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El baúl de las historias breves
por Adriana Cordero

CORAZONES QUE NO DUERMEN

Madrugadas sin nombre
La ciudad dormía envuelta en su propio murmullo lejano, como si el mundo respirara en un suspiro prolongado. Las luces de los edificios parpadeaban de forma intermitente, como si quisieran cerrarle los ojos a una ciudad que ya no tenía prisa. Pero Emilia no dormía. No podía. No quería. Sentada en el escritorio de la clínica, con los ojos fijos en la pantalla del monitor, repasaba por cuarta vez un informe médico que ya conocía de memoria. Los datos no cambiaban, pero seguir leyéndolos le daba la excusa perfecta para no volver a su departamento… ese espacio que, desde hacía siete meses, no sabía a hogar.
Allí, entre los pasillos silenciosos y el tenue zumbido de las luces fluorescentes, el tiempo parecía suspenderse. A veces creía escuchar la voz de su padre en algún eco malintencionado, o el crujido de sus pasos al final del pasillo. Pero no era él. Solo era el silencio burlándose de su memoria.
Dejó el informe sobre el escritorio y se puso de pie con un suspiro contenido. Se recogió el cabello en una coleta desordenada, se ajustó el abrigo y salió. No sabía a dónde iba, pero sus pies ya conocían el camino.
Caminó por calles húmedas de rocío, sin mirar el reloj. Las avenidas estaban casi desiertas, salvo por uno que otro taxi o el sonido lejano de una patrulla pasando. El aire era fresco y olía a tierra mojada, a asfalto limpio por la brisa nocturna. Había algo en esas horas que dolía y al mismo tiempo sanaba: la ciudad sin gente se parecía a ella.
Finalmente llegó a la cafetería. La había descubierto semanas atrás, por casualidad, una de esas noches en que el insomnio no tenía compasión. Desde entonces, era su rincón secreto, su refugio.
Entró. El leve tintineo de la campanilla sobre la puerta rompió el silencio como una aguja en un globo. El aroma del café recién hecho le golpeó con la familiaridad de un abrazo que uno no sabe si aceptar o rechazar. Había luz cálida, madera envejecida y música suave de fondo, casi como un susurro. Todo seguía igual.
Pidió lo de siempre: café negro, sin azúcar. No por placer, sino por costumbre. Lo amargo la mantenía despierta. Era como una confirmación de que todavía sentía algo, que no se había adormecido del todo. Se sentó cerca de la ventana, donde las luces de la calle creaban sombras movedizas sobre el suelo de baldosas.
Entonces lo vio. Un hombre, solo, en la mesa del fondo. Tenía papeles regados como hojas caídas en otoño. Parecía concentrado, o tal vez solo absorto. Sus dedos tamborileaban contra una taza de porcelana. En un instante breve, como si la intuición lo avisara, levantó la vista y la miró. No fue una mirada cualquiera: fue una de esas que reconocen. Que dicen “yo también estoy despierto”. Le sonrió apenas, sin dientes, solo un gesto leve de quien no tiene prisa.
Ella no respondió la sonrisa, pero tampoco miró hacia otro lado. Y así, sin palabras, dos almas que no dormían compartieron un instante. Uno de esos que parecen pequeños, pero que después uno recuerda durante años

El abogado del silencio
La ciudad dormía envuelta en su propio murmullo lejano, como si el mundo respirara en un suspiro prolongado. Las luces de los edificios parpadeaban de forma intermitente, como si quisieran cerrarle los ojos a una ciudad que ya no tenía prisa. Pero Emilia no dormía. No podía. No quería. Sentada en el escritorio de la clínica, con los ojos fijos en la pantalla del monitor, repasaba por cuarta vez un informe médico que ya conocía de memoria. Los datos no cambiaban, pero seguir leyéndolos le daba la excusa perfecta para no volver a su departamento… ese espacio que, desde hacía siete meses, no sabía a hogar.
Allí, entre los pasillos silenciosos y el tenue zumbido de las luces fluorescentes, el tiempo parecía suspenderse. A veces creía escuchar la voz de su padre en algún eco malintencionado, o el crujido de sus pasos al final del pasillo. Pero no era él. Solo era el silencio burlándose de su memoria.
Dejó el informe sobre el escritorio y se puso de pie con un suspiro contenido. Se recogió el cabello en una coleta desordenada, se ajustó el abrigo y salió. No sabía a dónde iba, pero sus pies ya conocían el camino.
Caminó por calles húmedas de rocío, sin mirar el reloj. Las avenidas estaban casi desiertas, salvo por uno que otro taxi o el sonido lejano de una patrulla pasando. El aire era fresco y olía a tierra mojada, a asfalto limpio por la brisa nocturna. Había algo en esas horas que dolía y al mismo tiempo sanaba: la ciudad sin gente se parecía a ella.
Finalmente llegó a la cafetería. La había descubierto semanas atrás, por casualidad, una de esas noches en que el insomnio no tenía compasión. Desde entonces, era su rincón secreto, su refugio.
Entró. El leve tintineo de la campanilla sobre la puerta rompió el silencio como una aguja en un globo. El aroma del café recién hecho le golpeó con la familiaridad de un abrazo que uno no sabe si aceptar o rechazar. Había luz cálida, madera envejecida y música suave de fondo, casi como un susurro. Todo seguía igual.
Pidió lo de siempre: café negro, sin azúcar. No por placer, sino por costumbre. Lo amargo la mantenía despierta. Era como una confirmación de que todavía sentía algo, que no se había adormecido del todo. Se sentó cerca de la ventana, donde las luces de la calle creaban sombras movedizas sobre el suelo de baldosas.
Entonces lo vio. Un hombre, solo, en la mesa del fondo. Tenía papeles regados como hojas caídas en otoño. Parecía concentrado, o tal vez solo absorto. Sus dedos tamborileaban contra una taza de porcelana. En un instante breve, como si la intuición lo avisara, levantó la vista y la miró. No fue una mirada cualquiera: fue una de esas que reconocen. Que dicen “yo también estoy despierto”. Le sonrió apenas, sin dientes, solo un gesto leve de quien no tiene prisa.
Ella no respondió la sonrisa, pero tampoco miró hacia otro lado.
Y así, sin palabras, dos almas que no dormían compartieron un instante. Uno de esos que parecen pequeños, pero que después uno recuerda durante años

Lo que no se dice
Las noches comenzaron a parecerse entre sí. No por repetitivas, sino por familiares. Emilia y Julián coincidían sin avisarse, como si ambos supieran que el insomnio del otro necesitaba compañía. Elegían siempre la misma mesa, junto al ventanal empañado, donde la luz cálida del local hacía menos dura la sombra de sus recuerdos.
Las primeras conversaciones eran ligeras, como quien tantea el agua antes de meterse. Hablaron de libros que los habían marcado, películas que no terminaban bien, y del tráfico insoportable que a veces parecía más cruel que la vida misma. Reían poco, pero se escuchaban mucho.
Una noche, sin preámbulos, Emilia bajó la mirada hacia su taza y dejó escapar lo que llevaba atragantado hacía meses.
—Mi padre murió hace siete meses. Era médico… como yo. Me enseñó a ser fuerte, a tomar decisiones rápidas, a no flaquear. Pero nadie me enseñó qué hacer con la tristeza cuando se instala —dijo, con una calma que dolía más que cualquier llanto.
Julián no respondió de inmediato. Solo asintió, despacio. Luego, como si algo se rompiera dentro de él también, habló.
—Perdí un caso importante hace unos años. Un hombre inocente terminó en prisión por mi culpa. No por error... sino por miedo. No dormí bien desde entonces. Al principio me castigaba. Luego, simplemente, aprendí a no cerrar los ojos.
No buscaron consuelo en palabras vacías. Ninguno dijo "lo siento", ni intentó suavizar el dolor del otro. Sabían que a veces lo más valiente no es consolar, sino estar ahí.
Y en ese pequeño rincón del mundo, rodeados de tazas medio llenas y luces tenues, comenzaron a sanar. No por lo que se decían, sino por todo lo que se permitían no decir.
Una noche sin ella
La mesa junto a la ventana estaba vacía. Julián llegó a la cafetería como cada noche, puntual en su costumbre de no tener costumbres, salvo esa: esperarla. Pidió el mismo café, se sentó en el mismo lugar, pero esa noche no hubo intercambio de miradas, ni murmullos compartidos. Emilia no apareció. Pensó que tal vez habría tenido una guardia larga o que, por fin, había logrado dormir. Pero algo en su pecho se tensó, un nudo sordo que no supo explicar. La segunda noche también fue ausencia. Y la tercera. Ya no fingía leer ni traía papeles. Solo miraba hacia la puerta cada vez que alguien entraba. Pero no era ella. Hasta que en la cuarta noche, cuando ya no esperaba nada, la vio. Emilia cruzó la puerta con pasos lentos y una expresión distinta. Los ojos hinchados de tanto llorar contrastaban con una leve sonrisa que parecía recién nacida. Se sentó frente a él sin ceremonias y dijo: "Fui al cementerio… por fin. Llevé flores. Y lloré. Mucho. Pero no me escondí esta vez". Julián no dijo nada. Solo escuchó. Luego extendió su mano y tomó la de ella, con una firmeza silenciosa que no necesitaba permiso. "Tal vez ahora puedas dormir", murmuró. Emilia lo miró con algo parecido a gratitud, pero más profundo. "Tal vez. Pero no esta noche. Esta noche quiero estar aquí". Y esa noche, sin saberlo, fue la primera vez que su soledad se sintió compartida del todo.
Donde duermen los insomnios
La cafetería cambió de dueño. Nuevas reglas, nuevos horarios. Ya no abría toda la noche, y las madrugadas comenzaron a cerrar sus puertas antes de tiempo. La noticia no los sorprendió, pero dolió como duelen los lugares que se vuelven parte de uno. Aquella última noche llegaron como siempre, aunque algo en el aire anunciaba que todo estaba por transformarse. Julián llevaba una carpeta bajo el brazo, pero esta vez no contenía papeles. Era solo un símbolo, quizás, del final de una etapa. Cuando se sentaron, la dejó a un lado y dijo, casi sin rodeos: "Cerré el estudio. Me ofrecieron un trabajo en una oficina legal, horario de día… y lo acepté". Emilia parpadeó, sorprendida, como si no lo hubiera imaginado posible. "¿Y tus noches?", preguntó sin ironía, más por curiosidad que por nostalgia. Julián la miró directo, sin desvíos. "Ya no las necesito como antes. No si tú estás en mis días". Ella no respondió enseguida, pero algo en su rostro cambió. Una sonrisa leve, honesta, como un amanecer tímido tras semanas de lluvia. No hubo promesas. No hubo finales dramáticos. Solo la certeza compartida de que, al menos por ahora, ya no estaban rotos. Esa madrugada salieron juntos de la cafetería, sin prisa. Caminaban despacio, sin necesidad de hablar. El silencio entre ellos ya no era pesado, sino cómodo. Como si por fin, después de tanto andar, ambos hubieran encontrado un lugar donde descansar. Y aunque no lo dijeron en voz alta, sabían que esa noche, por primera vez en mucho tiempo, sus corazones dormirían tranquilos.
Fin