Dr. Ricardo Monreal A.
Un simbólico inicio de gobierno
El 1 de diciembre, en el contexto del cambio de poderes, se llevó a cabo la toma de protesta de Andrés Manuel López Obrador como presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos. Fue un evento colmado de situaciones que evidencian el enorme bono de legitimidad y reconocimiento social del que goza el hoy mandatario nacional; un fenómeno nunca visto en los gobiernos de los últimos treinta y cuatro años. Lo que aconteció aquel día fue algo más que el relevo en el Poder Ejecutivo federal.
La cercanía del actual mandatario con las personas gobernadas es inusitada. Desde el momento en que salió de su casa rumbo al Palacio Legislativo de San Lázaro, sin el suntuoso convoy de camionetas de lujo al que estaban acostumbrados sus antecesores, se pudo apreciar la voluntad del jefe de Estado por mantener siempre el contacto con la población. Asimismo, se pudo observar cómo cientos de personas salieron a las calles para saludarlo efusivamente en su trayecto, aprovechando para expresarle sus mejores deseos, pero también, de acuerdo con las palabras del propio presidente, para recordarle el amplio compromiso que el actual gobierno tiene con México: no hay derecho a fallar.
La más importante plaza pública del país, repleta de miles de mexicanas y mexicanos esperanzados en un cambio radical en beneficio de la colectividad, fue el escenario idóneo para presenciar la construcción simbólica de la imagen del actual titular del Ejecutivo, delineada a lo largo de los años en los que se situó del lado de la oposición política; hombro con hombro con la gente menos privilegiada.
En ese marco, el ahora jefe de Estado hizo la presentación de las 100 acciones de Gobierno en que resume las rutas a seguir para dar atención a los problemas que su administración enfrentará de manera prioritaria, como respuesta a la crisis generalizada, resultado de los desastrosos gobiernos de las últimas décadas.
¿De qué manera percibe la mayoría de la población al nuevo presidente? Como un jefe de Estado que lo mismo se puede sentar al lado de un integrante de la realeza europea, que más tarde comer con representantes de las minorías autóctonas del país, las cuales, en los discursos y acciones de los recientes gobiernos fueron prácticamente olvidadas, condenadas a la marginación, así como al sometimiento de las élites con capacidad económica, y desplazadas de sus lugares de origen. En este sentido, el acompañamiento de representantes de las comunidades indígenas en el templete del Zócalo el 1 de diciembre es un claro reflejo de la preeminencia que tendrán nuestros pueblos originarios para el nuevo Gobierno.
El Bastón de Mando que le otorgaron al presidente representantes de 68 pueblos indígenas en el Zócalo de la Ciudad de México tiene un significado muy especial. El simbólico objeto encarna la confianza, el apoyo moral y el reconocimiento a la figura de autoridad a la que se le entrega. La investidura de Andrés Manuel López Obrador es la primera en la historia reciente de nuestro país en la que tienen un lugar primordial los pueblos autóctonos de México, los cuales pidieron ser tomados en cuenta por la nueva administración gubernamental. Legitimidad es lo que simbólicamente recibió en las manos el nuevo mandatario; confianza y respaldo para el manejo de la administración pública dentro de su gestión.
Asimismo, no se puede negar el impacto e impresión que despertó en propios y extraños el hecho de que el primer mandatario se arrodillase frente al lamento de un líder indígena que le entregaba, entre sollozos, una cruz blanca con un Cristo negro. Para algunas personas eso representó la flagrante violación a la laicidad del Estado mexicano, estipulada en nuestra Carta Magna; para una gran mayoría, ese evento puso de manifiesto una relación entre pares, que eran el centro de atención en ese momento. No había vallas, ni distinción de clases; en la escena se contemplaba a dos personajes en condiciones de igualdad, despojados de estratos o jerarquías, y concentrados en el enorme simbolismo que emergía de la coyuntura espacio-temporal.
¿En qué momento de la historia reciente de nuestro país se había dado un cambio de poderes semejante a la que atestiguamos el 1 de diciembre pasado? ¿Cuándo antes un presidente había gozado de tanta legitimidad? Simplemente fue asombrosa la reacción de una ciudadanía que, en lugar de salir a las calles a repudiar la imposición de un gobernante o las consecuencias de un fraude electoral, se apostó en la plaza más importante del país, en medio de vivas, alegrías, risas, cánticos, en un día en que la victoria obtenida en las urnas meses atrás se saboreaba como propia.
No se trató de una celebración a puerta cerrada, privada y fuertemente resguardada por dispositivos de seguridad, como a las que estaban acostumbradas las élites que se habían apoderado completamente del poder político y económico del país; el evento en el Zócalo fue la fiesta de todas y todos: la fiesta de un pueblo deseoso, no de un gobierno de alternancia política, sino de un cambio profundo.
¿En qué radica la vasta legitimidad con la que arranca el sexenio que sentará las bases para una cuarta transformación? Precisamente en la capacidad de identificación que el ciudadano común tiene en relación con sus nuevos gobernantes, quienes conducirán al país por una ruta distinta a la marcada por la mafia del poder; pero también en el hecho de saber que ese gobierno es obra suya, producto de su voto libre y secreto depositado en las urnas, así como de su renovado entusiasmo por la participación política.
Lo que atestiguamos en este inicio de gobierno no fue únicamente el cambio de un presidente por otro, sino el revuelo de la esperanza por que las cosas mejoren significativamente, sobre todo para las inmensas mayorías que se han visto poco favorecidas por las políticas económicas neoliberales, potenciadas negativamente por la impunidad y corrupción. o de México, es una obligación histórica que asumimos quienes buscamos generar una transformación real en el país, con el más amplio compromiso y responsabilidad.
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