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“EL DÍA QUE TODOS NOS QUEDAMOS VIENDO (A NOSOTROS MISMOS)” segunda parte

Por LA MADA (Magdalena Edith Carrillo Mendívil)

www.lamaddalenaedi.blogspot.com

Eran tiempos de recodar, de acomodarse plácidamente en el cojín de los recuerdos, de los buenos recuerdos, los malos llegan solitos, sin invocarlos y generalmente nos agarran en una posición bastante incómoda.

Sin forzar nada los buenos recuerdos comenzaron a llegar, como esa sensación que le provocaba el mar, esa lejana sensación  de escuchar las olas y ver los brillitos del Sol chocar sobre el agua, esa espuma tan blanca que dejaban  las olas sobre la arena era la misma que ella continuaba persiguiendo en sus mejores sueños… la arena también brillaba, todo brillaba en esos recuerdos que tenía del mar, esas lejanas sensaciones que por alguna razón ya no percibía cuando visitaba el mar… ¿Sería acaso que se había desconectado de ella misma? Respiró profundamente y ansío con todas sus fuerzas volver a  ver el mar… y sentirlo, como lo sentía antes de perderse a ella  misma.

Amelia descubrió que le importaba más ser ella, con todo y todo  lo imperfecta que pudiese parecer, a ser aceptada por otros. Bien o mal se mantuvo firme y decidida a pensar por ella misma. Bloqueó a algunas personas, puso acceso restringido a otras y a otras las dejó en visto, y no me refiero a acciones ejecutadas en las redes sociales sino en acciones realizadas desde su corazón conectado en red con su cerebro y su espíritu, dónde fuese que este se encontrase. Al principio sintió un  piquetito en el corazón y descubrió que ese piquete era una alerta, esa alerta que aunque siempre se le activó  a veces no  le hizo caso: la alerta del amor y respeto a sí misma. Ahora Amelia dejó su corazón abierto a quien quisiese entrar, quitándose los zapatos y lavándose previamente las manos. Se tatuó en la arteria aorta: “En la diversidad se da el respeto”.

Revisó la  reserva de vino, no quedaba mucho, generalmente nunca había mucho. Vio una botella de whisky y trató de recordar como había llegado ahí, quedaba justo para ella, la vació y la canica le trajo más recuerdos, ese sonido  de la caniquita intentando desesperadamente  salir de la botella le trajo la cara de su padre y se le vinieron unos acordes del Piporro, de pronto su casa vacía se llenó de gente nuevamente, se llenó de música y volvió a ver la puerta principal abierta de par en par y gente entrando y saliendo, riendo, platicando. Se quedó pensando en la  delgada línea que dividía  ese pasado bullicioso  con su  ahora tan  silente presente.

Eran tiempos de sacar y ordenar, parecía regla general, esos objetos tiránicos que habían tomado posesión de sus espacios y habían establecido una dictadura por años tendrían que ser derrocados, es decir, donados o de plano tirados a la basura. No terminaba, todo se multiplicaba, era como una confabulación vengativa de todas esas cosas que se negaban a ceder espacio. Había una bolsa de traje al fondo del closet, una bolsa negra que veía regularmente  y la pasaba de largo, era ya tiempo de que esa bolsa y  ella se vieran las caras. Sacudió ese polvito fino que  se junta sobre los  objetos que no se mueven mucho, la abrió  y de ella salieron burbujas de colores pastel y un paquetito de  sueños y expectativas, ahí  estaba envuelto de inocencia su vestido de quince años. La bolsa negra le dio una cachetada a su corazón y este partió  en pedacitos que volaron a aquella noche donde Amelia  se sentía más feliz que ninguna y sin saberlo, era  más bonita que cualquiera (parafraseando  a Sabina). En ese momento, después de días volvió a ver su  cara reflejada en un  espejo, al primer momento  se desconcertó, no era la misma persona que había iniciado la cuarentena, casi no  se reconoció pero pudo  reconocer a esa adolescente llena de miedo y preguntas en esa cara que ahora estaba adornada  con marcas al lados  de los ojos, ahora sus ojos también sonreían.

Se acostó tan cansada de haber  viajado a pie por el camino  de los  recuerdos, de su  propio ser, a veces esos paseos dentro de uno mismo son más agotadores. Lloró por  los ausentes, lloró  por  los que nunca estuvieron presentes, lloró por sus propias ausencias, lloró por alejarse de ella misma  y  lloró emocionada por el reencuentro. Durmió  y parece ser que  no soñó,  está vez no hubo pesadillas, su mente estaba rebobinando nuevas narrativas donde ella, Amelia, sería el personaje principal.

Por primera vez en muchos años se despertó con el piar de los pájaros, algo le picaba en la cara, era su cabello que por fin había crecido. Se lo trenzo y  salió, como si fuese su primera vez, feliz a la calle.

Fin de la segunda parte y  última… esperando, aprendiendo, creciendo.