El baúl de las historias breves
Por Adriana Cordero
Sombras doradas en casa
En mi casa, los primeros rayos de luz se cuelan cada mañana por la ventana grande del comedor, esa que mira hacia el jardín como si fuese un ojo curioso que se abre al despertar del día. No es un amanecer ruidoso ni abrupto, sino uno que llega de puntillas, con la suavidad de quien no quiere interrumpir un sueño. La claridad no se adueña de la estancia de inmediato: primero se insinúa, apenas un resplandor tenue que tiñe las cortinas de un blanco puro y tímido. Después, como un pincel invisible, la luz se desliza sobre el suelo de madera, dibujando líneas doradas que cambian de grosor a medida que el sol gana altura. Me gusta contemplar ese avance, casi hipnótico, en el que las sombras ceden lentamente su territorio. A cada instante, los rincones que antes eran oscuros se revelan, mostrando los objetos en su estado más puro: el borde de la mesa, las vetas rugosas de una silla, el cristal de un florero que de pronto se enciende como si guardara fuego líquido en su interior. Y entonces aparecen las pequeñas partículas de polvo, flotando suspendidas en el aire como si fueran diminutas luciérnagas atrapadas en un baile sin música. Esa coreografía de lo mínimo me hace sentir que la vida sucede también en lo imperceptible, en esos detalles que uno solo ve si se detiene a mirar.
Los días traen consigo un aire frío y seco, un susurro que se desliza por los marcos de la ventana y que encuentra siempre un rincón donde posarse. Apenas tomo la taza de té y ya siento el contraste: el calor que sube en espirales desde el líquido oscuro y el frío que se aferra a mis manos como si no quisiera irse. El vapor me acaricia el rostro y se mezcla con el aroma profundo de las hierbas, un perfume que lleva consigo la dulzura discreta de la miel. Es un abrazo invisible, silencioso, que me recuerda que el hogar no siempre se mide en paredes, sino en sensaciones. Mis cinco pomeranias duermen cerca, agrupados como un pequeño ejército de paz. Están enredados unos con otros, formando un algodón multicolor de pelajes suaves, hundidos en cojines mullidos que parecen tronos diminutos dispuestos solo para ellos. Observarlos es un alivio: sus cuerpos se elevan y descienden con cada respiración lenta, acompasada, como un cronómetro secreto que marca el tiempo de la casa. No hay urgencia en su sueño, no hay ansiedad en sus movimientos; solo ese ritmo sereno que me enseña que el mundo puede esperar. A veces uno abre un ojo, apenas un destello oscuro que me observa para asegurarse de que sigo ahí, y vuelve a cerrarlo enseguida, confiado. Sus ronquidos suaves, mezclados con algún suspiro aislado, se convierten en una melodía discreta que acompaña el silencio de la mañana. Y yo pienso que quizás las prisas, ese invento de la calle, no tienen lugar aquí dentro, donde todo invita a permanecer, a demorarse, a vivir con calma.
Hace unos días, buscando distraerme de un pensamiento que me daba vueltas sin descanso, revolvía mi cuaderno de notas. Ese cuaderno, de tapas desgastadas por el tiempo y con las esquinas dobladas como si hubiera viajado conmigo a demasiados lugares, guarda más que simples palabras: es casi un refugio secreto donde deposito lo que no me atrevo a pronunciar en voz alta. Al abrirlo, un leve olor a papel envejecido me envolvió, mezclado con el aroma tenue de los pétalos secos que alguna vez escondí entre sus páginas. Rosas marchitas, jazmines quebradizos, huellas de momentos pasados que quedaron prensados allí como si la memoria necesitara conservar no solo imágenes, sino también perfumes.
Pasé mis dedos sobre la tinta corrida en algunas hojas, marcas de madrugadas en las que escribí con la urgencia de no olvidar lo sentido. Sin embargo, aquella mañana no encontré frases que pudieran sostenerme, solo espacios en blanco que parecían observarme de vuelta, mudos, expectantes. Era como si el silencio hubiera decidido instalarse también en mi cuaderno.
Levanté entonces la vista hacia la ventana. Al otro lado del vidrio, el viento jugaba con las hojas de las plantas del jardín. No era un movimiento brusco ni caótico, sino más bien una danza lenta, como el estiramiento de alguien que despierta después de un sueño profundo. Cada rama parecía desperezarse con calma, arqueándose hacia un lado y luego hacia otro, acompañada del crujido suave de la madera que se resiste y, al mismo tiempo, se entrega. Una hoja seca se desprendió en ese instante, y la seguí con la mirada. No cayó como suelen caer las cosas, precipitadas hacia el suelo, sino que flotó en un descenso paciente, movida por corrientes invisibles que la mecían como si quisieran prolongar su último vuelo. La observé hasta que descansó en el césped, con la misma serenidad de quien sabe que no hay prisa por llegar al final.
Esa escena, mínima en apariencia, fue suficiente para abrir un recuerdo escondido. La simplicidad de una hoja que cae, de una planta que se estira al ritmo del viento, me devolvió de golpe la memoria de una tarde luminosa, de esas que parecen grabarse no en los ojos, sino en la piel.
Fue una tarde que se vistió de felicidad sin previo aviso, como esas sorpresas que la vida guarda en el bolsillo y de pronto decide entregar sin explicación. Mara estaba conmigo, y su sola presencia parecía transformar la rutina en algo extraordinario. La cocina entera se había convertido en un escenario de aromas dulces y cálidos: vainilla que flotaba ligera en el aire, azúcar que se derretía con suavidad hasta volverse ámbar, mantequilla chisporroteando en una sartén como si también se riera con nosotras. El horno, encendido y palpitante, exhalaba vapor a intervalos, llenando la estancia de un rumor acogedor, semejante al latido lento de la casa, como si las paredes mismas respiraran.
Entre risas, nos pasábamos las cucharas con la complicidad de quienes comparten secretos. Probábamos la masa sin esperar el resultado final, robándole pequeñas porciones al futuro. Algunas migajas, juguetonas, se escapaban entre los dedos y quedaban atrapadas en la mesa como huellas de nuestra alegría. La harina había dejado un velo blanquecino sobre la encimera y también sobre nuestras manos, que brillaban bajo la luz dorada que entraba por la ventana. El desorden, lejos de incomodar, era la evidencia de que estábamos creando algo más que galletas: un recuerdo.
Recuerdo las mejillas de Mara, encendidas por la risa, y el brillo de sus ojos, tan vivos que parecían tener luz propia. Cada vez que un mechón de cabello caía sobre su frente, ella lo apartaba con un gesto rápido, casi impaciente, como si temiera perder tiempo en algo que no fuera seguir batiendo, mezclando, inventando. Su voz, cuando bromeaba, llenaba la cocina de una música ligera, y yo sentía que cada carcajada se quedaba suspendida en el aire, pegada al techo, lista para volver a caer sobre nosotras en cualquier momento.
Cuando las galletas estuvieron listas, las sacamos con cuidado y las llevamos al jardín. El aire tibio de la tarde nos recibió como un manto suave. El césped desprendía un olor fresco, ligeramente húmedo, que se mezclaba con el perfume dulce que escapaba de las galletas humeantes. Nos sentamos bajo la sombra, Los pájaros, ocultos, ofrecían un concierto discreto, acompañando nuestra merienda.
Pero la vida, con sus cambios inevitables, guarda también silencios. Y esos silencios saben hablar. La casa, en su inmensidad tranquila, conserva ecos de risas que ya no llegan, de voces que alguna vez llenaron las habitaciones y que ahora resuenan solo en la memoria. También guarda los rastros de galletas que se quemaron, de masas que quedaron a medio hacer, de planes postergados. Hoy, el horno vuelve a estar encendido, la harina medida con cuidado, la masa lista para fermentar, el azúcar esperando su turno… y aun así, algo pesa en el aire: el hueco de lo que compartimos, la ausencia de la compañía que hacía más dulce cada intento.
El té, que alguna vez era motivo de conversación, se enfría ahora antes de que lo alcance a beber. Y cuando lo hago, ya no es un puente hacia otra voz, sino un sorbo lento que apenas acompaña el silencio. Mis perros parecen notarlo: levantan las orejas, me observan con ojos atentos, como si quisieran decir que todo estará bien. Pero ellos también se quedan esperando, como si presintieran que algo falta, que alguien no ha cruzado aún la puerta.
Me niego, sin embargo, a que el silencio me gane. No quiero que se convierta en un huésped permanente. Así que, con decisión, recojo los utensilios, limpio la harina del borde de la mesa y prendo la tetera otra vez. Camino hasta las plantas que adornan las ventanas y noto su abandono: algunas hojas se han marchitado, otras ramas se han quebrado. Con paciencia, retiro lo seco, podo lo que ya no florece y riego lo que todavía guarda vida. El agua cae en un murmullo que parece un canto, y en ese gesto pequeño siento que también yo me riego por dentro.
Enciendo de nuevo el horno y horneo galletas, sin grandes pretensiones: harina, huevos, azúcar y un poco de canela. El olor comienza a extenderse por la casa, trepa por las escaleras, se esconde en los rincones. Me gusta pensar que ese aroma es capaz de abrazar lo que el silencio deja frío. Me siento en la mesa, tomo el cuaderno y, esta vez, dejo que las palabras fluyan. Escribo lo que duele, lo que agradezco, lo que espero: nostalgia, gratitud, deseo. Cada palabra, aunque tímida, encuentra su sitio.
Entonces llega una carta. La abro con manos que tiemblan un poco, quizá por el frío, quizá por la emoción. Es de Mara. Escribe desde lejos, con esa caligrafía que siempre inclina las letras hacia la derecha, como si cada palabra estuviera apurada por llegar. Me habla de recuerdos, de tardes como aquella, de aromas que no olvida. Habla también de un posible reencuentro. La leo varias veces, acaricio el papel como si fuera un tesoro. La guardo en el cuaderno, entre las páginas donde la tinta aún está fresca.
Al caer la tarde, la casa entera se tiñe de sombras largas. La luz se retira poco a poco, pero deja a su paso un resplandor cálido que hace brillar el azúcar espolvoreado sobre las galletas. Sirvo dos tazas de té. Solo bebo una ahora; la otra la dejo servida, como promesa silenciosa de que algún día alguien cruzará de nuevo este umbral. Coloco las galletas sobre un plato grande, y las migajas que caen se quedan como diminutas estrellas sobre el mantel.
Me siento en la mesa, con los perros a mis pies, atentos a cada movimiento. El vapor del té sube lento, en espirales que parecen acariciar el aire. Lo acerco a mis labios, lo dejo calentar mis manos, y en ese momento entiendo algo: lo que fui no se borra, lo que viví sigue respirando conmigo. Y lo que soy ahora, incluso con huecos, también tiene valor.
La belleza está aquí, en lo cotidiano: en la madera tibia bajo mis pies, en las migajas de unas galletas, en el murmullo de las tazas que chocan apenas al colocarlas sobre la mesa. Está en la vida que todavía late en mis plantas, en el olor que se aferra a mi ropa, en el calor de cinco cuerpos pequeños que me miran como si yo fuera su mundo entero.
Cierro los ojos. Inhalo hondo. La memoria me ofrece consuelo. Mi casa respira conmigo, mis manos aún tienen fuerza para cuidar, hornear, escribir. El silencio pesa, sí, pero no me vence. Porque hay un latido, suave y persistente, que me recuerda que lo que importa no se ha ido: permanece en mi voz, en mis recuerdos, en los gestos que construyen hogar.
Fin