que me cubre con su presencia sin interrumpir, son testimonio de un amor que se construye con detalles. Y es en esos detalles donde he aprendido lo que significa verdaderamente amar a alguien: estar disponible, ofrecer escucha sin prisa, sostener con la sola presencia.
Mi madre ha sido mi maestra en el arte de amar con generosidad, de ofrecer sin esperar, de permanecer sin condiciones. Me ha mostrado que el amor más profundo se parece mucho a la ternura: discreto, paciente, inmenso. Y en cada uno de esos gestos sencillos, me ha transmitido una lección de vida: que amar es estar, de verdad. Estar cuando hace falta una palabra, pero también cuando solo se necesita compañía. Estar sin ocupar todo el espacio, pero haciéndose imprescindible. Ese es el tipo de amor que ella me ha dado. El tipo de amor que deja huella para siempre.
A veces la miro cuando no se da cuenta. Me detengo a observarla como si quisiera grabar cada detalle de su ser en mi memoria: la forma en que se acomoda el cabello con suavidad, cómo frunce ligeramente el ceño cuando se concentra, cómo sus manos —esas manos que me han cuidado toda la vida— empiezan a mostrar las huellas del tiempo. Y cuando la veo así, tan presente, tan real, me invade una mezcla de amor y melancolía. Porque mientras más la amo, más consciente soy del paso inevitable del tiempo.
Entonces me golpea un miedo profundo, silencioso, casi inconfesable: el día en que ya no esté. Un miedo que no grita, pero que se instala en el pecho como una sombra persistente. No puedo imaginar mi mundo sin ella. Sin su voz llamándome como solo ella lo hace, sin su risa llenando los espacios, sin su existencia sosteniéndome en lo invisible. Me aterra pensar en el eco que dejará su ausencia, en el vacío que ninguna otra presencia podrá ocupar. Es un pensamiento que me atraviesa como un suspiro helado en medio del calor, y aunque intento alejarlo, sé que un día nos tendremos que despedir. Pero hoy no. Hoy la tengo. Hoy puedo mirarla a los ojos, abrazarla con fuerza, decirle cuánto la amo. Y eso es suficiente para agradecer. Para celebrar su existencia. Para honrar cada día que me regala con su presencia viva, amorosa, luminosa.
Porque mientras ella esté, mi mundo tiene raíz. Y aunque el futuro sea incierto, su amor ha sembrado en mí una fuerza que florecerá incluso cuando sus manos ya no puedan tocarme. Esa es la magia de una madre: que incluso cuando no está, sigue estando. En los gestos que me enseñó, en las palabras que me dijo, en el amor que me dejó sembrado en el alma.
Porque también sé que su amor es eterno en una forma que trasciende el tiempo. Es semilla. Y esa semilla ha germinado en mí. Cuando yo consuelo a alguien, cuando cuido a los que amo, cuando me cuido a mí misma, ahí está ella. Está en mis palabras dulces, en mis silencios que escuchan, en mi manera de sostener a otros. Me ha enseñado sin manuales a ser madre, madre de mis hijos, de mis emociones, de mis heridas, de mis sueños. Porque el amor que me dio no termina en ella; continúa en mí, se expande, se multiplica. Ha sembrado en mi interior una fuente inagotable de ternura y fortaleza. Y esa es su herencia más valiosa.
Hoy, mientras el 10 de mayo se asoma en el calendario y México se llena de flores, canciones y homenajes, yo quiero regalarle lo único que nace desde lo más profundo de mí: estas palabras. No hay regalo que le haga justicia. Ninguna joya podría brillar como su risa, ninguna flor oler tan dulce como su abrazo. Así que le escribo esta historia, que no es más que un pedazo de mi alma envuelto en letras. Una carta abierta que le diga sin reservas: mamá, gracias. Gracias por ser mi hogar, por ser la voz que calma y el abrazo que cura. Por ser la fuerza que me impulsa y la suavidad que me contiene. Por ser raíz cuando necesito quedarme y alas cuando necesito volar. Me mostraste que la fuerza más grande puede habitar en un cuerpo sereno, que se puede amar sin condiciones y que el verdadero poder está en el corazón.
Aquel día en el kínder, cuando me soltaste la mano, yo pensé que el mundo se desmoronaba. Mi llanto era incontrolable, un torrente de angustia que no entendía razones ni consuelos. Pedía, suplicaba que me llevaran contigo, con esa desesperación pura que solo un niño puede sentir. Nadie logró calmarme. Nadie pudo convencerme de que estaría bien sin ti. Porque para mí, ese instante no era solo una separación física: era una ruptura emocional. Era el inicio del descubrimiento de que el mundo podía ser frío y extraño sin tu presencia. No dejé de llorar hasta que me llevaron contigo, hasta que sentí nuevamente tu abrazo, ese que me devolvía el aliento, la calma, la vida.
Pero hoy, al mirar atrás, entiendo lo que no podía comprender en ese entonces. Ese día no fue el fin, como lo imaginé entre lágrimas. Fue, más bien, el primer paso hacia la vida. Fue tu manera de enseñarme, con dolor compartido, que la distancia no borra el amor, que puedo caminar sola porque tu amor me acompaña. Y aunque a veces estés lejos, aunque pasen los años y los caminos cambien, tu amor va conmigo, como una brújula que siempre apunta hacia casa. Porque tú, mamá, eres y seguirás siendo mi refugio. Eres ese rincón del alma donde siempre hay luz, donde siempre hay abrigo. Eres el latido que me acompaña en silencio, la voz que vive en mis pensamientos, la certeza más grande que tengo en este mundo incierto. Y lo serás por siempre
.
fin