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“Mi día favorito de muertos”
Por LA MADA (Magdalena Edith Carrillo Mendívil)

El primero de noviembre de 1977 tuve uno de los encuentros más coloridos y llenos de luz con el mundo de muertos con ese silente mundo de los panteones que nos arropa y con suaves murmullos, o calmos gritillos, nos platica sus historias y nos invita a completarlas o inventarlas como si estuviésemos en un curso de verano de literatura para niños.
Desde aquel primero de septiembre de 1977, y por muchos años, mi domingo iniciaba con la visita al panteón, yo era una niña, y aunque no tengo problemas con la edad no me interesa que haga usted cuentas, lo dejamos en que yo era una niña, y debo confesar que era una niña muy sabia. El dolor tan profundo que sentía en esas primeras visitas se vio acompañado por una de las mejores amigas que he tenido: la imaginación. Recorría ese hermoso panteón, antes de que fuese tan destruido, visitaba tumba por tumba y recordaba los nombres, las fechas, hacia historias de la vida de cada persona cuyos huesos estaban bajo tierra, entre más viejas fueran las tumbas más me llenaban de curiosidad, sacaba cuentas de la edad que tenían, ninguna fecha me estremecía así hubiesen muerto muy jóvenes o muy viejos, mi sabiduría de niña impedía que mi corazoncito sufriera más de la cuenta, lo que si me llenaba de emoción eran los epitafios, hasta me los sabía de memoria, algunos. Observaba minuciosamente cada detalle de la cantera, el rostro de los ángeles, irrespetuosamente me trepaba sobre las lápidas para tocar las manos de los ángeles, algunos parecía que tenían la impronta de las huellas digitales en sus frías manos de mármol, a veces sentí que gentilmente me agradecían el saludo, recorría con mis dedos hermosos hierros forjados, cristales biselados de más de un centímetro de espesor, vitrales… muchos nombres, muchas fechas, muchos … En mi mente los resucitaba y los ponía como si fuesen muñequitos dentro de un espacio definido, siempre en tonos sepia, como sus tumbas… ellos formaban parte de mis primeras historias. Llegaba la hora de rezar y despedirme de los huesos de mi madre y me despedía también de mis amigas, las tumbas, y corría a la de mi mamá… veía el montón de tierra, le rezaba algo seguramente, y seguía con mi vida.
Mi familia es de Sinaloa, allá es muy común pasar el día de muertos en el panteón, llevar dulces, juguetes, globos, comida, hay personas que hasta hacen una especie de día de campo y muchos otros velan a sus difuntos desde el día primero, acompañados de música, cerveza… iluminando sus recuerdos con la esperanza del reencuentro… y la luz de las velas
Ese primero de noviembre de 1977, a dos meses de haber fallecido mi mamá (no digo madre porque sería más dramático, este relato no tiene nada de drama y la palabrita me lo echaría a perder todito). Ese día en la tarde-noche, más noche que tarde, mi padre, mis hermanos y mi abuela materna llegamos al Panteón de la Purísima, mejor conocido en aquellos años como “panteón de los ricos”, nota curiosa que siempre me ha provocado una risita irónica. Mi padre había comprado muchísimas velas y como todos los domingos por años, también muchísimas flores, gladiolas para ser exacta que mi hermano mayor traía desde el mercado de Jamaica en la ciudad de México, una “gruesa” empacada en papel estraza, mi madre fue muy precisa indicando que jamás le lleváramos flor de Cempaxúchitl porque sacaría la mano y las aventaría. Le creímos y nunca hemos faltado a la promesa… no vaya siendo…
Mi padre y mis hermanos pusieron las veladoras alrededor de la tumba, aún fresca, e hicieron un camino con ellas. Le recuerdo que en 1977 la colonia Tres Cruces no existía, en aquella zona solo estaban los dos panteones y unas incipientes viviendas, preámbulo de lo que ahora conocemos. Tampoco existían “cosas feas” … (recuerde que este texto no es dramático y no quiero ser más específica). Las flores se pusieron en los botes de lámina que estaban enterrados en la tierra y de donde una vez, algunos años después, sacamos el cadáver de varios ratoncitos que murieron ahogados. Todo estaba listo para esperar que oscureciera más y empezara la mágica noche…
La tumba de mi mamá está pegada a la barda del acceso, una barda de adobe gruesa como solían ser, con un aplanado blanco manchado por tierra de panteón, esa tierra que parece que tiene grasa y se pega como betún. Se encendieron las velas y la fascinación inició. Mi corazón latía fuerte y tuve ante mis ojos una de las imágenes más hermosas de mi vida. Al no haber alumbrado público ni viviendas alrededor, la oscuridad era absoluta, únicamente el pedacito donde descansaban los restos de mi mamá estaba iluminado, las flamas bailaban lentamente y los pétalos de las gladiolas, blancas y rosas, parecían de terciopelo. Había silencio, no cabían las palabras, no había nada más que decir, solo llenarnos los ojos con ese escenario irrepetible. Yo no me quedé a velar, a mi abuelita y a mí nos llevaron a la casa. Ya en el auto, yo no podía despegar los ojos de ese resplandor tan particular, por afuera y sobre la barda salía la luz de las velas como un abanico rojo y amarillo con orilla de encaje negro, que parecía estar abanicando alegremente la visita tan inusual. Sentada en el asiento trasero me quedé viendo esa maravillosa escena hasta que se perdió de mi vista y se quedó guardada en mi memora, para siempre. Fin comiendo pan de muerto.