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El baúl de las historias breves
por Adriana Cordero

Flores que no abren en verano

El jardín olvidado
El verano había llegado sin ceremonia. El sol se deslizaba por las paredes de la vieja casa como si nunca se hubiera ido, como si no le importara que ya nadie regara las plantas, que las ventanas estuvieran cerradas desde marzo, o que el polvo se acumulara en las esquinas con la indiferencia de los años. Clara bajó del coche sin prisa, con esa clase de cansancio que no viene del cuerpo, sino de los silencios que se hacen eternos. El portón oxidado emitió un gemido suave al abrirse, como si se negara a despertar. A sus pies, las piedras del camino seguían desordenadas, como las dejó la última vez que salió corriendo de esa casa sin mirar atrás.

Había pasado casi una década desde que se juró no volver. Diez años en los que intentó vivir lejos de las raíces sin lograr arrancarlas. Diez veranos sin flores. Nadie regó el jardín desde entonces. Nadie habló con la tierra, ni la llamó por su nombre. Su abuela lo hacía. Decía que el jardín tenía alma, que cada flor tenía su hora, su voz, su silencio. Clara no lo entendía entonces, y tal vez por eso la tierra la había esperado sin florecer, como una promesa rota. Caminó entre los rosales secos con los brazos cruzados, como si temiera que algo del pasado se le pegara a la piel. El aire tenía olor a humedad contenida, a memorias mojadas que alguien había dejado sin secar.

Entró a la casa sin encender la luz. Sabía exactamente dónde estaba cada mueble, cada grieta, cada sombra. La casa la reconoció también, y por un momento pareció exhalar. Allí estaba el reloj detenido, el florero vacío, la carta nunca abierta sobre la mesa del comedor. Todo como lo dejó su abuela el día que decidió no levantarse más. Clara no lloró cuando murió. No fue al entierro. No habló con nadie. Solo se fue. Pero esa casa seguía en su nombre, y el notario insistía con papeles que no entendía ni le importaban. Volvió solo por eso. O al menos, eso se dijo.

Esa noche no durmió en una cama. Se sentó en el viejo sillón del recibidor y escuchó cómo el techo crujía con el viento. En la oscuridad, la casa respiraba. No era miedo lo que sentía, era otra cosa: algo parecido a un recuerdo que se arrastra por debajo de la piel. Como cuando alguien pronuncia tu nombre en un sueño que no sabías que habías olvidado. Pensó en su abuela. En las palabras que nunca se dijeron. En las que se quedaron en la garganta como raíces no crecidas. Quiso decirle que la perdonaba. Pero no sabía por qué.

A la mañana siguiente, el sol entró sin pedir permiso por los cristales sucios. Clara caminó hacia el jardín con una taza de café en las manos y se detuvo frente al parterre donde crecían las flores de verano. O donde solían crecer. Allí, entre la tierra seca, algo asomaba. Una pequeña flor blanca, apenas abierta. Una sola. Como si el jardín le estuviera diciendo: Te esperé.
La flor que no fue nombrada
Clara se quedó mirando la flor blanca durante largos minutos, como si le hablara en un idioma antiguo que solo la tierra entendía. Era tan pequeña que casi parecía un error, una casualidad entre tanta tierra reseca. Pero no lo era. Era una señal. Y eso, aunque le pesara admitirlo, la estremecía. Esa flor no había abierto en diez veranos, y justo ahora, con su regreso, se abría sin ruido, sin permiso, como si algo la hubiera llamado desde adentro. Su abuela solía decir que “las flores no florecen por clima, sino por presencia”. Clara no lo creyó nunca. Pensaba que las plantas sólo necesitaban agua, sol y sombra. No compañía.
Esa tarde, se sentó junto a la tierra, con las piernas cruzadas como cuando era niña, y comenzó a limpiar las hojas muertas. No buscaba revivir el jardín, ni hacer las paces con el pasado. Solo quería entender por qué se sentía extrañamente... vigilada. No con temor, sino con una especie de nostalgia que la miraba desde los marcos viejos, desde las grietas del piso, desde el retrato de su abuela donde la sonrisa era leve, casi culpable.
La carta sobre la mesa seguía sin abrirse. Clara pasaba junto a ella cada mañana como si no existiera. Pero esa noche, después de ver cómo la flor temblaba bajo el viento tibio del atardecer, tomó el sobre con las yemas de los dedos, y lo sintió caliente, como si aún respirara. No lo abrió. Solo lo sostuvo, como si pesara más de lo que debía. Y por primera vez en años, se dijo en voz baja: “¿Y si tenía razón?”
El cuarto del norte
La casa tenía un cuarto que siempre permaneció cerrado. Era el único con la ventana al norte, por donde no entra el sol. Allí dormía su madre cuando aún vivían juntas, antes de que se fuera de la casa y del mundo en una misma tarde, dejando a Clara con la abuela y un silencio espeso que nadie quiso deshacer. Clara nunca preguntó mucho. Aprendió desde pequeña que en esa casa había palabras que no se pronunciaban. En el cuarto del norte, había fotografías envueltas en sábanas, muebles cubiertos con polvo viejo, y una caja de madera con una flor dibujada en la tapa. No la abrió de inmediato. Primero recorrió el espacio, tocando con la palma lo que ya no tenía dueño.
Las paredes olían a encierro, pero también a cosas que se habían guardado con amor. Encontró un cuaderno de su madre. Las letras eran suaves, redondas, como si las palabras hubieran sido escritas en susurros. En una hoja, con tinta seca, leyó: “La tristeza también florece si se le da raíz.” Clara cerró los ojos. Sintió una punzada leve en el pecho. De repente, entendió que el jardín no había dejado de florecer por olvido, sino por ausencia. Porque la casa había perdido voces, manos, calor. Había sobrevivido sin ellas, pero no había querido crecer.

Esa noche, Clara durmió en el cuarto del norte. Y soñó con una mujer de cabello suelto que regaba las flores con los ojos cerrados. Cuando despertó, la flor blanca estaba más abierta. Y junto a ella, había una segunda flor. Ligeramente rosada.

Lo que se siembra sin querer
Con cada día que pasaba, el jardín iba desdoblándose como una carta largamente olvidada. No era que floreciera en abundancia, sino que se dejaba ver en pequeñas señales: una hoja nueva aquí, un brote allá, un olor tenue a lavanda que parecía salir de la nada. Clara comenzó a hablarle en voz baja, igual que lo hacía su abuela, aunque al principio se sintiera ridícula. Pero algo en la tierra parecía responder. No con palabras, claro, pero sí con vida. Y eso, después de tanto silencio, era suficiente.
El sobre seguía sin abrirse. Lo había movido tres veces de lugar, como si eso le quitara peso. Pero siempre volvía a sus manos. Esa mañana, mientras barría el polvo de la entrada, lo abrió sin pensarlo. La carta estaba escrita a mano, con esa caligrafía temblorosa de los últimos años de la abuela. No decía mucho, pero lo que decía era una estocada suave:
"Si regresas, no vengas a perdonar. Ven a entender. Las flores no abren por la estación, Clara. Abren cuando sienten que alguien las va a mirar de nuevo. El jardín no es mío. Siempre fue tuyo."
Clara se sentó en el piso. El polvo flotaba en el aire como ceniza. Había pasado tanto tiempo huyendo de esa casa, de esa mujer, de ese jardín… que se le olvidó que quizá nunca debió irse. A veces, el dolor se hereda sin querer. Pero también se puede cultivar algo distinto. Algo que crezca.

El verano que sí abrió
El día en que decidió quedarse no fue un día especial. No hubo mariposas ni música de fondo. Simplemente se levantó, abrió la puerta principal de par en par y dejó que el sol entrara hasta la cocina. Puso a hervir agua para té. Regó las flores. Abrió las ventanas del cuarto del norte. Barrió las hojas secas sin apurarse. Y por la tarde, fue al vivero más cercano y compró una planta nueva: una bugambilia pequeña, con los pétalos cerrados, como si aún dudara de dónde estaba.
La plantó junto al rosal viejo. Le habló. Le dijo que no tenía prisa. Que podía abrir cuando quisiera. Que no era una orden, sino una invitación. Esa tarde, Clara se sentó a escribir. No sobre su madre. No sobre su abuela. Sobre la tierra. Sobre el silencio. Sobre las cosas que florecen cuando se les mira sin rencor. No sabía si la casa seguía siendo suya, o si ella ahora era parte de la casa. Pero por primera vez, eso no importaba.
El verano no cambió. El sol seguía brillando igual. Pero en el jardín, las flores comenzaron a abrir una por una, sin apuro, como si hubieran estado esperando que alguien volviera… no a revivirlas, sino a verlas.

Y Clara, por fin, pudo verlas.