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El baúl de las historias breves
por Adriana Cordero
Un Corazón con Ventanas

La Casa del Pecho
No era una metáfora, aunque todos lo creyeran. Desde que tenía uso de razón, Lucía supo que en el centro exacto de su pecho no latía solo un corazón, sino también una casa. Sí, una casa pequeña, hecha de algo parecido al tejido del alma, con paredes que no eran piel ni hueso, sino algo más blando, más cálido, como si la carne misma hubiera aprendido arquitectura. No era visible a simple vista, no del todo, pero bastaba que alguien se acercara lo suficiente, que prestara verdadera atención, para notar que en medio de su pecho algo brillaba distinto, como si debajo de su esternón latiera una luz tenue y viva. Tenía ventanas, eso era lo más inquietante. Ventanas delgadas, con marcos casi invisibles, que parecían respirar junto con ella. A veces se abrían solas, dejando escapar un aire tibio cargado de olores que no podía identificar del todo: a madera vieja, a tierra mojada, a cartas sin abrir. En otras ocasiones, se cerraban de golpe, como si algo desde dentro quisiera protegerla del mundo exterior.
Su madre jamás quiso hablar del tema. Desde niña, Lucía recordaba aquellas manos nerviosas abrochando blusas cerradas hasta el cuello, los vestidos amplios, las frases escuetas cada vez que preguntaba por esa “sensación extraña” en el pecho. “Eres especial”, decía con una voz que sonaba más a advertencia que a consuelo. Cuando Lucía cumplió seis años, fue llevada a un médico que la examinó en silencio durante varios minutos, frunciendo el ceño, tocando suavemente su torso, deteniéndose más de lo necesario sobre ese punto donde la piel parecía vibrar. Al final, murmuró algo sobre hipersensibilidad, crecimiento irregular de tejidos blandos. Nada concluyente. Nada verdadero.
Lucía lo sabía: lo que tenía no cabía en términos clínicos. No era una enfermedad. Era una casa. Una estructura viva. Un refugio o una trampa, no lo tenía del todo claro. Lo único que sabía con certeza era que cada emoción profunda la transformaba por dentro. En los días de calma, cuando se sentía segura, las ventanas se abrían despacio, como párpados que despiertan. Salían pájaros diminutos, hechos de pensamientos que no sabía que tenía, y a veces, si estaba muy triste, una música tenue empezaba a sonar desde alguna habitación que no lograba ubicar. En cambio, cuando el miedo aparecía —ese miedo infantil, visceral, que se esconde en la garganta y se arrastra por el pecho—, las ventanas se cerraban de golpe. Una tras otra. Como si algo interno corriera a esconderse detrás de cortinas invisibles. El frío también tenía efecto. No el del clima, sino el otro: el de las miradas frías, las palabras cortantes, el silencio en la mesa familiar.
Había noches en que despertaba sobresaltada, segura de haber oído pasos dentro de sí misma. A veces eran pisadas suaves, casi tímidas. Otras, más firmes, como si alguien recorriera los pasillos de esa casa secreta sin intención de salir. Intentó contarlo una vez, a una amiga en la escuela, pero terminó riéndose a medias y diciendo que era un sueño. Nadie habría entendido. ¿Cómo explicar que, al emocionarse, sentía luces encenderse en rincones que no existían en ningún mapa? ¿Cómo confesar que, al llorar, la lluvia no caía por fuera, sino por dentro, y empapaba muebles, recuerdos, partes de sí que no había terminado de conocer?
La única pista sobre el origen de aquella casa la encontró a los doce años, cuando hurgando en el ropero de su madre, dio con una caja pequeña, forrada con papel de hilos plateados. Dentro, había una carta. El sobre estaba viejo, con el nombre de su madre escrito en tinta negra, y en la parte inferior, una fecha: tres días antes de que su padre desapareciera. Lucía jamás supo si la carta estaba dirigida a ella, pero la leyó igual. El mensaje era breve, escrito con letra apretada: “Cuando aprendas a mirar hacia adentro, sabrás por qué duele mirar hacia afuera.” No había firma, ni despedida, pero supo, como si alguien dentro de su pecho lo confirmar, que esas palabras venían de él.
Desde entonces, guardó la carta como quien guarda una brújula sin saber a qué norte apunta. A veces, cuando se sentía demasiado perdida, la sacaba y la leía en voz baja. Luego cerraba los ojos y se preguntaba qué significaba mirar hacia adentro. ¿Cómo se mira un lugar que no tiene espejos, que solo existe cuando se siente? Su vida fue desarrollándose como la de alguien que lleva un secreto demasiado extraño para compartir. Se convirtió en experta en disfrazar emociones, en mantenerse al margen de las conversaciones que hablaban de amor, cuerpo, pertenencia. Aprendió a usar palabras que no rozaran lo verdadero. Y en ese silencio forzado, en esa normalidad fingida, su casa seguía latiendo, construyéndose sola, añadiendo habitaciones con cada recuerdo, tapando otras con muebles viejos que nunca sabría cómo sacar.
Lucía creció así: con una casa en el pecho que nadie podía ver, pero que ella debía habitar a diario. Y cada día, mientras fingía ser solo una más, dentro de sí ocurrían cosas que ninguna palabra era capaz de decir sin romperse

Gente que Golpea por Dentro
Hay personas que no llaman a la puerta: golpean desde dentro, como si ya conocieran el camino. Así fue Adrián. Lucía no lo vio llegar: él ya estaba ahí cuando se atrevió a mirar. No entró con palabras dulces ni con promesas: simplemente ya habitaba un rincón silencioso de su casa-corazón, como si hubiera estado ahí desde antes de que ella pudiera nombrarlo. Se presentó con una sonrisa que parecía recordar momentos que ella no sabía haber vivido. Sus silencios tenían el peso exacto del consuelo, y su voz se parecía al sonido de una ventana que se abre en una habitación cerrada por años. Las conversaciones con él no eran diálogos: eran paseos. Caminaban juntos, sin moverse, por los pasillos invisibles de su mundo interno. A su lado, las ventanas comenzaron a abrirse incluso de noche. No podía evitarlo. Soñaba con él y al despertar, sentía la brisa interna de su recuerdo colándose por cada esquina. Su presencia tenía ese efecto de primavera: todo se movía, todo florecía, incluso lo que ella creía marchito. Empezó a soltar emociones antiguas, a reír con descuido, a hablar con una honestidad que nunca se permitió. Pero había algo que no veía venir. Adrián no era un huésped temporal, ni un cuidador. Era un constructor de ausencias. Donde antes había sembrado palabras, pronto brotaron silencios. Donde antes colocó luces, comenzó a tirar sombras largas. Un día dejó de hacer preguntas, y al siguiente, dejó de estar. Pero no se fue del todo: su rastro quedó impreso en los planos emocionales de la casa. Conocía la ubicación de cada grieta, sabía el sonido de cada crujido, y aún sin estar, dejaba huellas. Lucía entendió que hay personas que no se van: se quedan dentro como polvo que no se puede barrer, como eco que sigue respondiendo aunque uno ya no hable. Y también entendió que no todo lo que vibra es vida: a veces es simplemente lo que aún no ha sido sanado.

Instrucciones para Tapar el Sol
Cuando Adrián se fue, porque los que entran sin permiso también se van sin despedirse, dejó las ventanas abiertas. No era una imagen simbólica: Lucía lo sentía físicamente. El aire la atravesaba por dentro, como si en lugar de corazón tuviera una estación en ruinas, donde llegaban trenes de pensamientos que no sabía de dónde venían. Cada noche, el viento entraba por las ventanas sin pedir permiso, y traía consigo recuerdos no ordenados: risas como astillas, promesas rotas como platos en el suelo. Intentó cerrarlas. Usó palabras, llantos, rabias contenidas. Cada intento era como golpear un clavo dentro de su propia carne. Dolía, sangraba, y no sellaba nada. Probó todo lo que prometía sanación. Psicoterapia tres veces por semana. Respiraciones guiadas. Retiros de silencio. También quemó cartas, escribió rituales en libretas nuevas, se aferró a tazas de té como quien busca calor en el fondo de algo. Pero nada cerraba lo que se había roto. Hasta que un día, después de una pesadilla larga como un túnel, decidió no luchar más. Dejaría las ventanas abiertas. Si el viento quería entrar, que entrara. Si la lluvia decidía quedarse, que mojara sus muebles internos. Si los recuerdos eran huéspedes sin fecha de salida, al menos aprendería a ponerles música. Así, comenzó a escribir sin tinta, componiendo canciones que no usaban palabras, melodías que surgían del simple hecho de sentir. En vez de hablar, escuchaba el viento interior. Lo que antes era ruido, ahora era ritmo. Lo que antes era tormenta, ahora era coro. Por primera vez, sintió que lo que dolía no era el viento, sino la resistencia. Y entonces, vivir con las ventanas abiertas se volvió una forma de libertad.

La Casa Se Mueve
Lucía empezó a notar que su casa interior no era fija. A veces cambiaba de lugar ligeramente, como una mariposa que reacomoda sus alas para seguir volando. Era sutil: un centímetro hacia el pecho, otro hacia la garganta. Pero era real. Su corazón, que había sido un refugio cerrado, comenzó a tener la textura de un lugar en movimiento. Cada persona que conocía dejaba algo: una lámpara encendida, una fotografía sin rostro, una cortina con olor a nostalgia. Sin embargo, nadie se quedaba. Todos miraban por las ventanas, paseaban un rato por la galería de su dolor, y salían con pasos livianos, como quien no sabe que ha pisado un santuario. Hasta que un día, bajo un árbol sin nombre, conoció a alguien diferente. No preguntó por su tristeza. No pidió permiso para entrar. No dijo frases vacías. Solo se sentó frente a ella y dijo con voz baja: “No necesito ver qué hay adentro para saber que es hermoso.” Y eso bastó. Porque por primera vez, no sintió la urgencia de explicar su arquitectura interna, ni de abrir puertas, ni de apagar luces. Se permitió simplemente estar. Y al hacerlo, algo cambió. Se miró reflejada en el cristal de su pecho, no como una herida, sino como un faro que aún aprendía a brillar. Y supo que quizás no se trataba de encontrar a alguien que habitara su casa, sino de aprender a vivir ella misma en ella, sin miedo, sin cerrar ventanas por temor a las tormentas. Porque cuando uno acepta su luz, ya no necesita esconder su sombra.

Cuando el Viento También Abraza
Ahora Lucía camina sin miedo. No porque ya no duela, sino porque ha hecho del dolor un espacio habitable. La casa sigue ahí, palpitante, abierta. A veces hay cuartos oscuros, y otros que aún crujen con pasos viejos, pero ha aprendido a encender lámparas con palabras y a cubrir las camas con cobijas tejidas con paciencia. Cuando llueve adentro, pone música suave y se sienta a escuchar cómo su alma canta sin querer. Ya no tapa las ventanas. No teme que la miren, porque sabe que no es debilidad mostrar lo que vive adentro. Cuando se siente frágil, recita versos que escribió en los márgenes de su propio cuerpo, y con eso basta para encontrar calor. Ha colgado pequeños cuadros con frases suyas en los pasillos de su corazón. Uno dice: “No soy ruina, soy reconstrucción.” Otro: “Aquí habita alguien que se sigue descubriendo.” Las personas siguen viniendo y yéndose. Algunas tocan con cuidado. Otras empujan sin mirar. Pero ella ya no se derrumba con cada partida. Porque ha dejado una nota en la entrada de su pecho que dice: “Pasa si quieres, pero si rompes algo, ayúdame a construir algo nuevo.” Y mientras vive, sigue decorando su interior con fragmentos de esperanza, historias sin final y silencios que acarician. Porque ahora sabe que tener un corazón con ventanas no es una condena: es un regalo. Es la posibilidad de ver el mundo desde adentro, sin dejar de sentirlo. Y también, cuando el viento es suave y la luz entra con respeto, es una forma sutil de ser abrazada sin ser tocada.

Fin