Adriana Cordero
Graciela y el Espejismo del Amor
Graciela siempre había creído que la vida estaba hecha de certezas. Profesora de profesión y de vocación, su mundo giraba alrededor del aula: las voces inquietas de los alumnos llenando de murmullos las paredes, el roce seco del gis contra el pizarrón dejando una nube blanca que parecía flotar en el aire, y ese olor inconfundible de libros usados que tanto amaba, mezcla de polvo, tinta y memorias ajenas. Era una mujer acostumbrada a dar respuestas, a ordenar el caos de las ideas juveniles, a guiar con paciencia a quienes la miraban con ojos expectantes.
Sin embargo, cuando las puertas del colegio se cerraban y el eco de las voces quedaba atrás, en lo íntimo de su corazón se abría un hueco. No era la soledad del silencio, sino esa necesidad de sentirse mirada de un modo distinto: no como la maestra ejemplar, ni como la hija responsable, ni como la mujer que siempre tenía un plan bajo la manga. Anhelaba ser reconocida como alguien capaz de despertar ternura, deseo, amor. Ese hueco, que guardaba celosamente, fue el que Gabriel supo llenar con sus palabras medidas y sus gestos calculados.
Gabriel era abogado: un hombre de voz grave y sonrisa ensayada, con esa seguridad que deslumbra a quienes buscan certezas. Sus modales tenían algo hipnótico; parecía que cada movimiento, cada inclinación de cabeza, estaba estudiado para convencer. Se presentó ante Graciela como un hombre libre, conocedor del mundo, alguien que había aprendido de sus errores y que buscaba comenzar de nuevo. Bastó una mirada sostenida para que ella, que llevaba tiempo deseando una chispa en medio de su rutina, cayera rendida sin detenerse a medir las sombras que lo acompañaban.
Los primeros meses fueron como una marea dulce: encuentros furtivos que parecían sacados de una novela romántica, llamadas a deshoras que hacían latir el corazón como si fuese una adolescente, promesas de viajes a playas lejanas que nunca llegaban, pero que eran suficientes para alimentar la ilusión. Gabriel no hablaba demasiado de su pasado, y Graciela no preguntaba; bastaba con lo que sentía en esos instantes, con esa efervescencia que la rejuvenecía.
Lo que ignoraba era que Gabriel era un experto en construir mentiras como castillos de arena, hermosos pero destinados a desmoronarse con la primera ola. Estaba casado con Adelina y era padre de dos niñas pequeñas. Para sostener su doble vida, había convencido a su esposa de regresar a su ciudad natal junto con las hijas, con la promesa de que él se reuniría después. Pero aquel “después” jamás llegó. Pasaron dos años en los que Gabriel no hizo más que alimentar sus conquistas, entre ellas a Graciela, mientras Adelina se consumía en la espera y el abandono.
El descubrimiento cayó sobre Graciela como un balde de agua helada. Lo supo casi por accidente: una conversación cruzada, una foto olvidada en las redes, una palabra dicha de más. De pronto, toda la ilusión se quebró. El corazón le golpeaba en el pecho, no de amor, sino de rabia. Lo enfrentó con la dignidad herida de quien se sabe traicionada. Sus ojos, normalmente serenos, eran ahora dos brasas encendidas. Gabriel, en lugar de disculparse, eligió el silencio y la huida: desapareció durante un mes entero, como si ignorarla fuese a borrar la verdad.
Cuando regresó, lo hizo con un disfraz nuevo: aseguró que se divorciaría, que su matrimonio estaba acabado, que con Graciela comenzaría una vida distinta. Ella dudó, pero al final cedió. El amor —o lo que ella creía amor— le pesaba más que la lógica. Así comenzó a esperar, a callar, a justificar.
El espejismo se sostuvo hasta que Adelina irrumpió en el lugar de trabajo de Gabriel, exigiendo una pensión para sus hijas. La escena terminó en escándalo y en el despido de él. Herido en su orgullo, Gabriel decidió vengarse: tramitó el divorcio, no por convicción, sino por soberbia. Con maniobras legales despojó a Adelina de casi todo, incluso de lo que le correspondía por derecho. Poco después, convirtió a Graciela en su esposa.
Para ella fue el inicio de un sueño; para él, simplemente la repetición de un patrón. La llevó lejos, a otra ciudad, bajo la excusa de que debía cuidar a sus padres. La veía poco, la llamaba menos, siempre prometiendo un “mañana” que nunca llegaba. Graciela esperaba, convencida de que, tarde o temprano, todo se acomodaría.
Pero el espejismo comenzó a desmoronarse. Las ausencias pesaban más que las caricias, y en las sombras apareció un nombre nuevo: Fabiana. Igual que antes, Gabriel repetía la fórmula: ocultar, prometer, dividir su vida en pedazos que nunca llegaban a completarse. Graciela lo sospechaba, lo intuía en las pausas de sus llamadas, en la manera en que sus ojos evitaban los suyos, en el tono frío con el que respondía preguntas sencillas.
Durante dos años, Graciela vivió con la ilusión hecha cenizas y la certeza de que algo no estaba bien. Se aferraba a la esperanza de que, en algún momento, Gabriel se reuniría con ella, pues él residía en otra ciudad y siempre repetía la promesa de que ese “mañana” estaba cerca. Pero el tiempo se volvió un peso insoportable: las llamadas eran cada vez más breves, las visitas más escasas y el entusiasmo más apagado. Finalmente, agotada de esperar lo que nunca llegaba, Graciela tomó una decisión que le arrancó lágrimas pero le dio paz: terminó toda comunicación con él. Pensó que ese gesto lo haría reaccionar, pero la verdad era distinta. A Gabriel no le importó demasiado, porque ya había tejido en silencio una nueva vida con Fabiana, repitiendo el mismo patrón de engaño que lo había definido siempre.
No fue hasta que Gabriel tuvo un problema en la ciudad donde vivía —un escándalo que puso en riesgo su reputación y su comodidad— que, como quien busca refugio, volvió sus pasos hacia Graciela. Ella, todavía con la fragilidad de quien anhela ser amada, le abrió la puerta. Lo esperaba un hogar listo, una mujer que lo había amado con paciencia y que aún guardaba la fe de que todo podía recomponerse. Al principio, parecía que la vida le daba otra oportunidad: los primeros días fueron una especie de luna de miel tardía, colmada de gestos dulces, de promesas renovadas y de una cercanía que ella había soñado durante años.
Pero poco duró ese espejismo. Muy pronto, Graciela descubrió lo que ya intuía: la existencia de Fabiana. Y con ello, la ilusión se derrumbó de nuevo, esta vez de manera brutal. Lo que vino después fue un infierno cotidiano: discusiones veladas, silencios prolongados, explicaciones huecas y una sensación constante de estar compartiendo su vida con una sombra. Aun así, se quedó. El miedo, el hábito, el amor confundido con dependencia la mantuvieron a su lado. Y así, entre lágrimas y desengaños, esos meses se convirtieron en cuatro años de tormento disfrazado de matrimonio.
Hasta que un día, cansada de esperar lo imposible y decidida a recuperar su dignidad, tomó la decisión que cambiaría el rumbo de su vida: pedir el divorcio.
Gabriel se resistió. La sola idea de perder el control sobre ella lo enfurecía. Puso trabas, alargó trámites, usó su conocimiento legal para entorpecer cada paso. Pero Graciela, por primera vez, ya no estaba dispuesta a ceder. Con una determinación que jamás había sentido, se sostuvo firme, soportó el desgaste emocional, el miedo a quedarse sola, las lágrimas nocturnas que mojaban la almohada. Al final, consiguió lo que parecía imposible: su libertad.
Gabriel, con sus astucias de abogado y esa necesidad de controlarlo todo, intentó ponerle trabas en cada paso: alargó trámites, inventó excusas y se aferró a su soberbia como única defensa. Pero Graciela ya no era la misma mujer que un día esperó en silencio; ahora se sostenía firme, con la convicción de que su vida valía más que cualquier mentira. Resistió el desgaste emocional, las noches de duda, los juicios interminables y las artimañas legales que buscaban desgastarla, pero no cedió.
Cuando al fin consiguió el divorcio, entendió que la firma no era un final, sino un renacer. Fue como abrir una puerta hacia un espacio que siempre había estado allí, esperándola. Jamás aceptó ser culpable de lo que Adelina sufrió; en su interior siempre se supo víctima de las mismas mentiras y de un engaño tejido con la misma crueldad. Esa certeza la liberó, porque comprendió que cargar culpas ajenas solo era otra forma de seguir encadenada.
El verdadero amor —se dijo— no consiste en perderse en el otro ni en aceptar migajas disfrazadas de afecto. Aprendió que la soledad, lejos de ser un castigo, puede ser un refugio donde la dignidad florece de nuevo, donde una mujer se encuentra consigo misma y descubre que no necesita mendigar cariño para sentirse completa.
Gabriel, a sus casi sesenta años, sigue repitiendo la misma historia. Se mueve entre promesas huecas y conquistas pasajeras, convencido de que el mundo le debe algo, sin reconocer jamás el daño que ha dejado tras de sí. Vive atrapado en un círculo que él mismo alimenta: el de la mentira como refugio, el ego como bandera y la incapacidad de enfrentar la soledad como castigo. En su andar arrogante no hay aprendizaje, solo repetición; cambia los nombres, los escenarios y las excusas, pero la trama es siempre la misma. Gabriel envejece, pero no madura; carga años en la piel, pero no sabiduría en el alma.
Graciela, en cambio, eligió otro destino. Decidió ser dueña de su vida después de haber tocado las sombras más densas del desamor. Hoy camina con pasos firmes, sabiendo que cada decisión tomada desde la libertad es un acto de dignidad. Ya no espera llamadas que nunca llegan ni se aferra a promesas vacías; aprendió a valorar la calma de los días sencillos, la tibieza del sol en los amaneceres, el placer de saborear un café en silencio sin que la sombra de la espera la oprima. Vive con una serenidad que antes desconocía, con la sonrisa tranquila de quien sabe que su amor propio vale más que cualquier juramento incumplido.
Esa es su verdadera victoria: haber entendido que la libertad es el más puro de los amores, el que nunca traiciona, el que siempre acompaña, el que crece con uno mismo. Porque Graciela ya no necesita espejismos ni ilusiones prestadas; aprendió que la dignidad, una vez recuperada, es el faro que ilumina todos los caminos por venir.
Porque al final, la vida no siempre nos protege de los espejismos ni nos libra de caminar entre sombras. Muchas veces nos deja tropezar, caer y desgastarnos en ilusiones que se deshacen como arena entre las manos. Pero en esa aparente crueldad se esconde una verdad luminosa: siempre nos regala la posibilidad de abrir los ojos, de despertar del engaño y de elegir un camino distinto. Y ese, quizá, es el aprendizaje más valioso: comprender que la fuerza de volver a empezar no depende de nadie más que de nosotros. Nadie puede arrebatarnos ese poder, porque renacer no es olvidar lo vivido, sino transformarlo en impulso; no es negar el dolor, sino usarlo como raíz para crecer. Volver a empezar es el acto más profundo de amor propio, la certeza de que la vida, mientras respiremos, siempre guarda una segunda oportunidad.
Fin