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La Navidad nos regresa a lo esencial

Por: Claudia Anaya Mota

Hay fechas que, más allá de creencias, religiones o costumbres familiares, conservan una fuerza simbólica capaz de detener el ritmo del mundo. La Navidad es una de ellas. Cada diciembre, cuando pareciera que ya nos acostumbramos a convivir con la prisa, las tensiones políticas, las presiones económicas y la desconfianza social, esta celebración regresa como una pausa necesaria. Una invitación —quizá la única verdaderamente universal— a mirarnos de nuevo, a reconocernos en nuestras vulnerabilidades y en nuestras posibilidades.
No importa si llegamos a este mes con el cansancio acumulado o con el ánimo de cerrar un buen año; diciembre tiene la peculiar capacidad de desplazarnos hacia el terreno de lo esencial. Aquí, lo importante no es una lista de pendientes ni los debates que animaron a la opinión pública durante meses, sino la vida que compartimos.
La Navidad es ese recordatorio anual de que nadie puede con todo a solas y de que seguir juntos, incluso con nuestras diferencias, sigue siendo la forma más probable —y más esperanzadora— de avanzar.
En tiempos en los que la conversación pública parece atrapada entre la polarización y el desencanto, hablar de unidad puede sonar muy tierno, pero pocas cosas resultan más urgentes. La unidad no significa uniformidad ni silencio; no supone estar de acuerdo en todo, ni renunciar a la crítica o a la exigencia social. La unidad a la que convoca la Navidad es otra: la que se construye desde el reconocimiento y aceptación de que es natural y positivo pensar distinto, pero ello no impide ni debe impedir que vivamos en las mismas calles, porque al final, todos, enfrentamos los mismos desafíos y deseamos internamente, vivir en un país más justo, más seguro y más digno.
En el ámbito familiar ocurre algo similar. La Navidad nos reúne en mesas donde conviven generaciones, historias difíciles, afectos profundos y heridas que a veces no terminamos de cerrar. Es un escenario complejo, pero también es un privilegio. Reunirse implica voluntad. Implica ceder, dialogar, resistir la tentación de quedarnos en la trinchera del orgullo. Implica, sobre todo, recordarnos que los vínculos que importan no son los que nunca fallan, sino los que se reparan.
Los hogares no son perfectos —ninguno lo es— pero son, para la mayoría, el primer espacio donde se aprende a escuchar y a ser escuchado, a compartir lo que se tiene, a reconciliarse cuando hace falta. En nuestros hogares, empiezamos a construir la sociedad que queremos: una que no renuncie al diálogo, una que no vea al otro como adversario permanente, una que entienda que las diferencias son inevitables, pero la convivencia es una decisión.
La Navidad, con su simbolismo de luz en medio de la oscuridad, también nos invita a sostener la esperanza. No una esperanza pasiva, sino una que se teje con responsabilidad. La esperanza que mira de frente los problemas —la desigualdad, la inseguridad, la violencia, la división— y aun así elige creer que podemos cambiarlo. La esperanza que sabe que el país no se reconstruye con buenos deseos, pero que tampoco avanza sin ellos.
Espero que en esta Navidad, cada uno de ustedes haya tenido la posibilidad de regresar a lo esencial: a la familia que nos sostiene, a la comunidad que nos acompaña y a la esperanza que nos impulsa, de no haber dejado la oportunidad de hacer esa pausa para continuar avanzando en equipo, en familia, pese a los enormes retos que nos presenta la realidad.

Senadora de la República