Skip to main content

“Nadando en el mismo lugar”

Por LA MADA (Magdalena Edith Carrillo Mendívil)

Hace algunos años solía nadar en el mar, o al menos lo intentaba, ahora me da terror. Mi patada nunca ha sido muy buena, doblo las piernas y mi brazada es tan tiesa que parece que soy un robot, pero el mar con su olor y su ruidito tan afinado siempre me vuelve a la vida, aun hoy en día que me da miedo jugar con sus berrinchudos manotazos. Antes, brincaba las olas, me metía debajo de ellas, llegaba hasta donde no pisaba, me revolcaba y salía con un buche de agua salado atorado en la garganta, los ojos llenos de arena y el traje de baño torcido pero creo que siempre en su lugar… y volvía a retar a mi amigo el mar… una y otra vez. Una vez me propuse tomar las cosas más en serio y nadar como toda una profesional, ubiqué la posición de mi morral y mis chanclas como punto de partida, nadé, nadé y nadé con todas mis fuerzas, cabe decir que hasta cuidé mi estilo. Cuando estaba segura de haber avanzado un buen tramo me paré triunfal y volteé la vista tratando de divisar a lo lejos mi morral y mis chanclas, el emblemático punto de referencia, me asusté, no los vi, paseé mi mirada por toda la playa hasta que encontré el tan anhelado hito… estaba justo frente a mi… no avancé ni siquiera un metro, una sensación de frustración me invadió, me sentí tan humillada y burlada, yo nadando como en un modelo de prueba sin lograr avanzar… esa sombra aún me persigue metamorfoseándose como un méndigo escarabajo.
No quisiera hablar de las secuelas del dolor que a veces se carga como mochila de explorador, dolor que nos deja hartos, muy asustados y terriblemente cansados, pero a veces es necesario cerrar ciclos y dar un adiós definitivo, quemando las naves, sacando de un solo tajo la raíz de esa sombra que dejamos crecer delante de nosotros alimentándola con el Sol de nuestros miedos.
Mi miedo, llegó a poner su manota sobre mi cara… ¿no sé porque el miedo tiene las manos tan grandes? pensamos que son pesadas, por eso no me atrevía a quitarlas, pero una vez que empecé a aventarlas, me di cuenta de lo débiles que son, pero pasa algo, dejan una especie de baba que hace que se te vuelvan a pegar y es aquí donde se empieza la batalla constante hasta que esa baba deja de ser tan pegajosa y ganas … y a veces, empiezas otra y otras batallas y así hasta que el miedo sabe que contigo va a tener que luchar y puede que en una de esas, se dé por vencido.
Hay una hermosa pintura barroca que, otrora, reflejaba mis emociones de aquellos días, es la Magdalena como la melancolía de Artemisia Gentilleschi. Vi el original en el Museo Soumaya de Plaza Loreto, compré el poster, lo enmarqué y lo colgué en un punto clave de mi casa donde cada vez que lo veía decía: “así es justo como me siento”, me sentía desdichada, pero al mismo tiempo acompañada por aquella magnífica obra de arte que me ayudaba a llorar cada vez que respiraba, y por supuesto, cada vez que la veía. Un cierto 3 de febrero, para ser exactos, me quité las manotas de ese miedo que me aplastaba, ese día corte de tajo ciertas raíces, fue fácil, pues al estar tan podridas salieron completitas, descolgué el cuadro y me sacudí a esa hermosa, y llena de pasión, Magdalena de Artemisia. Hace algunos días conocí las esculturas de Thomas Lerooy, debo decirle no las tendría en mi jardín, por dos razones, la primera es que no las podría pagar, la segunda no cabrían… pero al menos el simple hecho de observarlas me ayudó a entender lo que siento, cómo me siento y porque me siento como me siento… Las esculturas de Lerooy, a las que me refiero, son cuerpos desvanecidos y privados de voluntad, jalados por enormes cabezas que multiplican considerablemente el volumen del resto del cuerpo que ya es incapaz de sostenerlas. Lerooy le dice a My Modern Met. “Empecé a pensar en cómo podría convertir esta idea en una escultura. Mi cabeza, literalmente, se sentía muy grande y pesada, como si solo existiera en una mente y sin un cuerpo… una pelea entre el interior y el exterior”.. Cuando vi esta serie de esculturas por primera vez, no pude evitar llorar, sí, me reflejé y vi mi enorme cabeza en el piso y mis piernas revoloteando desesperadamente queriendo alcanzar el suelo y volver a poner en él sus plantas. Considero que el arte nos ayuda a sacar nuestras emociones como fuegos artificiales, y no hablo de que exploten únicamente nuestro lado rosa y dulce, sino también aquellas cositas que nos hacen sentir como gusanos ante los ojos de una gallina. Los sentimientos deben de ser explotados con luces cargadas de emoción, como lo hizo, en aquellos años, la Magdalena con las mías, hasta que, dejaron de salir chispas y se convirtieron en cenizas que se me metían a los ojos, aquí la emoción se volvió incómoda: limoncito a la herida, ya no es lo mío.

Me llegué a dar por vencida, y dejándome llevar por la corriente, unos salmones me saludaron y me dijeron: “¡No dejes de echarle ganas amiga!” … me dio tanta vergüenza que decidí seguir dando vueltas, a veces a lo tarugo, en el carruaje de la vida como Madame Bovary, ir contra corriente con la certeza de llegar al mar y seguir nadando, aunque al voltear a la playa vea mi morral y mis chanclas en el mismo lugar.
Fin, emocionada de volver a nadar entre mis letras.