El baúl de las historia breves
por Adriana Cordero
El eco de la vanidad
En una ciudad donde las luces de los neones brillaban más que las estrellas, donde la fama era el idioma universal y el dinero se convertía en el pasaporte a todo, Nicolás era el rey indiscutido. Su nombre resonaba en los pasillos de los clubes más exclusivos, en las reuniones de negocios más importantes, en las portadas de las revistas más prestigiosas. Era joven, atractivo, y su éxito profesional se había disparado tan rápido como un cometa en el cielo. Había conseguido lo que siempre había deseado: fama, poder, dinero, y lo más importante, mujeres. Las mujeres, como trofeos brillantes que adornaban su vida, eran su verdadera obsesión.
Pero Nicolás no veía el amor como algo puro o sincero. Para él, las mujeres no eran más que una forma de validación de su poder y su atractivo. Se sentía un dios entre ellas, un ser superior que podía tener a la mujer que quisiera, en el momento que lo deseara. Y, a menudo, lo hacía con una frialdad desconcertante. No les importaba si les rompía el corazón o si las dejaba atrás sin piedad. Lo único que buscaba era su propia satisfacción, su propio placer, mientras las mujeres, algunas deslumbradas por su fama y su encanto, caían ante él.
Desde joven, había aprendido a manipular a las personas a su alrededor, a usar su atractivo y su poder para conseguir lo que quería. Nicolás había sido consciente desde siempre de su capacidad para seducir, y lo utilizaba con destreza. Las mujeres eran piezas en su ajedrez, y él jugaba a su antojo. No le importaba que ellas lo amaran; lo que le importaba era tenerlas bajo su control. Con cada una, jugaba con sus emociones, con sus esperanzas, y cuando ya no le servían, las descartaba sin piedad.
Al principio, parecía un juego. Un juego que disfrutaba, en el que se sentía invencible. Se divertía viendo cómo caían en sus redes, cómo se deshacían en cumplidos, cómo lo adoraban como si fuera un rey. Algunas pensaban que realmente había algo profundo entre ellos, pero él las veía solo como una conquista más, como un medio para alimentar su ego. Los compromisos no le interesaban, y el amor era una palabra que ni siquiera entendía. Solo quería mujeres a su alrededor, para admirarlas y poseerlas, como quien colecciona objetos valiosos.
Nicolás era un experto en hacer que las mujeres se sintieran únicas, especiales. Su habilidad para leerlas, para entender qué querían o necesitaban en ese momento, le daba una ventaja sobre todas las demás. Les ofrecía lo que querían escuchar: promesas de amor eterno, palabras dulces, caricias y promesas que nunca pensaba cumplir. Sabía cómo hacerlas sentirse deseadas, importantes, como si él fuera el hombre perfecto para ellas. Nicolás nunca daba demasiado, nunca se comprometía realmente. Pero era suficiente para engancharlas, para mantenerlas en su órbita, siempre esperando más de lo que él estaba dispuesto a dar.
Cuando se cansaba de alguna, simplemente se desvanecía. No había explicaciones, no había justificaciones. Las dejaba atrás como si fueran una prenda de vestir vieja que ya no necesitaba. Algunas de ellas lloraban, suplicaban por su atención, pero Nicolás no cedía. Su mundo estaba lleno de mujeres que pasaban por su vida como sombras fugaces. No le importaba el daño que causaba, ni las promesas rotas, ni las lágrimas derramadas. Solo le importaba a sí mismo, su éxito, su fama, y su ego. Para él, las mujeres solo eran un accesorio, una manera de seguir alimentando su vanidad.
A lo largo de los años, el ciclo se repetía. Cada vez, Nicolás se volvía más insensible, más egoísta, más desconectado de los demás. Las mujeres seguían entrando en su vida y saliendo de ella, unas con el corazón roto, otras con una sensación de vacío. Y él, completamente ajeno al dolor que causaba, continuaba buscando la próxima mujer, la próxima aventura, el próximo placer.
Pero en lo más profundo de su ser, comenzaba a sentir que algo faltaba. El dinero y el éxito ya no le proporcionaban la satisfacción que antes le daban. Las mujeres ya no lo deslumbraban de la misma manera. Siempre las mismas historias, los mismos juegos, las mismas conquistas. El brillo de la fama ya no podía ocultar la oscuridad que empezaba a instalarse en su alma. Nicolás comenzaba a preguntarse si realmente estaba logrando algo significativo, si todo lo que había alcanzado tenía algún valor real.
Y fue en medio de esta sensación de vacío existencial cuando conoció a Aurora.
Aurora no era como las demás mujeres. No se acercó a él con la mirada llena de admiración ni con la necesidad de encajar en su mundo. De hecho, ni siquiera parecía interesada en su fama. Su presencia era serena, tranquila, como si ya estuviera por encima de todo eso. En lugar de ver en Nicolás a un hombre poderoso y exitoso, Aurora lo miraba como a un hombre común, con virtudes y defectos. Y eso lo desconcertó.
Al principio, Nicolás trató de seducirla como lo había hecho con tantas otras. Intentó utilizar sus encantos, sus palabras dulces, sus promesas vacías. Pero Aurora no se dejó engañar. No era una mujer fácil de conquistar, y eso lo hizo sentir vulnerable, algo que nunca había experimentado. A pesar de sus intentos, no lograba tenerla a su alcance como había hecho con tantas otras. Esto lo frustraba, pero también lo intrigaba. ¿Qué tenía ella que lo hacía tan diferente? ¿Por qué no caía ante su poder?
Con el tiempo, Nicolás comenzó a enamorarse de Aurora, pero de una manera que no comprendía. Aurora no le había dado nada a cambio de su amor. No lo idolatraba ni lo ponía en un pedestal. Ella simplemente lo amaba por lo que era, y eso lo desarmó por completo. Empezó a cambiar, a ver las cosas de otra manera. Por primera vez, se dio cuenta de que el amor no tenía nada que ver con el control, con la manipulación, con la seducción vacía. Aurora le mostró un tipo de amor que él nunca había conocido: un amor genuino, incondicional.
Pero, en su corazón, Nicolás sabía que había hecho un pacto con el destino, un pacto que ahora lo perseguía. En su juventud, cuando su ambición no tenía límites, había prometido que a cambio de todo lo que obtenía, ofrecería la vida de cualquier mujer que pasara por su vida, incluso si la amaba. Y Aurora, la mujer que lo había hecho sentir lo que jamás creyó posible, era ahora la que debía pagar el precio de su promesa.
A medida que su amor por Aurora crecía, también lo hacía la sensación de culpa que lo invadía. Sabía que estaba jugando con fuego, que había sido tan egoísta que ahora debía enfrentar las consecuencias. Aurora comenzó a enfermar, y sus síntomas empeoraban con el tiempo. Al principio, Nicolás pensó que era una simple enfermedad, algo pasajero. Pero a medida que pasaban los días, Aurora se fue debilitando. Ya no era la mujer llena de energía que había conocido. Su salud empeoraba rápidamente, y él, paralizado por la desesperación, no entendía por qué.
Finalmente, recordó la promesa que había hecho en su juventud, esa promesa que nunca había considerado seriamente. Recordó cómo había jugado con tantas mujeres, cómo había manipulado sus corazones, y cómo, en su egoísmo, había dejado que todas ellas pagaran el precio de su éxito. Ahora, Aurora estaba pagando el precio. Y él no podía hacer nada para detenerlo.
Nicolás intentó de todo. Buscó a médicos, a curanderos, a especialistas. Pero nada parecía funcionar. Aurora se desvanecía lentamente, y Nicolás se dio cuenta de que lo que había perdido ya no podía recuperarlo. Lloraba en su soledad, suplicando, pidiendo a un destino que nunca había creído, que no fuera ella quien tuviera que pagar el precio de su vida egoísta. "¡No a ella! ¡No a ella!" Gritaba, pero el eco de su vanidad era la única respuesta.
Cuando Aurora murió, Nicolás se dio cuenta de que, en su búsqueda por obtener todo, había perdido lo único que realmente valía la pena. Ya no era el hombre que había sido, ni el hombre que había creído ser. Estaba vacío. Las mujeres ya no lo deseaban, la fama ya no lo admiraba, el dinero ya no le traía satisfacción. En su mundo de vanidad, Aurora había sido la única verdadera felicidad. Y la vida, al final, lo había despojado de ella.
Nicolás pasó el resto de su vida solo, recordando lo que había perdido. Ya no había mujeres, ni fiestas, ni lujos. Solo quedaba el eco de su vanidad y el vacío profundo de la soledad. Había jugado con todas, pero al final, la única que lo había hecho sentir completo se le había escapado entre los dedos. Y la vida le había cobrado el precio. El precio que él mismo había pedido. El precio de su egoísmo.
Fin.