Skip to main content

El baúl de las historia breves
por Adriana Cordero

El Secreto del Ocaso

Cada tarde, Arturo salía a caminar con sus perros. Aunque su casa estaba cerca del bullicio de la ciudad, él había encontrado un rincón apartado, un pequeño desierto que se extendía a las afueras. No era un vasto desierto de dunas interminables, sino un paisaje árido, donde la tierra reseca, las rocas dispersas y las plantas espinosas dominaban el horizonte. Este lugar, alejado de la vida frenética de la ciudad, le ofrecía la calma y la paz que no encontraba en su rutina diaria. Allí, Arturo podía alejarse de todo, ser solo él y el vasto silencio que lo rodeaba.
Simón, su fiel pastor alemán, y Luna, su husky de ojos brillantes, siempre lo acompañaban. Simón, lleno de energía, corría adelante, explorando el desierto con una vitalidad que nunca se agotaba. Luna, más tranquila y reflexiva, se mantenía cerca de su dueño, observando todo con una atención casi sabia. Juntos, los tres formaban una especie de pequeño refugio en medio de la inmensidad, un espacio de conexión y soledad que Arturo valoraba profundamente.
Esa tarde, sin embargo, algo en el aire era diferente. Aunque las nubes grises eran comunes en esta época del año, hoy parecían moverse más rápido, como si el viento las empujara con más fuerza de lo habitual. El sol, que comenzaba su descenso, no proyectaba su calor habitual. En lugar de la luz cálida que Arturo esperaba, sentía una pesadez en el aire, como si algo estuviera cambiando.
Simón, siempre alerta, comenzó a ladrar con insistencia. La calma del lugar, que normalmente lo llenaba de serenidad, parecía haberse desvanecido. Luna, por su parte, se acercó a Arturo, se sentó a su lado y lo miró con una intensidad que Arturo nunca había visto antes. El viento levantaba polvo, creando una atmósfera densa y misteriosa.
Arturo frunció el ceño. La sensación de inquietud creció en su interior. "¿Qué está pasando hoy?" murmuró para sí mismo, buscando alguna explicación. Pero no la encontraba. Decidió seguir adelante, como siempre hacía, con la esperanza de que al llegar a su colina favorita, el ocaso traería consigo la respuesta que tanto buscaba, aunque no sabía exactamente qué. "A veces, el silencio te dice más que mil palabras," pensó, como si esas palabras de su abuela se repitieran en su mente, casi como un eco lejano.
La abuela de Arturo, cuando aún vivía, siempre le había hablado del ocaso. En su lecho de muerte, rodeada de la suavidad de la penumbra, le había susurrado una última lección que Arturo nunca olvidó. "El secreto del ocaso siempre trae respuestas, hijo mío," le dijo con voz temblorosa pero segura, como si supiera algo que él aún no comprendía. "Es en el final del día cuando las cosas se aclaran, cuando todo lo que parece perdido empieza a encontrar su lugar. Solo mira, hijo. Solo mira." Aquellas palabras quedaron grabadas en la mente de Arturo, y siempre las llevaba consigo en sus caminatas solitarias.
Subió la pequeña colina rocosa que siempre le ofrecía la mejor vista del cielo. Desde allí, podía ver cómo el sol se despedía lentamente del mundo, sumergiéndose en el horizonte y dejando una estela de colores cálidos que pintaban el cielo de tonos dorados, rojizos y anaranjados.
Pero esa tarde, el sol no se desvaneció suavemente como en otros días. En lugar de eso, parecía que el cielo lo estaba tragando. Un halo de sombras comenzó a envolver al sol, oscureciendo lentamente el paisaje. El horizonte se envolvió en matices violetas, y las nubes se estiraron de forma extraña, como si estuvieran tomando una forma distinta, como si el día mismo estuviera experimentando un profundo cambio.
Arturo se quedó inmóvil, observando la escena con un nudo en el estómago. No podía apartar la vista del sol que se desvanecía en el horizonte. Algo dentro de él se sentía incómodo, como si todo lo que conocía estuviera a punto de transformarse. Simón dejó de ladrar de repente y se acercó lentamente, mirando hacia el mismo punto en el que Arturo fijaba su mirada. Luna, siempre cautelosa, se acercó y se quedó cerca de su dueño, observando en silencio.
Fue entonces cuando la vio.
A lo lejos, en el borde de la colina, una figura comenzó a tomar forma. Una mujer vestida con un largo vestido negro que se movía suavemente con el viento del desierto, caminaba hacia él. La figura parecía casi inmaterial, como si no tocara el suelo, como si la tierra misma se apartara para dejarla pasar. Su rostro, pálido como la luna, brillaba débilmente a la luz que se extinguía.
Arturo intentó mover las piernas para acercarse, pero algo lo detenía. Sentía una mezcla de fascinación y miedo. La mujer se acercaba, con pasos lentos pero decididos, como si no tuviera prisa, como si ya supiera lo que él pensaba. Su presencia era extraña y desconcertante, como si perteneciera a otro mundo. Simón, que generalmente se acercaba sin miedo a cualquiera que encontrara, no se movió. Se quedó quieto, observando a la mujer con una mirada fija, casi temerosa.
Cuando la mujer estuvo lo suficientemente cerca, Arturo pudo ver sus ojos, dos pozos de oscuridad profunda. No había brillo en ellos, solo un vacío que lo absorbía. Por un momento, él no pudo moverse. Era como si la gravedad misma lo hubiera soltado y se estuviera dejando arrastrar por ella. No podía apartar la mirada.
"¿Quién eres?" Finalmente, logró preguntar. Su voz sonó más como un susurro que una pregunta. No podía entender lo que veía, pero algo dentro de él le decía que lo que ocurría no era un simple encuentro.
La mujer lo miró en silencio, y el aire pareció volverse más denso, como si se hubiera detenido el tiempo. Finalmente, su voz salió, suave, pero con una claridad aterradora.
"Soy lo que has estado buscando, Arturo. La respuesta que no te atreves a enfrentar."
Arturo frunció el ceño, confundido, pero sintió una extraña certeza dentro de él, como si esas palabras ya hubieran estado flotando en su mente, esperando ser dichas. "¿La respuesta a qué?" preguntó, aunque ya sabía que no podía escapar de esta conversación, que debía escuchar.
La mujer lo observó por un largo rato, su mirada penetrante. "La respuesta a tus miedos, Arturo. A lo que temes y a lo que has estado evitando por tanto tiempo. El ocaso no es un fin, sino un momento de transición, un pasaje hacia algo que solo puedes ver si decides mirar."
Arturo sintió un estremecimiento recorrer su cuerpo. Todo dentro de él comenzó a retumbar con esas palabras. Él había temido siempre la oscuridad, la noche. Era un hombre que se encontraba más cómodo durante el día, cuando las certezas y las respuestas parecían estar al alcance de la mano. Pero la noche, la oscuridad, siempre le había parecido peligrosa, aterradora.
"¿La oscuridad no es el final?" murmuró, casi para sí mismo. "¿No es lo que se lleva todo lo que conocemos?"
La mujer sonrió levemente, una sonrisa triste pero comprensiva. "La oscuridad no te destruye, Arturo. La oscuridad te muestra lo que te has negado a ver. La luz no puede existir sin ella. Lo que temes ver en la oscuridad es solo una parte de lo que eres. Si no la enfrentas, vivirás siempre en la sombra de lo que podrías haber sido."
Arturo se sintió como si estuviera viendo el vacío por primera vez, como si un peso invisible le hubiera caído sobre los hombros. Por un momento, pensó que iba a colapsar. Pero la mujer, sin moverse, continuó.
"El sol no se oculta porque quiera desparecer, Arturo. El ocaso no es un fin, es solo un pasaje, un cambio. La luz siempre regresa, y cuando lo haga, tú también habrás cambiado."
Simón comenzó a caminar hacia la mujer, como si la reconociera. Luna, aunque más cautelosa, dio un paso adelante también, mirando a Arturo como si esperara que tomara una decisión. Arturo sintió el viento que le acariciaba la piel, pero ya no era el viento cálido del desierto. Era fresco, como si viniera de un lugar lejano. Una sensación de paz, de tranquilidad, comenzó a llenar su ser, y por primera vez, sintió que ya no necesitaba comprender todo, sino simplemente aceptar.
La mujer levantó una mano hacia el cielo que ahora se llenaba de estrellas. "El secreto del ocaso no es el final, Arturo. Es el momento en que todo se convierte en una posibilidad. Y tú, como el sol, tienes que decidir si vas a resurgir con él o permanecer en la sombra de lo que temes."
Antes de que Arturo pudiera decir algo más, la mujer comenzó a desvanecerse, como si se disolviera en el aire mismo. Sus cabellos flotaron en el viento, y su figura se deshizo poco a poco, hasta que solo quedaba la oscuridad, completa y total. Pero esta vez, Arturo no sintió miedo.
"No es el fin..." susurró para sí mismo, mirando las estrellas que comenzaban a brillar en el cielo nocturno. "Es solo el comienzo."
Simón, que había estado junto a la mujer, se acercó a Arturo con su mirada reconociendo algo que solo él entendía. Luna se sentó a su lado, como si también comprendiera lo que acababa de suceder. "El secreto del ocaso siempre trae respuestas," susurró Arturo, recordando las palabras de su abuela. "Y quizás esta es la respuesta que tanto he buscado."

Fin.