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Ricardo Monreal ävila*

La perpetuidad del poder y las transformaciones inconclusas

Al hablar de procesos revolucionarios o transformaciones, cuyos propósitos pretendieron generar cambios sociales profundos, se pueden encontrar casos en la historia local y en el mundo entero en los cuales los afanes de poder generaron estancamientos que derivaron en la desviación de la lucha revolucionaria y, eventualmente, en el fracaso o la desaparición del movimiento que motivó la búsqueda de esos cambios.
Desde la Independencia y hasta la Revolución mexicana, uno de los problemas crónicos que han obstaculizado de continuo la consecución de una profunda transformación social ha sido la obsesión por el poder. Al analizar cada uno de estos procesos de transformación se puede advertir que, en cierto punto, uno o varios actores políticos pretendieron monopolizar los ánimos de cambio o el rumbo que se debía seguir para alcanzar los propósitos planteados inicialmente, lo que posteriormente vició los propios procesos, ocasionando su desgaste e insostenibilidad.
Por ejemplo, al concretarse el periodo de Independencia, Iturbide no buscó la posibilidad de integrar las propuestas de los dos bandos que se le unieron para lograr la emancipación de España y, por el contrario, se proclamó emperador.
Al terminar su efímero gobierno, la incapacidad de establecer acuerdos entre liberales y conservadores, y a merced de su sempiterna pugna por el poder, se sumió al país en una prolongada guerra civil de poco más de 35 años, durante los cuales sufrió dos invasiones, la pérdida de Texas, la Alta California y Nuevo México, además de un atraso considerable en términos económicos y tecnológicos con respecto a otras naciones de la región; todo ello, sin mencionar la deplorable condición social que imperó durante ese periodo.
El dúo Juárez-Lerdo de Tejada también fue víctima de esa tendencia de concentración del poder al término del Segundo Imperio mexicano y en el momento en que se restauró la República.
La cuestionabilidad de sus reelecciones —lo más antiliberal de su propia liberalidad— conllevó a las rebeliones de La Noria (1871) y de Tuxtepec (1876), promovidas por el general Porfirio Díaz, quien criticó duramente el intento de perpetuación en el poder de ambos personajes y procedió a sendos levantamientos en armas; en el primero no tuvo éxito, pero en el segundo logró forzar el establecimiento de un nuevo periodo electoral, a partir del cual inauguraría sus tres décadas en la Presidencia de la República.
Al hablar del periodo revolucionario no podemos dejar de lado que el priismo, desde sus inicios, se autonombró como el partido heredero de los ideales de aquella lucha y, bajo ese supuesto, se adjudicó el derecho exclusivo de conducir al país, en detrimento de otras visiones, otros grupos u otras corrientes políticas; en suma, en perjuicio de la democracia misma. Tan arraigada estuvo esa autopercepción, que incluso el presidente de nuestro país de 1976 a 1982, José López Portillo, llegó a declarar que él era la última oportunidad para la Revolución.
La relegación de un posible sistema democrático a manos de la oligarquía partidista que se unió a la oligarquía económica para permitir durante décadas el saqueo del país, so pretexto de armonizarlo con las directrices económicas impuestas desde el extranjero, tuvo a un reducido grupo de beneficiarios, que se hicieron con el poder político para satisfacer sus intereses personales o para la protección de intereses de grupo.
Por supuesto, el sector más castigado por el peso de esas decisiones fue la población de a pie, que vio cómo su calidad de vida, en lugar de mejorar, se fue haciendo cada día más precaria.
Si bien hubo una transformación en cada uno de los tres grandes procesos históricos de nuestro país, muchos de sus propósitos iniciales se cumplieron a medias o no lograron aterrizar los preceptos e ideales que originalmente se perseguían durante el desarrollo de los conflictos, por lo que actualmente perviven algunas deudas históricas que el Estado mexicano no ha podido saldar con el pueblo.
León Trotsky, ideólogo de la Revolución rusa, conceptualizaba la lucha político-social como una eterna revolución, y observó que, para Marx, “la revolución permanente […] no se aviene a ninguna de las formas de predominio de clase”.
Esta máxima, vista y aplicada en las experiencias revolucionarias cercanas, nos deja ver con mayor diligencia el problema planteado líneas atrás, y también el de otros casos vecinos, como el de Nicaragua, cuyo presidente Daniel Ortega, junto a su esposa Rosario Murillo, inaugurará su cuarto periodo presidencial consecutivo, sin contar el que desempeñó de 1985 a 1990.
Se debe recordar que la llegada al poder del hoy primer mandatario nicaragüense fue a través de un movimiento social armado, con apoyo del pueblo, que logró derrocar a la dictadura militar de Anastasio Somoza; paradójicamente, el hoy presidente es acusado y señalado tanto al interior como al exterior de su país de haber instaurado una dictadura con duración de dos décadas.
En México se debe prestar atención a las lecciones de importantes ideólogos como Trotsky y mirar lo ocurrido en casa y con los vecinos, lo cual ayudará a evitar caer en los mismos problemas, avanzando así en los planes para lograr una plena transformación de la vida pública. De lo contrario, la continuidad de la 4T estará en peligro, y la larga historia de infidencias, celadas y traiciones para favorecer los intereses personales o de grupo seguirán constituyendo la marca del atraso democrático.

ricardomonreala@yahoo.com.mx Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA