Skip to main content

Julieta del Río
¿Qué tanto saben las aplicaciones de tí?
En esta era digital donde todo parece estar al alcance de un clic, a veces olvidamos que cada toque en la pantalla deja una huella. Ya sea para ver una serie o conocer a alguien nuevo, al usar aplicaciones de streaming o de citas estamos entregando algo más que tiempo y atención: estamos cediendo información personal que, en muchas ocasiones, no sabemos cómo ni para qué será utilizada.
Plataformas tan populares como Netflix, Spotify, Tinder o Bumble recopilan una cantidad sorprendente de datos. Lo que empieza con un nombre, edad o correo electrónico, termina convirtiéndose en un complejo perfil digital que incluye ubicación, historial de consumo, preferencias, horarios de conexión e incluso inferencias sobre nuestro estilo de vida. Algunas aplicaciones de citas, por ejemplo, pueden almacenar orientación sexual, estado civil, intereses personales, creencias e información de salud. En el caso de las plataformas de entretenimiento, también se registran los dispositivos que utilizamos, la dirección IP, los programas que vemos, los horarios en que lo hacemos y los lugares desde donde nos conectamos.
Toda esa información, que parece inofensiva, se transforma en materia prima para la personalización de contenidos, la segmentación comercial y, en muchos casos, para la venta de datos a terceros. Lo preocupante es que, al combinar distintas bases, las empresas pueden construir un retrato muy preciso de cada persona: sus hábitos, su poder adquisitivo, sus gustos, su red de contactos y hasta sus rutinas diarias. Es decir, no solo saben qué hacemos, sino también quiénes somos y cómo pensamos.
Esto tiene implicaciones profundas. Ceder tantos datos implica renunciar, en parte, al control sobre nuestra identidad digital. Las plataformas crean inferencias sobre nosotros, clasifican nuestras conductas, predicen lo que haremos y, a partir de ello, nos ofrecen productos, contenidos o incluso posibles parejas. En comunidades más vulnerables, como la población LGBTIQ+, el riesgo es aún mayor, pues exponer información sensible puede derivar en discriminación o acoso.
No se trata de satanizar la tecnología ni de vivir desconectados. Al contrario, se trata de usarla con conciencia. Cada quien puede tomar pequeñas decisiones que hacen una gran diferencia. Revisar los permisos que otorgamos a las aplicaciones, limitar el acceso a nuestra ubicación o contactos, leer las políticas de privacidad antes de aceptar y utilizar contraseñas seguras son pasos básicos pero efectivos. También es recomendable solicitar a las plataformas una copia de los datos que tienen sobre nosotros (la mayoría ya permite hacerlo) y borrar la información o cuentas que ya no utilizamos.
Es fundamental recordar que nuestros datos personales no son una moneda de cambio. Son una extensión de nuestra persona, parte de nuestra dignidad y de nuestros derechos. Así como cuidamos nuestras pertenencias físicas, debemos proteger lo que decimos, compartimos o almacenamos en línea. Nadie más que nosotros puede poner límites sobre lo que se revela y lo que se reserva.
La comodidad de un algoritmo no debe costarnos la privacidad. Cada clic, cada “me gusta”, cada serie reproducida o perfil deslizado nos define más de lo que creemos. Y aunque parezca invisible, la huella digital que dejamos permanece, se analiza y se comercializa. En un mundo donde la información es poder, proteger la nuestra se ha vuelto un acto de responsabilidad.
Por eso, la próxima vez que abras una aplicación, antes de aceptar sin leer, haz una pausa. Pregúntate si realmente necesitas compartir todo lo que te piden. Esa reflexión de unos segundos puede marcar la diferencia entre ser dueño de tu información o convertirte, sin notarlo, en el producto que otros están comprando.