Lucila Noemí
Dile a tu médico que te duele el pecho… pero cuéntale también que ese dolor viene de la tristeza, de la angustia que te aprieta el alma.
Dile que tienes acidez… pero pregúntate también por qué, si con tu mente agitada se multiplica la producción de ácido en tu estómago.
Informa que tienes diabetes, sí… pero no olvides decir que la dulzura parece haberse esfumado de tu vida, y que te pesa demasiado el sabor de las frustraciones.
Menciona que sufres de migrañas… pero reconoce también que te duele el perfeccionismo, la autocrítica constante, la sensibilidad extrema a la opinión ajena y la ansiedad que nunca descansa.
Muchos desean curarse, pero pocos están dispuestos a neutralizar el ácido de la calumnia, el veneno de la envidia, los microbios del pesimismo y el cáncer del egoísmo. No quieren transformar su forma de vivir.
Buscan la cura de un tumor… pero se resisten a soltar una vieja pena. Quieren liberar sus arterias coronarias… pero siguen con el pecho cerrado por el rencor y la agresividad.
Desean sanar sus ojos… pero no se quitan la venda del juicio y la maledicencia. Piden alivio para la depresión… pero no sueltan el orgullo herido ni el dolor por las pérdidas que no han sabido integrar.
Suplican ayuda para sus problemas de tiroides… pero ignoran sus propios rencores y frustraciones, y no se permiten expresar con claridad lo que realmente necesitan. Ruegan por sanar un nódulo en el pecho… pero siguen negándose a liberar la ternura y a dejar fluir la afectividad.
Piden intervención divina… pero hacen oídos sordos a los gritos de ayuda que vienen de las personas más próximas.
La vida nos habla de mil maneras. Y sí, la enfermedad es una de ellas. A veces la más clara. Porque el mensaje que nos trae es urgente y profundo: nos está haciendo falta más amor y más armonía en nuestra existencia.