El baúl de las historias breves
por Adriana Cordero
No sé querer poco
Ese tipo de personas
La primera vez que lo vi fue bajo un cielo que amenazaba lluvia, en una calle que olía a pan recién hecho y gasolina mojada. Era de esas tardes en que el mundo parece tomar un respiro y todo lo que importa se reduce al sonido del viento sacudiendo las hojas de los árboles. Estaba parado en la esquina, con las manos en los bolsillos y esa expresión entre tranquila y ausente que sólo tienen quienes han aprendido a mirar sin prisa. Yo venía cargando una bolsa de naranjas y un corazón lleno de ganas de olvidar. Aún no sabía que él sería parte de todo lo que quise borrar… y de lo que jamás podría dejar atrás.
Tenía el tipo de rostro que no se graba a la primera, pero que vuelve a ti cuando menos lo esperas. Como una canción antigua, o el olor de una casa que no era tuya pero en la que fuiste feliz. No era guapo en el sentido clásico, pero sí de esos que sabes que, si los miras dos minutos más, te quedas. Su ropa era simple: jeans gastados, una camisa gris con las mangas arremangadas y unos tenis que alguna vez fueron blancos. Parecía no necesitar más para estar completo.
No hablábamos aún, pero ya había una historia escribiéndose sin tinta ni palabras. Yo lo miré de reojo, fingiendo desinterés, como quien no quiere confesar que algo se movió dentro. Él no hizo nada más que sonreír, apenas un gesto breve, como si supiera que eso bastaba para que yo lo recordara.
Hay personas que llegan así. Que no se anuncian con fuegos artificiales ni discursos complicados. Gente que simplemente aparece, como si el universo los dejara caer justo en el punto exacto donde tú empezabas a sentirte vacío. Y no sabes por qué, pero desde el primer instante, sabes que van a dolerte bonito. Yo ya había amado antes, y también me habían roto. Pero había aprendido a reconstruirme con café en las mañanas, libros subrayados y canciones tristes en los audífonos. No esperaba que nadie llegara a desordenarme otra vez. Él, sin saberlo, no sólo desordenó mi mundo: lo volvió a pintar con colores que ya había guardado. Aquella tarde, él se fue caminando hacia el sur de la calle. Yo seguí derecho. Nos cruzamos, como tantas almas se cruzan en esta ciudad cansada, pero algo quedó flotando en el aire. Como un inicio sin permiso. Como una historia que aún no sabía que estaba empezando.
Casi sin quererlo
Volvimos a cruzarnos por azar, aunque ya para entonces el azar parecía tenernos fichados. Era un día cálido de finales de octubre, de esos en que el sol se cuela entre los árboles y acaricia las sombras como quien no quiere despertar del todo. Yo caminaba por el parque, distraída, arrastrando los pies con el peso invisible de los pensamientos que uno no dice en voz alta. No buscaba nada, pero ahí estaba él. Sentado en la misma banca vieja con respaldo de fierro que ya se había oxidado en más de una historia, hojeando un libro como si la vida no tuviera prisa, como si estuviera esperando que pasara algo que no sabía nombrar. Me miró. Lo hizo con esa expresión que mezcla sorpresa con ternura, como si no supiera si debía saludarme o seguir fingiendo que leía. Me acerqué, no con la intención de decir nada, sino porque algo en sus ojos me empujó, como si me reconocieran antes que yo misma. Dijo un “hola” apenas audible, y yo respondí con un gesto suave, casi tímido. La conversación surgió como esas canciones que no conoces pero te sabes el ritmo: sin saber cómo, ya estábamos hablando de libros, de las cosas que uno subraya sin entender por qué, de cómo algunas frases se quedan viviendo en la piel más tiempo que ciertas personas.
A partir de ese día, nos fuimos encontrando cada vez más seguido. A veces era él quien sugería un café, otras era yo la que fingía que pasaba por ahí “de casualidad”. Pronto dejamos de fingir. Nos buscábamos. Nos reconocíamos en las pequeñas rutinas: un mensaje temprano, un meme a media tarde, una canción enviada sin explicación. Había una naturalidad rara entre los dos, como si estuviéramos repitiendo algo que ya habíamos vivido en otra vida, o como si estuviéramos empezando algo que aún no sabíamos nombrar. No éramos pareja. Tampoco amigos. Éramos dos personas compartiendo tiempo y espacio con una intimidad que asustaba por lo callada y lo profunda.
Yo lo miraba sin querer, pero con ganas. Lo observaba mientras hablaba de su familia, de sus películas favoritas, de las veces que lo habían dejado ir sin despedirse. Tenía una forma muy suya de narrar: no exageraba, no dramatizaba, pero lo que decía se quedaba en el aire como un perfume que uno recuerda sin saber dónde lo olió por primera vez. Yo no sabía aún qué me pasaba, pero cada vez que lo veía, algo en mi pecho se encendía. Algo que no era deseo, ni costumbre, ni ternura solamente. Era otra cosa. Algo más. Algo que no sabía ponerle nombre, pero que ya empezaba a doler bonito. Y sin darme cuenta, sin pedir permiso, empecé a querer. Como siempre me pasa. Sin medida. Sin freno. Porque nunca supe querer poco. Y ya para entonces, aunque él no lo supiera, yo ya me había empezado a entregar.
Lo que no se dice también pesa
Construir algo con alguien sin ponerle nombre es como armar una casa sin planos: uno sabe que está levantando algo, pero no sabe si aguantará el viento. Así estábamos nosotros. Habíamos tejido una rutina suave, casi invisible. Nos mandábamos mensajes que no decían nada y lo decían todo. Compartíamos silencios sin apuro, caminatas sin rumbo, cafés sin preguntas incómodas. A veces nos rozábamos las manos sin intención, y en ese gesto mínimo había más verdad que en muchas promesas. Yo lo miraba y quería preguntarle qué éramos, si él también sentía ese calorcito raro en el pecho, si también pensaba en mí cuando no estábamos juntos. Pero no lo hacía. Me quedaba callada. Porque el miedo al no siempre pesa más que la necesidad de saber.
Él tampoco preguntaba. Se movía en esa zona segura donde los sentimientos existen pero no se nombran, donde la cercanía no compromete y la ternura no exige. Me hablaba de su trabajo, de su hermana, de las películas que había vuelto a ver aunque ya las sabía de memoria. Y yo, con el corazón temblando, fingía que todo estaba bien. Que me alcanzaba con verlo a ratos, con tenerlo a medias. Me convencía a mí misma de que el cariño era suficiente, de que las palabras sobraban. Pero la verdad es que cada ausencia dolía un poco más, que cada vez que se iba sin decir cuándo volvería, una parte de mí se quedaba esperando. Y esperar, cuando se quiere de verdad, es una forma lenta de romperse.
Él empezó a alejarse de a poco. Primero dejó de contestar tan rápido. Después empezó a cancelar encuentros. Siempre había una excusa: el trabajo, el cansancio, la vida. Yo asentía, decía que lo entendía, y me tragaba la angustia como quien se toma un café amargo sin azúcar. Me mentía a mí misma. Me repetía que era una etapa, que todos pasamos por eso, que el cariño no se mide en frecuencia. Pero las señales estaban ahí. Claras. Incómodas. Y aún así, yo no me iba. Me quedaba. Me aferraba a los recuerdos, a las risas compartidas, a los días en que sí nos elegíamos.
Lo que no se dice también pesa. Y nosotros teníamos demasiadas palabras tragadas. Demasiados gestos que no se atrevieron a ser caricias. Demasiadas promesas en forma de silencios. Y un día, sin saber cómo, ya no era igual. Él seguía estando, pero su mirada ya no buscaba la mía. Su voz ya no tenía la misma calidez. Sus abrazos empezaron a parecerse más a despedidas que a encuentros. Y yo, aunque lo sabía, me negaba a aceptar que algo se estaba muriendo.
Despedirse no siempre suena a adiós
Fue una tarde tranquila, casi hermosa, cuando lo supe. No porque él lo dijera con palabras, sino porque su manera de mirarme ya no tenía ese brillo que antes me hacía sentir elegida. Hablaba de nuevos proyectos, de distancias necesarias, de cambios que según él nos harían bien. Yo asentía, callada, con una sonrisa ensayada, mientras por dentro algo se rompía despacio. No era la idea de que se fuera lo que dolía. Era la certeza de que ya se había empezado a ir, incluso cuando todavía estaba ahí, frente a mí.
Él nunca fue cruel. No hizo promesas que no pudiera cumplir. Pero tampoco luchó por quedarse. Y yo, que nunca supe querer poco, me encontraba una vez más sosteniendo un amor que ya no sabía dónde poner. Lo abracé con fuerza, con esa urgencia que uno tiene cuando sabe que algo se está acabando. Él me abrazó también, pero con ternura distante. Como quien ya se ha despedido por dentro.
Esa noche lloré sin hacer ruido. No sólo por él, sino por mí. Por la forma en que me di sin medida, por no saber poner pausas cuando era necesario. Y entendí que hay amores que no se rompen… se desvanecen. Como la luz al final del día, como una canción que se apaga sin que nadie se dé cuenta del último acorde.
Lo que queda cuando todo se va
Pasaron los días con la calma tonta con la que pasa el tiempo después de una tormenta. No hubo más mensajes. No hubo un “cómo estás” ni un intento por volver. Y eso, aunque dolía, también fue una respuesta. Seguí con mi vida. O al menos eso intentaba. Me levantaba temprano, hacía café, escuchaba música sin letras porque las canciones habladas todavía dolían y salía a caminar como si mis pasos pudieran borrar los suyos. Los lugares donde solíamos estar juntos seguían ahí, intactos, pero vacíos de él. A veces me sorprendía mirando hacia su lado de la banca, como si mi memoria quisiera completar el cuadro que ya no estaba. Pero luego respiraba hondo y me decía, casi en susurro: “Ya no”.
Lo curioso es que el amor no se va con la misma rapidez con la que alguien se aleja. Se queda un tiempo, respirando dentro de uno, desordenando todo. Lo ves en los gestos, en los olores, en una frase dicha al azar por alguien más. Pero también se va agotando. Como la lluvia cuando ya no tiene nubes. Como el fuego cuando se queda sin aire. No es que se apague de golpe. Es que un día, sin darte cuenta, ya no duele. Ya no esperas. Ya no sueñas con volver. Y en ese momento, aunque no lo digas en voz alta, sabes que estás empezando a sanar.
Un día desperté distinta. No mejor, no completamente feliz, pero más liviana. Como si me hubiera quitado un abrigo muy pesado. Empecé a notar otras cosas: la forma en que la luz entra por mi ventana, el sabor exacto del té que dejaba enfriar demasiado, las conversaciones con gente nueva que no intentaba llenarme los vacíos. Descubrí que no todo lo perdido es una tragedia. Que a veces perder también es abrir espacio. Y que quererse a uno mismo con el mismo fuego con el que se quiso a otro, también es una forma de volver a casa.
Él nunca volvió. Y yo ya no espero que lo haga. Porque entendí que no todas las personas que tocan tu vida están destinadas a quedarse. Algunas llegan para enseñarte, otras para recordarte lo que mereces. Él fue un poco de ambas. No fue el amor de mi vida. Pero sí fue un amor que me cambió. Que me mostró todo lo que soy capaz de dar. Que me hizo confirmar que no sé querer poco. Y que, aunque duela, eso no tiene por qué cambiar.
A veces, la vida no se trata de quedarse con quien no te elige. Se trata de aprender a elegirte a ti. De saber irte a tiempo. Y de no volver a esconder lo mucho que puedes amar, sólo porque alguien no supo sostenerlo. Porque querer mucho no es un defecto. Es, quizás, la única forma verdadera de amar.
fin