La Manzana Flechada
Un universo natural
Martha Chapa
Es verdad, somos lo que comemos. Lo somos en un sentido físico, pero también –y no en medida menor– en uno simbólico, cultural. Las mujeres y los hombres hemos interpretado a lo largo de los siglos los elementos y bienes naturales para dotarlos de significados múltiples que los enriquecen; al mismo tiempo, ellos iluminan nuestra existencia merced a su sabrosura, sus tesoros nutritivos, su apariencia y también, por qué no, a sus misterios.
Es un fruto perfecto, acabado. Una sola de ellas es un universo completo: la manzana.
Antes de que la sociedad se tornase eminentemente consumista, las mujeres y los hombres solían dar como obsequios cariñosos y respetuosos para sus seres queridos, nada menos que estos mundos enteros.
El galán entregaba una flor a la mujer amada, y ella la recibía y la conservaba con emoción y gratitud para luego –una vez que se hubiera secado– guardar los pétalos entre las páginas de su libro predilecto. Las mujeres preparaban con esmero y sabiduría algún platillo.
Los niños, por su parte, según la tradición, acostumbraban ofrecer a sus maestras y maestros una manzana que recogían del propio huerto familiar o que compraban comedidos en el mercado. Con toda seguridad, el educador agradecía tal presente con una satisfacción enorme, muy distinta de la que puede derivar de otro tipo de regalo, ajeno a aquel de origen natural, que era a la vez ofrenda y muestra de gratitud.
Además, la manzana tiene una gran cantidad de significados en la historia de las culturas. Todos sabemos, desde nuestros primeros años, que en el centro del origen de esta existencia ardua que sobrellevamos habría estado una manzana.
Tampoco ignoramos que este paso por la vida será mejor, mucho mejor, si nos mantenernos cerca del mundo de la naturaleza, en el que, desde luego, las manzanas ocupan un sitio de privilegio.
Déjenme decirles que estoy cierta de que nunca como en la actualidad se ha hecho necesario volver la mirada hacia los frutos de la naturaleza.
En los días que corren incluso los alimentos que obtenemos de la tierra –con su nobleza, aromas, jugos y riquísimos sabores– comienzan a ver transformado lo mejor de su entraña, desde su aspecto mismo. Como si los avances asombrosos de la ciencia y la tecnología, con todo y lo positivo que deben y pueden tener para la vida de los pueblos, se aplicaran también en contra de la riqueza originaria de nuestro mundo.
Aclaro: no creo que el retorno a lo natural implique la cancelación del progreso. Por el contrario, todo lo que signifique avance en el campo del conocimiento y en la posibilidad de la satisfacción de las necesidades humanas y sociales debe ser impulsado sin pausa. Ocurre, sin embargo, que tales avances no tienen por qué ir en contra de los modos de la convivencia y la interpretación del mundo que están en la médula de nuestra cultura.
Por eso, bien haríamos en retomar esas sanas tradiciones, ya casi extintas. Ofrecer una manzana es ofrendar un mundo de vida, belleza, sabor, amistad y –como es el caso que hoy nos ocupa, salud.