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Que el miedo no nos calle

Por: Claudia Anaya Mota

En plena festividad pública, frente a sus hijos y ante los ojos de su pueblo, fue asesinado Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, Michoacán. Su muerte se ha convertido en un símbolo doloroso de la indolencia y la ineficacia de los gobiernos —local y federal— frente al crimen organizado que, en diversas regiones del país, prácticamente “manda”.
La historia de Carlos es significativa. Tenía verdadera vocación de servicio público: estudió la licenciatura en Ciencias Políticas y Gestión Pública, trabajó como auditor en el IMSS y posteriormente se unió al Movimiento de Regeneración Nacional, que lo impulsó para ocupar una curul como diputado federal en la legislatura pasada. En 2024 rompió con ese movimiento y decidió contender como candidato independiente a la alcaldía de Uruapan. Ganó.
Su principal promesa y eje de gobierno fueron claros: “cero pactos” con los grupos criminales. Se negó a cualquier forma de colusión o negociación con el narcotráfico, y señaló públicamente a funcionarios y políticos que sí lo hacían. Su lema —tan valiente como provocador— fue: “Abrazos no, chingadazos” contra todo aquel que atentara contra gente inocente.
Desde el inicio de su gestión, reformó la policía local y aumentó los salarios de sus elementos. Buscó depurar las corporaciones identificando a quienes colaboraban con el crimen y prohibió el uso de pasamontañas y vidrios polarizados en los vehículos oficiales, para fomentar la transparencia y la rendición de cuentas.
El alcalde utilizaba activamente sus redes sociales para informar sobre decomisos, enfrentamientos y la presencia de grupos como el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y Los Caballeros Templarios en su municipio. Describía con crudeza lo que vivía su gente: “zonas de guerra”, decía. Ante esa realidad, solicitó en múltiples ocasiones el refuerzo del Ejército y la Guardia Nacional, argumentando que los cárteles estaban mejor armados que la policía municipal.
Su estilo frontal lo mantenía en riesgo permanente. Solicitó apoyo al gobierno federal, que apenas le asignó catorce elementos de la Guardia Nacional para su resguardo. Además, contaba con un pequeño grupo de protección personal que, el día de su asesinato, alcanzó a repeler el ataque, pero fue en vano.
Este crimen ha estremecido a la nación. En mis redes sociales, muchas personas me han expresado indignación, frustración y desesperanza. Me dicen que de nada sirven las frases de siempre: “condenamos los hechos” o “se hará justicia”, porque el daño ya está hecho y pronto habrá otra víctima. “Al que protesta, lo matan”, me escriben.
La vida y la lucha del alcalde de Uruapan no deben morir con él. Lo asesinaron para silenciar a todos, para infundir miedo y hacernos renunciar a la esperanza de que todavía es posible rescatar a México. Pero no podemos permitir que el miedo nos calle.
La batalla de Carlos fue por la libertad y la paz. Que su ímpetu nos inspire a continuar: exigiendo resultados a las autoridades, viviendo dentro del orden legal y haciendo lo mejor que nos corresponde desde donde estamos —en la sociedad, en el servicio público o en cualquier trinchera—.
Solo así honraremos su memoria. Solo así podremos romper el yugo de la delincuencia y recuperar la esperanza en nuestro país.

Senadora de la República