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Adriana Cordero

El Abrazo del Silencio

La casa y su murmullo
La casa estaba en silencio, como casi todas las noches. Ese silencio no era vacío, sino un murmullo que parecía extenderse por las paredes, como si los ladrillos respiraran despacio, con un ritmo tan pausado que resultaba hipnótico. Afuera, el viento golpeaba las ventanas con insistencia, como un visitante terco que no aceptaba la negativa de quedarse afuera, y cada embestida del aire se mezclaba con el crujido de la madera, recordándole a la mujer que habitaba aquel lugar que el invierno no siempre se mide en calendarios, sino también en los rincones invisibles del alma. El frío se filtraba entre las rendijas de las puertas y en los pequeños espacios de los ventanales, dibujando una atmósfera helada que contrastaba con el tibio refugio que ella había logrado construir a fuerza de costumbre, de disciplina y de una profunda resignación que se había transformado, con el tiempo, en una especie de paz.
Había aprendido a disfrutar su propia compañía: los desayunos sin prisa en los que el reloj parecía detenerse, la música que sonaba únicamente para ella, las habitaciones que no tenía que compartir con nadie y que se moldeaban a su antojo, como lienzos en blanco que obedecían a sus caprichos. La soledad, que alguna vez creyó un castigo impuesto por la vida, había mutado en refugio, en trinchera y en espacio sagrado donde podía ser plenamente libre. No obstante, esa noche, justo esa, mientras el viento aullaba y la penumbra crecía, sintió un vacío distinto, uno que no pertenecía ni al pasado ni a los miedos de otros tiempos: un hueco silencioso en el pecho que no era tristeza ni nostalgia, sino la súbita necesidad de un abrazo, de un calor humano que le recordara que su piel también tenía memoria.
Ese pensamiento la estremeció más que el viento mismo, porque comprendió que incluso dentro de la calma perfecta existía un rincón rebelde de su ser que anhelaba ser tocado, reconocido y validado por otra presencia. Era como si la casa entera hubiera guardado, en secreto, ese mismo deseo; como si cada crujido de la madera y cada silbido del aire no fueran más que recordatorios de que, por más que intentara negarlo, también necesitaba sentir que no estaba sola en el mundo.

El espejo del alma
Frente a la lámpara tenue, su mirada se perdió en las páginas abiertas de un libro que llevaba días sin avanzar. No leía en realidad; dejaba que los ojos recorrieran líneas sin fijarse en las palabras, como si la mente estuviera más ocupada en descifrar el eco de sus propios pensamientos que en las historias ajenas. El té aún tibio en la taza desprendía un aroma suave, casi medicinal, y el vapor se enroscaba en el aire antes de desaparecer. Se preguntó, sin apenas darse cuenta, si quería vivir siempre así: con esa serenidad que rozaba la inmovilidad, con esa libertad que a veces parecía otra forma de prisión invisible.
El espejo del pasillo la atrapó en un descuido. Se observó sin prisa, descubriendo en su reflejo a una mujer distinta de la que imaginaba ser: los ojos cargaban una calma serena, pero en lo más profundo habitaba un brillo que pedía más, una chispa pequeña, casi imperceptible, que exigía recordar que todavía era capaz de desear, de sentir, de anhelar. Entonces comprendió que lo que experimentaba no era la carencia de amor, sino el recordatorio de que la vida no se sostiene únicamente con silencios, que también necesita vibraciones externas, aunque lleguen solo de vez en cuando.
Mientras se contemplaba, una sensación de dualidad la invadió: veía a una mujer fuerte, entera y autosuficiente, y al mismo tiempo descubría en sus propios gestos un cansancio sutil, la huella de haber resistido demasiado tiempo sin permitir que alguien más entrara en su mundo. Fue en ese instante cuando entendió que la verdadera pregunta no era si quería seguir viviendo así, sino cuánto estaba dispuesta a dejar entrar la vulnerabilidad sin sentir que la libertad conquistada estaba en peligro.

El abrazo ausente
Se envolvió en una manta, como tantas otras noches, pero esa vez el gesto se sintió distinto: más que protegerla del frío, buscaba engañar a su propio cuerpo, hacerle creer que era otro el que la abrazaba, que la calidez que recorría su piel no era prestada por la tela, sino por unos brazos invisibles que venían desde algún recuerdo. Pensó entonces en todas las veces que había elegido el aislamiento como forma de resistencia, en la paz conquistada a fuerza de renunciar a vínculos que desgastaban, en la decisión firme de quedarse consigo misma porque era la única certeza que jamás le fallaría. Y, sin embargo, en ese instante, lo único que deseaba era la vulnerabilidad de apoyarse en alguien, aunque solo fuera por unos segundos, aunque la soledad volviera después como un animal paciente que siempre sabe esperar.
La manta la rodeó como un capullo, y por primera vez en mucho tiempo, dejó que una lágrima le resbalara por la mejilla, no de tristeza ni de dolor, sino como un testimonio silencioso de que estaba viva, de que aún en la calma absoluta había destellos de deseo que se negaban a morir.
En ese instante recordó abrazos pasados, algunos cálidos y sinceros, otros fríos y obligados, y descubrió que lo que realmente extrañaba no era la presencia de alguien en particular, sino la sensación de pertenecer, de sentirse parte de un latido compartido. Ese reconocimiento la atravesó como un relámpago, breve pero contundente, y comprendió que el cuerpo siempre guarda memoria de lo que alguna vez lo hizo sentirse vivo.

El secreto revelado
La lámpara parpadeó suavemente, como si intentara darle una señal. Cerró el libro con un movimiento lento y decidió apagar la música. La casa se llenó de un silencio aún más profundo, y en ese vacío descubrió un secreto que había estado aguardando pacientemente: no necesitaba llenar su vida de presencias para huir de la soledad, porque la soledad no era enemiga, sino cómplice. Lo que anhelaba en ese instante era momentáneo, un vaivén de la carne que reclamaba calor, pero no una necesidad permanente de compañía. Lo entendió como quien descifra una verdad largamente oculta: que podía aceptar el deseo de un abrazo sin renunciar al privilegio de la libertad, que podía ser vulnerable por un instante sin perder la fortaleza que había construido a lo largo de los años.
Ese descubrimiento la hizo sonreír apenas, con una sonrisa leve, íntima, como quien guarda un tesoro invisible. Cerró la ventana, ajustó bien la manta sobre sus hombros y permitió que el murmullo del viento se mezclara con la calma que ahora habitaba en su pecho. El frío, que antes parecía un intruso, ahora era simplemente un recordatorio de que estaba viva, de que cada sensación, incluso la incomodidad, era parte de la experiencia de existir.
Sintió entonces que la casa, lejos de estar vacía, estaba llena de su propia esencia: cada rincón guardaba sus pasos, cada mueble llevaba impregnada su historia, y cada sombra parecía velar su descanso. El silencio no era ausencia, sino una presencia distinta, sutil, casi espiritual, que le devolvía sus pensamientos con la claridad de un espejo. Descubrió que convivir consigo misma era un acto de valentía, porque en esos instantes sin distracciones, sin ruido y sin compañía, era imposible mentirse: el alma se desnudaba y mostraba lo que realmente era.
La mujer recorrió con la mirada la habitación. Observó la lámpara apagada, el libro cerrado, la taza de té ya fría. Cada objeto era una extensión de sí misma: testigos mudos de sus horas, de sus rutinas, de sus pequeños rituales cotidianos. Y en ese detalle encontró consuelo, porque comprendió que no necesitaba más que esto: un espacio propio, la certeza de que era suficiente con su respiración, con sus pensamientos, con el latido pausado de su corazón marcando el compás de la noche.
Por primera vez en mucho tiempo, se permitió descansar sin el peso de la culpa, sin la idea de que debía llenar los vacíos con otras presencias. Entendió que podía abrir las puertas de su vida cuando quisiera, pero que también estaba en su derecho de cerrarlas cuando lo necesitara. Ese equilibrio ese secreto revelado era, en realidad, la forma más pura de libertad.

El abrazo del silencio
La noche avanzó despacio, como si quisiera prolongar ese momento de revelación. En su mente, cada rincón de la casa adquirió un nuevo matiz: las sombras no eran amenazas, sino compañía; el viento no era enemigo, sino música lejana que traía consigo memorias de otros inviernos. Se dejó abrazar por sí misma, convencida de que aquel gesto era suficiente, de que la piel podía recordar, sí, pero también podía reinventarse en el calor propio. Y entonces, al cerrar los ojos, comprendió que la soledad no era un vacío, sino un eco que siempre volvía, un eco fiel que acompañaba cada uno de sus días, no como un castigo, sino como una compañía inquebrantable.
Se durmió con esa certeza, con el cuerpo arropado y el alma ligera, y en el silencio profundo de la casa quedó flotando la respuesta que había estado buscando sin saberlo: que en el silencio había encontrado no solo refugio, sino un abrazo invisible que nunca la abandonaba.
Al despertar, con la luz gris del amanecer filtrándose entre las cortinas, supo que su vida seguiría siendo suya y que cada día tendría la posibilidad de elegir: abrir la puerta a otros o permanecer en el dulce resguardo de sí misma. Esa libertad era su mayor conquista, y con ella abrazó el día que nacía.