Skip to main content

El baúl de las historias breves
por Adriana Cordero

Te quise como un lunes
Café amargo

La conocí un domingo nublado, de esos en los que el cielo parece pensar en voz baja. El café estaba casi vacío, como si el día también hubiera olvidado despertar del todo. Afuera, las hojas secas se arrastraban por la acera en pequeños remolinos, y el murmullo del tráfico lejano era apenas una sombra de sonido. Adentro, olía a café fuerte, madera húmeda y libros usados.
Ella apareció como quien llega tarde sin pedir disculpas. Tenía el cabello recogido en un moño flojo, con mechones rebeldes cayéndole sobre la frente. Su abrigo de lana clara estaba salpicado por gotas de lluvia, y bajo el brazo llevaba un libro con la cubierta gastada: Rayuela, de Cortázar, abierto con un par de marcas en las páginas. No traía paraguas ni prisa. Solo ese aire de domingo interminable que uno quisiera capturar en una fotografía en blanco y negro.
—¿Me puedes cuidar el libro? Solo voy por café —dijo, sin mirarme del todo.
Su voz era serena, pero con una nota aguda, como si cada palabra llevara una intención que no terminaba de decirse. Me dejó el libro sobre la mesa y una bufanda color vino que olía a lavanda tibia y a algo más que no supe nombrar. Tal vez a historia.
Mientras caminaba hacia la barra, la observé de reojo. Sus pasos eran lentos, casi flotantes, como si no pisara el suelo sino una versión más suave del mundo. Elegía el café como si estuviera negociando un pacto con la rutina. Vi cómo sonreía al barista —una sonrisa pequeña, pero auténtica— y cómo esperaba el vaso con las manos cruzadas, leyendo con la mirada las frases escritas en la pizarra.
Yo me quedé cuidando sus ausencias desde entonces.
El libro, la bufanda, el aire que quedó entre su silla y la mía. Todo tenía el peso exacto de algo que ya se intuye como irrepetible.
No sé por qué acepté cuidar su libro. Tal vez porque era domingo, y los domingos uno está más vulnerable a las coincidencias. O quizás porque en el fondo, ya sospechaba que esa mujer que hablaba como si el mundo no la tocara iba a quedarse en mi vida de una forma que aún no entendía.
Y aunque sólo nos separaban unos metros y un par de tazas humeantes, sentí que ese instante ya era una especie de comienzo. Un preludio con sabor a café amargo, como todos los inicios que de verdad importan.
Las horas torcidas
Los lunes sabían a humedad y asfalto mojado. La ciudad parecía arrastrarse sobre sí misma, como si también le costara empezar. Ella llegaba siempre con el cabello ligeramente húmedo por la neblina, usando ese abrigo gris que parecía tener memoria de abrazos antiguos. Olía a libro recién abierto y a café tibio con leche de avena. Me saludaba con una sonrisa que nunca era igual: a veces
un poco más cansada, a veces más irónica, otras… apenas un gesto con los ojos. Pero siempre era suficiente.
Nos sentábamos en la misma mesa del rincón, junto a una ventana empañada que devolvía nuestras siluetas distorsionadas. Era como si el mundo allá afuera no existiera del todo, y nosotros flotáramos en una burbuja con olor a canela y canciones viejas.
Ella hablaba. Dios, cómo hablaba. De cosas pequeñas con un dramatismo encantador: la señora del mercado que le regaló cilantro “porque la vida necesita verde”, el taxista que la llevó a media cuadra por cinco pesos “porque a veces uno no puede más”. Y luego, cuando ya el café se iba enfriando y el silencio se hacía más íntimo, hablaba de su padre, de la casa de su infancia con las paredes que olían a sopa y tristeza, de ese ex que “me quería tanto que me rompió en partes iguales”.
Yo no decía mucho. Solo asentía y la miraba como si sus palabras tejieran un tapiz invisible entre nosotros. A veces tomaba su taza sin mirar, otras jugaba con el borde de la servilleta como si escondiera nervios. Nunca me preguntó si yo también tenía lunes rotos. Creo que intuía que sí.
Me gustaba verla leer los títulos de los libros del estante como si buscara algo que la encontrara a ella. Me gustaba cómo decía mi nombre, siempre con la voz un poco más baja, como si al pronunciarlo lo desdoblara del resto de la semana.
Una vez le pregunté si no prefería vernos en otro día, uno menos cansado, menos gris.
—No —me dijo, con una media sonrisa—. Los lunes son honestos. No se disfrazan para gustarte. Son como yo.
Esa fue la primera vez que sentí que me dolía quererla. Porque entendí que los lunes no se quedan. Solo pasan, y te obligan a empezar desde donde quedó el último suspiro del domingo.
Despedida sin drama
Un lunes no llegó.
La mesa seguía ahí, la misma del rincón, con su cojín un poco hundido del lado donde ella siempre se sentaba. La ventana seguía empañándose con el aliento lento de la mañana, y la lluvia, como tantas otras veces, caía sin decisión, como si también dudara entre quedarse o irse.
La esperé sin decirme que la estaba esperando. Pedí dos cafés por costumbre. O tal vez por esperanza. Uno con leche vegetal y poca espuma, como le gustaba a ella. El otro —el mío— más fuerte, más oscuro, menos paciente. Miré el reloj dos veces, aunque ya sabía que no venía. Lo supe desde que desperté y no tenía mensaje suyo diciendo “trae libro, hoy quiero leer en voz alta”. Lo supe porque ese lunes tenía algo distinto, algo seco en el aire. Como cuando uno entra a una casa vacía y sabe que nadie va a volver.
La semana siguiente repetí el ritual. Café. Ventana. Espera. El barista me miró con esa mezcla de amabilidad y lástima que se le reserva a los que no han entendido todavía que algo se ha terminado. La tercera semana ya no pedí dos cafés. Solo uno, sin leche ni esperanza. Pero fui igual. Como si mi presencia en esa mesa pudiera traerla de regreso. Como si los lugares tuvieran memoria, y el mundo funcionara por insistencia.
Pasaron los días. Ella no volvió. Y yo dejé de preguntarme por qué. A veces las personas no se van, simplemente dejan de llegar.
La respuesta llegó como llegan los fantasmas: sin previo aviso, sin cuerpo, pero con presencia. Encontré una nota dentro del libro que me había dejado aquella primera vez. Rayuela. Página 47. Esa página que ella decía que “si uno la leía con hambre, sabía diferente”.
Era un papel doblado en cuatro, con tinta azul algo corrida, como si lo hubiera escrito con prisa o con lluvia. Decía:
“Te quise como se quiere un lunes:
con sueño, sin saber, y deseando que fuera otro día.
Gracias por hacerlo más habitable.”
Firmaba solo con una letra: A.
Sin fecha. Sin promesa.
Me quedé leyendo esa nota más veces de las necesarias. Como quien lame una herida, no para sanarla, sino para recordarse que sigue ahí.
No lloré. Aunque algo dentro de mí se agrietó de manera silenciosa, como una taza de porcelana que se cuartea al contacto con el agua caliente. Invisible por fuera, pero irremediablemente rota por dentro.
Esa noche, al volver a casa, dejé el libro sobre la mesa, junto a su bufanda, que aún conservaba su perfume tenue. Y por primera vez en semanas, no esperé ningún mensaje. No me inventé excusas. No le hablé al cielo. Solo me senté, puse música suave, y me permití estar triste sin justificación.
Entendí que hay amores que no son para durar, sino para enseñarte el sabor exacto de lo efímero. Amores que no nacen para quedarse, sino para recordarte que alguien, alguna vez, te miró en lunes… y decidió quedarse un rato más.
Donde los lunes no duelen
Han pasado muchos lunes desde entonces.
Tantos, que ya no los cuento con tristeza, sino con cierta ternura, como quien guarda postales de un lugar que ya no duele visitar.
Aún voy al mismo café, no por ella, sino por mí. Me gusta pensar que hay espacios que guardan secretos entre sus paredes, como si los recuerdos dejaran marcas invisibles sobre la madera. A veces me siento en nuestra mesa, otras no. Hay días en que el aire huele parecido a aquel domingo, y por un instante, mi cuerpo olvida que ya no está.
Ya no leo Rayuela. Lo dejé en una banca del parque, una tarde de viento suave. Dentro, la nota. Sin mi nombre. Sin reclamos. Como una botella lanzada al mar de otro lector.
Quizá alguien lo encuentre. Quizá se sienta acompañado. Quizá sepa que un amor pequeño también puede dejar sombra.

Aprendí a no guardar rencores en frascos. A no pedir explicaciones donde hubo poesía.
Ella fue un paréntesis hermoso entre la rutina y el olvido. Me enseñó que no todo amor viene con contrato, ni toda despedida con drama.
A veces simplemente... se van.
Y eso también está bien.
La sigo recordando, sí.
Pero ya no me duele.
Ahora es solo eso:
una historia que viví,
un lunes que se volvió lugar.