El baúl de las historias breves
por Adriana Cordero
El cuaderno bajo el azucarero
Donde nacen las palabras
No sabía si escribir contaba como una forma de vivir, pero era lo único que le daba sentido a los días en que el mundo parecía demasiado grande, demasiado ruido, demasiado.
No escribía por gusto, aunque le gustara.
No escribía por vocación, aunque muchos se lo hubieran creído.
Escribía porque no tenía otro modo de no romperse por dentro.
Había probado otras cosas: correr, tejer, ordenar cajones, hablar con amigas que hablaban más de sí que de lo que ella no decía. Pero nada aliviaba como lo hacía escribir. Y no de cualquier manera, no en cualquier parte.
Su rincón era la cocina.
Ahí, con la olla silbando a lo lejos, el reloj marcando minutos lentos y el olor leve del café mal hecho, sentía que podía vaciarse sin juicio. La mesa de madera gastada se convertía en su altar, y sobre ella ponía su único objeto sagrado: un cuaderno de tapas blandas que escondía debajo del azucarero, justo entre el azucarero y la pared, como quien esconde una cicatriz.
No escribía todos los días.
Solo cuando algo la dolía.
La tristeza era su musa. La rabia, su tinta.
No podía escribir alegre. No le salía. Cuando era feliz, vivía. Pero cuando estaba triste, observaba. Y en esa observación nacían frases, grietas, heridas con forma de oraciones.
La inspiración no llegaba como una idea brillante. Llegaba como un nudo en el pecho, como una noche sin dormir, como una frase que se repetía tanto en su cabeza que ya no sabía si la pensaba o la padecía.
Entonces iba a la cocina.
Ponía el agua. Sacaba el cuaderno. Respiraba hondo. Y escribía.
Escribía cartas que nunca enviaría. Recuerdos que solo se atrevería a revivir en tercera persona. Diálogos con fantasmas. Palabras que nunca le dijo a su madre. Discusiones que perdió por callar. Promesas que se hizo a sí misma y nunca cumplió.
No corregía. No releía.
Solo dejaba que las palabras salieran, como quien vomita lo que el alma ya no puede digerir.
A veces lloraba. A veces no.
A veces solo sentía un alivio raro, una especie de limpieza interior. Como si cada frase escrita barriera un rincón oscuro de su pecho.
Nunca se llamó escritora. No le gustaba la palabra. Sentía que le quedaba grande, como un vestido heredado que te obliga a caminar con cuidado.
Tampoco mostraba lo que escribía. Ni a amigas, ni a familiares, ni a extraños bienintencionados que decían “deberías publicar eso”. No. Sus textos eran suyos. No como posesión, sino como refugio. Nadie se mete en tu refugio. Nadie abre tus heridas sin tu permiso.
La idea de publicar le provocaba miedo. ¿Y si lo que escribía no era suficiente? ¿Y si lo leían y no sentían nada? ¿Y si lo que para ella era dolor real, para otros era solo literatura floja?
Entonces se decía que no escribía para gustar.
Escribía para limpiar.
Escribía para no irse. Para no perderse de sí misma.
Cada cuaderno era una etapa.
Cada etapa tenía un sabor.
Había un cuaderno que olía a divorcio. Otro que sabía a funeral. Otro más a cansancio, a años grises, a domingos de lluvia interminable. Y en todos, en cada hoja, había una verdad: ella estaba viva. Dolida, pero viva. Incomprendida, pero firme. Silenciosa, pero intensa.
A veces se preguntaba si alguien encontraría esos cuadernos algún día. Si alguien los leería y vería en ellos una historia. O peor: si los leerían y no verían nada. Si pasarían las páginas sin detenerse, como si fueran palabras vacías.
Pero luego pensaba que no importaba.
Escribir ya la había salvado.
Y eso, en el fondo, era todo lo que necesitaba.
Lo que el amor no salvó, lo escribió el papel
El divorcio no llegó como un trueno. Fue más bien una lluvia persistente que fue calando la casa entera sin que nadie lo notara. No hubo gritos, ni drama de película, ni puertas azotadas. Solo una conversación larga, agotada, donde cada frase era un intento torpe de no culpar al otro por haberse ido de a poco.
Esa noche no lloró. Ni frente a él, ni después. Se sentó en la cocina, con las manos vacías sobre la mesa, y se quedó ahí, como si esperara que alguien viniera a explicarle qué se hace con tanto silencio. El reloj colgado en la pared fue el único que no se inmutó. Tic-tac. Tic-tac. Ella respiraba lento, conteniendo el temblor, como si moverse fuera a romper lo poco que le quedaba en pie.
Entonces hizo lo único que sabía hacer cuando no sabía qué hacer: se levantó, caminó hacia el mueble donde estaban los frascos, levantó el azucarero y sacó el cuaderno. Lo abrió con las manos un poco frías y empezó a escribir. No buscó palabras lindas. No intentó formar frases completas. Solo volcó lo Un poco más liviana. No del todo. Pero al menos ya no sentía que el dolor le pesaba en el pecho como un ladrillo mojado.
Durante días repitió el mismo ritual. Se levantaba, desayunaba con mecánica tristeza, vivía como podía, y al caer la noche, volvía a la cocina. A ese cuaderno. A esa mesa. A ese silencio. Era su manera de sacar rápido lo que le quemaba por dentro para poder levantarse, al día siguiente, un poco más entera. Nunca del todo bien. Pero nueva. Y en aquellos días, eso era suficiente.
Escribía a mano. Con un bolígrafo azul que siempre dejaba junto al frutero. Le gustaba la sensación del papel, el trazo irregular de las emociones. Pero cuando el cuaderno comenzó a llenarse, y sintió que lo que había escrito tenía una forma, una historia, un corazón, se sentó una madrugada frente a su computadora y lo pasó todo en limpio. Tardó varias noches. Cambió poco. No editó con la cabeza. Solo transcribió desde el alma.
Guardó ese archivo bajo el nombre Lo que el amor no salvó. No pensaba publicarlo. Ni siquiera mostrarlo. Era suyo. Era su testimonio. No del amor perdido, sino de sí misma sobreviviendo. Y aunque nunca volvió a imprimirlo, ni leerlo entero, recordaba muchas de sus frases. Una de ellas, escrita una madrugada en medio de un insomnio feroz, decía:
“No me partió el divorcio. Me partió tener que explicármelo a mí misma y no saber cómo. Pero al escribirlo, lo entendí. Y al entenderlo, me volví a juntar pedazo por pedazo.”
No supo exactamente cuándo, pero dejó de escribir sobre él. Dejó de preguntarse si él también sufría, si también extrañaba. Ya no importaba. Porque lo que realmente la dolía era la versión de sí que se había quedado en esa historia. La mujer que preparaba dos tazas de café cada mañana. La que escribía cartas que no mandaba. La que sabía reírse en voz alta sin miedo. Esa mujer también se había ido. Y la que quedó, la que lloraba en la cocina con una mano sobre el cuaderno, apenas estaba aprendiendo a decir su propio nombre sin temblar.
que le ardía adentro. Lo escribió como se escupe algo amargo. Sin pausa, sin pulso, sin cuidado.
Esa noche el cuaderno fue su refugio. Su vómito. Su espejo. Lo llenó con pedazos de frases, con rabias que no había dicho, con culpas que no sabía si le correspondían. Y al cerrar la tapa, respiró.
Pero ahí estaba. Página a página.
Sosteniéndose.
Ese libro que no quiso nacer
Hay dolores que no avisan. Que no hacen ruido al llegar. Que no vienen vestidos de tragedia, ni con finales dramáticos. Son silenciosos, casi elegantes. Se sientan contigo a la mesa, te acompañan al supermercado, se meten en tu cama. Y cuando los reconoces, ya están dentro de ti, como raíces viejas.
Ese fue el dolor de aquella separación. No por él —ese hombre con el que compartió risas, días, y silencios incómodos—, sino por lo que esa ruptura le reveló. Fue como encender la luz de una habitación que llevaba años cerrada. El polvo no estaba solo en los muebles. Estaba dentro de ella.
Ella lo recordó una noche de diciembre, mientras revolvía una cucharada de azúcar en su taza de té. El cuaderno, como siempre, bajo el azucarero. Y de pronto, la imagen de ese día: la maleta sobre la cama, el sonido metálico de la cremallera cerrándose, y una frase que él dijo sin mirarla: “No sé si alguna vez fuiste feliz conmigo.”
Ella no respondió. No porque no tuviera qué decir, sino porque en ese momento lo entendió todo. No era tristeza lo que sentía. Era desamparo. La sensación de haber estado ausente incluso cuando sonreía. De haberse acompañado de alguien solo para no acompañarse a sí misma.
Esa noche no escribió. No pudo. Estuvo sentada durante horas, con la pluma en la mano y el corazón latiendo tan despacio que parecía detenerse. No lloró. Ni gritó. Solo sintió. Y eso fue más violento que cualquier ruptura.
Pasaron tres noches hasta que las palabras comenzaron a aparecer. No llegaron como siempre. No eran fluidas ni dulces. Eran torpes, crudas, como heridas recién abiertas. Cada frase le dolía. Cada línea era un espejo.
Ese libro no se tituló. Era imposible ponerle nombre. Era como intentar bautizar el silencio o etiquetar la ausencia. Lo escribió en un cuaderno de tapas negras, sin adornos, sin prólogos. No narraba la historia de un amor perdido. Narraba su propia caída. La pérdida de sí misma. La forma en que se había ido borrando poco a poco para encajar en una vida que nunca fue suya.
Escribió sobre las veces que fingió. Sobre las carcajadas que no nacieron del alma. Sobre cómo decoraba la casa con flores cada viernes para convencerse de que todavía había vida. Sobre cómo, una madrugada, se vio al espejo y no reconoció sus propios ojos.
Fue el único libro que la hizo temblar.
El único que, al terminarlo, no pudo guardar. Lo envolvió en papel de estraza, lo metió en una caja y lo escondió en el fondo del armario, donde ni ella misma pudiera alcanzarlo con facilidad.
“Algún día lo leeré”, se dijo.
Pero mentía.
Sabía que no lo haría. Porque ese libro no nació para ser leído. Nació para ser escrito. Para sacar fuera ese dolor sin nombre, esa pérdida que no tenía rostro, esa verdad incómoda: que a veces, lo que más duele no es perder a alguien. Es descubrir cuánto te perdiste a ti misma en el intento de ser querida.
fin