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Donde aún florece mi abuelo

Adriana Cordero

Un hombre que no olvido
Nunca entendí por qué mis recuerdos más antiguos tienen la forma de mi abuelo. De todos los rostros que rodearon mi niñez, es el suyo el que aparece como un fantasma tibio entre mis pensamientos: su voz, baja y grave como si la tierra hablara, su andar pausado y su presencia serena, como esas personas que no necesitan hablar mucho para llenar un espacio. Dicen que apenas tenía tres o cuatro años cuando se fue, que no debería recordarlo con tanto detalle, que es casi imposible que alguien tan pequeño almacene imágenes con esa precisión. Pero yo lo recuerdo. Lo veo de pie junto al comedor, recargado con suavidad en el respaldo de una silla, como si estuviera esperando que alguien le hiciera una pregunta que él ya sabía responder. Recuerdo su risa breve, su bigote impecable y su manera de verme, como si pudiera leerme el pensamiento, como si supiera que en mi iba a crecer esa inquietud de él porque en mis primeros recuerdos todo está relacionado con él. A veces lo imagino sentado en una silla a un lado de su cama, con el periódico extendido, los lentes en la punta de la nariz y un suspiro que se escapaba de su pecho como si tuviera el peso del mundo entre las manos.
Y sobre todo, recuerdo sus zapatos. No unos zapatos gastados o polvorientos como los que uno suele imaginar en las historias del campo o de los hombres mayores, no. Los de mi abuelo siempre estaban lustrados, relucientes como espejos oscuros, con ese brillo que solo tienen las cosas cuidadas con esmero y respeto. Eran negros, de piel gruesa, con la costura firme y una elegancia discreta. Estaban siempre junto a la puerta, alineados con precisión, como si esperaran su siguiente salida, como si su sola presencia dijera algo sobre la persona que los llevaba. Y aunque yo era pequeña, me gustaba mirarlos. Había algo en ellos que me hacía sentir que mi abuelo era alguien importante, alguien que no dejaba las cosas al azar, alguien que respetaba la forma en que se presenta uno ante el mundo. Era una lección muda, sin palabras, pero clara: incluso los pies que caminan sobre tierra merecen dignidad. Nunca supe si él los lustraba personalmente, si tenía un ritual para ello, o si alguien más lo hacía por él. Pero me gusta imaginarlo con un trapo en la mano, dándole vueltas al cuero como quien conversa con los objetos, como quien agradece a las cosas por acompañarlo día con día.
Esos detalles, los zapatos, el olor a café que lo seguía por las mañanas, su silueta recortada por la luz de la ventana son los que hacen que lo recuerde más con el cuerpo que con la mente. A veces creo que no lo recuerdo realmente, que lo inventé a partir de los relatos de otros, de las fotos antiguas, de la forma en que mi madre pronuncia su nombre. Pero entonces me viene ese sentimiento como un temblor leve detrás del pecho, como una palabra que no se ha dicho pero que ya vive dentro y sé que no es imaginación: es memoria, aunque no sepa cómo llegó hasta mí. Porque hay recuerdos que no necesitan permiso para quedarse, que se alojan en los huesos o en la sangre, y que con el tiempo se confunden con lo que uno es. Mi abuelo se me aparece más como una sensación que como un personaje concreto, como una brisa que entra por la ventana en la madrugada: no se ve, pero se siente. Y con los años he entendido que no importa si lo que conservo de él es exacto o no, si es verdad o es invención de mi alma; lo importante es que está. Presente en mi historia como un eco suave que nunca se desvanece.
La planta del milagro sencillo
En casa de mi madre, junto a una ventana que da al este y que recibe la primera luz del día como si fuera una bendición, vive una planta que ha estado allí desde siempre, como una testigo silenciosa del tiempo que pasa. No recuerdo un solo día de mi infancia en que esa planta no estuviera presente. La he visto en diferentes macetas, en diferentes rincones, a veces robusta y radiante, otras veces más delgada, casi tímida, como si también ella sintiera los altibajos de los años. Le llaman “mala madre”, aunque hay quienes prefieren un nombre más suave: “listón”. Yo prefiero el segundo. El primero me parece injusto, como si no entendiera la naturaleza real de esa planta que, lejos de abandonar a sus hijas, las protege hasta que pueden sobrevivir por sí mismas. De sus hojas largas, verdes y curvadas como un abrazo que cuelga, brotan pequeñas réplicas de sí misma, hijitas que nacen pegadas a su madre, conectadas por un tallo que parece un cordón umbilical. Crecen allí, sostenidas, flotando en el aire unos centímetros por encima de la tierra, hasta que llega el momento en que pueden desprenderse y buscar su propio lugar.
Lo que casi nadie sabe o al menos lo que muy pocos recuerdan con la misma claridad con la que yo lo siento es que esa planta no llegó a nuestra casa por casualidad. No fue un regalo genérico, ni un adorno comprado en el impulso de una tarde. Fue un obsequio de mi abuelo a mi madre, entregado hace más de cuarenta años con la misma ternura con la que se dan las cosas importantes, aunque simples. No sé si él conocía el simbolismo de la planta, si sabía que su naturaleza era la de multiplicarse, la de echar raíces y sobrevivir, o si fue una elección instintiva, como hacen los hombres que caminan con el corazón. Me gusta imaginarlo entrando a casa con la maceta en las manos, envuelta quizá en papel periódico, con tierra suelta en los bordes y un gesto serio en el rostro, como si supiera sin saberlo que ese regalo iba a quedarse mucho más tiempo que él mismo. Tal vez no dijo nada, o tal vez dijo algo como “Para que la pongas en la cocina” o “Te va a gustar esta planta, es noble”. Y luego simplemente la dejó ahí, cerca de una ventana, donde pudiera respirar luz.
Con el paso del tiempo, la planta se volvió parte del mobiliario emocional de la casa. Nadie la miraba con sorpresa, pero todos sabían que estaba allí. Cuando mi madre limpiaba la sala, la movía con un cuidado que solo se tiene con las cosas que importan. A veces la regaba casi sin pensarlo, como quien alimenta una presencia familiar, no por obligación sino por afecto. Y otras veces, cuando alguien la visitaba y se fijaba en la planta, ella sonreía un poco y decía: “Esa me la regaló mi papá”. No lo decía con nostalgia, ni con tristeza, sino con una especie de orgullo tranquilo, como quien guarda un tesoro sin hacer alarde. Lo más hermoso, sin embargo, fue lo que ocurrió con los años: aquella planta original, la que mi abuelo llevó en sus manos, fue dando hijitos, y esos hijitos se convirtieron en nuevas plantas, que luego fueron regaladas a tías, primas, hermanas. Cada persona que recibía un listón no lo sabía, pero estaba recibiendo también un pedazo de mi abuelo, una raíz que venía de él, una extensión viva de algo que había empezado mucho antes.
Yo crecí con esa planta presente, sin pensar en su historia, sin comprender su significado. Era solo “la planta que siempre estuvo ahí”. Pero ahora, con los años, con la mirada más suave y el corazón más dispuesto a entender lo invisible, comprendo que no era una simple planta: era un símbolo. Un recordatorio silencioso de que algunos gestos por pequeños que parezcan pueden contener una forma de eternidad. Y me doy cuenta de que, aunque la planta original tal vez ya no exista, su descendencia sigue viva, extendida como una familia vegetal, creciendo en rincones donde aún se habla el lenguaje del cuidado y de la memoria. Esa planta no solo crece: resiste. No exige nada, no se queja, no necesita más que un poco de luz y algo de agua para seguir multiplicándose. Y en ese milagro sencillo, en esa manera de estar y de permanecer, hay algo de mi abuelo que sigue respirando con nosotras.
Herencia verde
Mi madre no lo dice, pero creo que también siente que esa planta es un vínculo con él. No es que hablemos del tema con frecuencia, pero hay una forma en la que sus manos se posan sobre la maceta cuando la mueve de lugar, una delicadeza que no tiene con ninguna otra planta. A veces la riega sin mirar, con un gesto automático, pero otras veces la observa un rato, como si esperara que le contara algo. Y es que la “mala madre” no solo se ha quedado en casa: se ha expandido como una familia silenciosa. Hay listones en el patio, en la cocina, en la casa de mis tías, incluso en la casa de mi hermana. Cada vez que alguien necesitaba una planta, mi madre cortaba un hijito nuevo y lo entregaba con la naturalidad de quien da una parte de sí misma sin esfuerzo. Así fue como, sin darnos cuenta, mi abuelo se volvió parte del paisaje familiar, no en fotos ni anécdotas, sino en raíces, hojas y brotes. Y ahora que yo misma cuido de mi jardín, que toco la tierra con el mismo respeto que él tenía por las cosas vivas, me doy cuenta de lo mucho que deseo traer una de esas plantas a mi casa. Como si al tenerla aquí, algo suyo una mirada, una pausa, una sombra buena, pudiera quedarse conmigo, no como un recuerdo, sino como una presencia constante.

El jardín que escucha
Mi jardín no es perfecto, pero es mío. Cada rincón tiene algo que elegí con las manos, algo que sembré con la esperanza de ver crecer. Desde hace semanas lo he ido alimentando, regando, limpiando, hablando a las hojas como si entendieran, porque en el fondo sé que sí entienden. Hay algo de alma en las plantas, un silencio que escucha, una paciencia que abraza. Y fue allí, mientras organizaba unas macetas en una esquina soleada, que me vino a la mente la planta de mi abuelo. No fue una memoria clara, fue más bien una necesidad súbita, una intuición de que faltaba algo. Y entonces supe que lo que me hacía falta no era una planta más, sino un pedacito de historia viva. Le pedí a mi mamá una de sus hijitas. Me dijo que sí, con esa voz que tiene cuando algo la emociona sin decirlo, y al día siguiente me entregó un pequeño brote con raíces blancas y hojas delgadas, frágiles aún, como si supiera que cambiar de hogar es también una forma de renacer. Lo planté con cuidado, como si se tratara de una herencia, como si sus raíces fueran también las mías. Desde entonces, la riego con agua y con palabras. Le hablo bajito, como si pudiera oírme, como si en algún lugar lejano mi abuelo pudiera sentir que una parte de él ha vuelto a crecer en mi jardín.

Algo que no se va
A veces pienso que hay cosas que no desaparecen del todo, que se transforman para poder quedarse. Mi abuelo, por ejemplo, no vive en mis recuerdos como una historia cerrada. Está en la planta que ahora cuelga en mi ventana, en el olor de la tierra mojada, en los brotes nuevos que me miran cada mañana como si fueran ojos diminutos. Tal vez nunca sabré por qué mis primeros recuerdos están tan llenos de él, ni cómo es que lo siento tan cerca a pesar de los años. Pero ahora entiendo que el amor deja señales, y que algunas sobreviven como raíces que se niegan a morir. Tener esa planta en casa es como tener un hilo invisible que me conecta con él, un recordatorio de que hay presencias que florecen incluso en la ausencia. No sé si mi abuelo pensó en todo esto cuando le regaló aquella maceta a mi mamá. Tal vez fue solo un gesto simple, un detalle cualquiera. Pero hay gestos que se convierten en semillas, y semillas que nunca dejan de brotar. Y mientras esa planta siga viva, una parte de él también lo estará, diciéndome en silencio que hay amores que no necesitan cuerpo para quedarse.

Fin