Ricardo Monreal Ávila
Soltando al tigre…
Buena parte de la población mexicana de principios del siglo XX manifestó su descontento hacia la administración de Porfirio Díaz, en parte por la falta de procesos democráticos en el país, pero en mayor medida por las grandes desigualdades sociales auspiciadas durante el porfiriato; el excesivo acaparamiento de tierras y el constante despojo por parte del grueso de latifundistas nacionales y extranjeros; así como los abusos que se permitían en contra de obreros de las primeras industrias en México, fueron parte de las causas que paulatinamente se acumularon y que sólo esperaron un chispazo para detonar estrepitosamente en noviembre de 1910.
Durante el porfiriato se vivió un gran auge económico, resultado de la inversión privada mexicana y foránea en áreas productivas de gran importancia, como la minería, así como la naciente industria petrolera; asimismo, se auspició el establecimiento de un gran número de empresas maquiladoras dentro del país; por otro lado, la actividad agrícola tuvo un desarrollo sin precedentes. No obstante, la distribución desigual de la riqueza y las condiciones de trabajo a las que fueron sometidos los trabajadores del campo y de la naciente industria, abonaron para que la lucha social a través de las armas se prolongara por casi una década.
El estallido de 1910 no se puede explicar si no se conoce la situación política, social y económica que precedió a esa movilización social. El desgaste político, sobre todo en cuestión de legitimidad del longevo gobierno de Díaz, fue una causa importante del descontento social entre diversos sectores críticos al régimen, pero para el empresarial y el de la industria agrícola —beneficiarios directos de las políticas en materia económica establecidas durante ese periodo—, no representaba mayor problema el modelo porfirista de estabilidad económica, a través de su proyecto de industrialización de largo alcance.
Recuérdese que antes de que estallara el conflicto armado se dieron importantes huelgas: la de los obreros de la fábrica textil de Río Blanco, el 7 de enero de 1907, y siete meses antes, la de los obreros de una mina de cobre en Cananea, en el estado de Sonora; estos movimientos pusieron en evidencia las precarias condiciones laborales que imperaban durante el desarrollo industrial que se buscó implementar en el país.
Cuando Madero promulgó el Plan de San Luis, en octubre de 1910, convocando al camino de las armas, existían ya las condiciones, sobre todo de carácter social, para que aquel llamado hiciera eco entre los más desfavorecidos, y aquellos afectados por la apabullante industrialización del país.
A más de cien años de distancia de la primera revolución social de América Latina, se puede comprender que no fue la necesidad de democratización del país lo que impulsó de manera definitiva a obreros, y mayoritariamente a campesinos, a tomar el camino de las armas, con el fin de lograr un cambio sustancial en su calidad de vida, sino la búsqueda de justicia social para poder satisfacer sus necesidades más elementales. La intensidad del movimiento convocado por Madero fue tal, que un régimen mantenido en pie durante treinta años cayó en tan sólo seis meses.
Díaz presentó su renuncia el 25 de mayo de 1910, luego de que las fuerzas revolucionarias se alzaran con la victoria en Ciudad Juárez unos días antes. El 31 de mayo, el general se embarcó en el Puerto de Veracruz rumbo al exilio en Francia, de donde ya no regresó. No obstante, se cuenta que antes de zarpar hizo una declaración un tanto singular acerca de la capacidad de conciliación política y social: “Madero ha soltado al tigre, a ver si puede domarlo.”
Como bien se sabe, tuvo que pasar más de un lustro para que la situación social en el país se encauzara; Madero no pudo contener el boyante movimiento, y terminó asesinado, al final de la Decena Trágica en febrero de 1913.
Hoy, como entonces, en México se erige de nueva cuenta el fantasma de la desigualdad y la injusticia social; se puede percibir un descontento en buena parte de la población respecto a las acciones de los regímenes que se han alternado la administración federal, a casi dos décadas de haber comenzado el siglo XXI.
No sólo se trata del problema endémico de la corrupción en todos los órdenes de gobierno, sino de un ambiente en el cual imperan la inseguridad, la pobreza, la sensación de frustración; presenciamos una crisis sistémica en nuestro país que afecta la calidad de vida de todas las personas, debido, en buena parte, a la impunidad que necesariamente ha incrementado la violencia, y a las reformas y políticas públicas que han acelerado la pauperización del poder adquisitivo, entre otros factores.
No hace falta ser analista social para darse cuenta de que buena parte de la ciudadanía mexicana está muy molesta por el trato que ha recibido de sus representantes políticos. Las redes sociales son algunos de los espacios en donde este descontento se expresa más marcadamente, y donde se hace mofa de la clase política que ha ostentado el poder durante las últimas décadas. Los hombres y mujeres de este país vuelcan su impotencia a través de las tecnologías de la información y la comunicación; sin embargo, no olvidemos que también se han dado ya algunas manifestaciones violentas en distintas ciudades o municipios mexicanos.
Hace unos días, Andrés Manuel López Obrador expresó un comentario, en la Convención Nacional Bancaria, que llamó la atención de los medios de comunicación y desató un cúmulo de reacciones entre propios y extraños. El candidato de la coalición “Juntos Haremos Historia” refirió que si en los próximos comicios se concretaba un fraude electoral, se “soltaría un tigre”, y que él no haría nada para detenerlo.
Los problemas que precipitaron la Revolución mexicana, hace ya más de cien años, se agudizaron por un fraude electoral que preveía mantener en el poder a Porfirio Díaz. Y actualmente se puede percibir la similitud entre aquel general y la vetusta cúpula política de hoy que simula aires de modernidad y de novedad, pero cuyo compromiso está con la reacción, con el statu quo. Se resiste a soltar el poder, valiéndose incluso de prácticas ilícitas en los procesos electorales, todas ellas del dominio público, y de rechazo generalizado.
Así, en el comentario de Andrés Manuel se puede vislumbrar que al “tigre” lo han estado soltando desde hace algún tiempo; pero, ciertamente, no va a ser él quien le abra la jaula.