Por Ricardo Monreal Ávila
Desde el año 2018, el mundo en que vivimos comenzó a manifestar cambios que anunciaban una escalada de disputas y un eventual reacomodo del control de la supremacía económica a nivel global.
Las tensiones entre China y Estados Unidos de América se tradujeron en una guerra comercial que ha afectado de manera considerable la economía internacional, lo que ha generado una serie de incertidumbres y preocupaciones, sobre todo para economías dependientes como la nuestra: la Unión Americana es nuestro socio comercial más importante.
En este contexto comercial beligerante se incrustaron la competencia y la disputa tecnológicas por el control de la banda 5G: un paso más en el desarrollo de las telecomunicaciones y los servicios por internet, caracterizado por la eficiencia en la transmisión y el consumo de datos.
El COVID-19 irrumpió en medio de esta situación ríspida entre Estados Unidos de América, nación hegemónica desde la segunda mitad del siglo XX y hasta la actualidad, y China, el gigante asiático que lleva una década con un crecimiento promedio anual del 6 por ciento del PIB y cuyo desarrollo ha retado el dominio estadounidense de una manera inusitada desde que cayera el muro de Berlín a finales de la década de los ochenta del siglo pasado.
La actual pandemia, como las anteriores que han tenido lugar a lo largo de la historia de la humanidad, además de ser altamente destructivas y de cobrar una ingente cantidad de vidas, dejan a su paso cambios radicales en el escenario económico y el político.
La “plaga de Justiniano”, en el siglo VI después de Cristo, contribuyó al derrumbamiento el imperio romano; ocho siglos después, la peste negra, iniciada en Asia e importada hacia Europa occidental por Italia, gracias al comercio marítimo, se cobró la vida del mayor número de personas a causa de una pandemia (decenas de millones de personas) y además precipitó la decadencia del sistema económico feudal.
Por otro lado, la “gripe española”, acaecida a finales de la segunda década del siglo pasado, anticipó el inicio del nuevo orden económico mundial: el neoliberalismo, que se concretó hasta la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), con los acuerdos de Breton Woods, impulsados a su vez por la Gran Depresión de 1929.
No es posible dejar de lado esas experiencias previas; se debe puntualizar que hoy estamos presenciando un ciclo de crisis sistémica, con marcados efectos en el aspecto financiero comercial y en el sanitario, la cual, una vez atravesada la etapa más álgida, nos dejará un nuevo orden a nivel global.
No obstante, por el momento sería aventurado vaticinar los resultados que, a nivel internacional, dejará la pandemia; lo cierto es que el neoliberalismo articulado por el binomio Reagan-Thatcher quizá ya no tenga la misma fuerza: el mercado no puede, por sí mismo, hacerse cargo de la economía de los países, por la inestabilidad que se ha hecho patente de nueva cuenta.
A pesar de no saber con seguridad hacia dónde estamos yendo, existen destellos de lo que se podría esperar para el futuro más cercano. El lunes pasado, China anunció la decisión de abandonar el patrón dólar en los intercambios comerciales, para dar paso al establecimiento de una moneda digital: el e-RMB.
Además de ello, Beijing anunció la intención de (próximamente, y debido a la pandemia iniciada en su territorio) abandonar el uso del papel moneda, para dar paso a una moneda electrónica, lo que, sin duda, marcará un hito en la dinámica económica global.
Las decisiones de China podrían repercutir invariablemente en el mercado internacional, y por supuesto que Estados Unidos de América estará observando atentamente el hecho de que su moneda ya no será utilizada por el gigante asiático para sus diferentes transacciones.
Además de las transformaciones en el escenario geopolítico, también se puede esperar un cambio radical en la estructura de las políticas económicas implementadas al interior de los Estados, significando una mayor participación de éstos en la regulación del sistema financiero, en la actividad económica y en los diferentes esquemas de inversión pública.
Sin embargo, no presenciaremos —por lo menos no de manera inmediata— el término o el abandono de los procesos globalizadores que se venían auspiciando desde hace décadas en occidente; quizá éstos sean retomados con diferente matiz por el gigante asiático o tal vez se propenda a su abandono; ésa es una incógnita que se resolverá en los años venideros.
Nuestro país puede encontrar ventanas de oportunidad en este contexto de crisis sanitaria y aprender de las experiencias que han dejado otras naciones, apoyándose en el uso de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) para enfrentar la emergencia que ha paralizado a medio planeta.
En cuanto pase este vendaval, México tiene que invertir más en innovación, investigación y en el desarrollo de las TIC, pues éstas ya han probado su eficacia para enfrentar las condiciones propias de este siglo XXI; ha quedado demostrada también la utilidad de la innovación tecnológica en los ámbitos educativo, económico, laboral y cultural, pero, además, para la atención de emergencias sanitarias.
Es así que, el diagnóstico temprano, la operación de Contact Centers, la movilidad de personas y objetos por medio de aplicaciones, pasando por el uso de drones de vigilancia epidemiológica y hasta la proyección de modelos matemáticos de contención, que se relacionan con el Big Data, el internet de las cosas, o la inteligencia artificial, representan un gran potencial que se hace exponencial con la llegada de la banda 5G, hoy en disputa por las dos grandes potencias del globo.
México puede encontrar ventajas sin parangón en estos elementos que subyacen a las dinámicas de cambio, por lo que resulta necesaria la inversión pública y privada en estos campos; si se quiere transitar a una auténtica soberanía e independencia, se debe considerar no sólo la cuestión alimentaria y económica, sino además la tecnológica.
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