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Adriana Cordero

Conexión de otras tierras
Ecos en la pantalla

Era una época distinta, en la que las redes aún no eran escaparates luminosos donde todos fingían perfección. No había filtros que borraran las arrugas, ni historias que se esfumaban en horas; todo se resumía a palabras escritas en un teclado y fotografías granuladas, como si fueran espejos empañados que apenas permitían entrever fragmentos de otras vidas. La tecnología aún tenía ese toque artesanal, humano, imperfecto.
Ivonne, con los ojos aún cansados de tantas noches en vela, se sentaba frente a la computadora como quien se sienta frente a una ventana que da hacia un mundo desconocido. La luz fría del monitor bañaba su rostro, dibujando sombras en las paredes de su sala silenciosa. Afuera, la ciudad se sumía en un letargo nocturno: apenas un murmullo de motores a lo lejos, el ladrido ocasional de un perro perdido en la madrugada. Adentro, el silencio tenía un peso tan espeso que a veces parecía ahogarla.
Habían pasado ya varios meses desde su divorcio. Meses de recoger los pedazos de una vida compartida que ahora solo existía en fotografías guardadas en cajones y en recuerdos que se resistían a desvanecerse. Cada objeto en la casa tenía una huella de lo que fue: la taza de café con una pequeña muesca en el borde, el sillón desgastado por horas de discusiones, los cuadros colgados torcidos como si también ellos hubieran perdido el equilibrio. Ivonne respiraba hondo cada vez que cruzaba su sala, como si necesitara recordarse que ya estaba sola, pero también libre.
Fue en medio de esa rutina que él apareció. Una notificación parpadeó en la pantalla, y de pronto el nombre de un desconocido se convirtió en un imán. Venezolano. De sonrisa franca, mirada cálida, palabras escritas con un ritmo distinto. Ivonne lo leyó con cautela, casi con desconfianza, como si esas frases pudieran ser un espejismo. Sin embargo, había algo en la manera en que las letras parecían respirar, como si en cada palabra hubiese una intención real de ser escuchado.
No era solo el acento que podía imaginar en su mente, sino la manera en que, desde tantos kilómetros de distancia, parecía verla de verdad. No a la mujer herida, ni a la exesposa que arrastraba cicatrices, sino a ella: Ivonne, la mujer de carne, hueso y anhelos, con un mundo aún por descubrir. Y esa noche, frente a la pantalla azulada que iluminaba su soledad, sintió un leve estremecimiento. Era como si alguien hubiera abierto una rendija en la muralla que la rodeaba.
Promesas al viento
Las noches comenzaron a alargarse. El reloj marcaba las dos, luego las tres, y ella seguía frente a la computadora, con las manos temblorosas de cansancio pero el corazón latiendo con un vigor renovado. Hablar con él se había vuelto un refugio.
Ivonne le contaba de su vida, de los domingos interminables en los que la soledad se hacía más pesada, del eco de los pasillos vacíos en su casa, de las plantas que regaba cada mañana como una excusa para no sentir que los días pasaban sin sentido. Le confesaba su miedo a no volver a amar, a quedarse suspendida en una rutina sin luz.
Él respondía con historias llenas de color y ruido. Le hablaba de Caracas con la pasión de quien ama lo suyo a pesar de todo: de las montañas que rodeaban la ciudad como guardianas eternas, del bullicio de los mercados donde el olor a café y arepas recién hechas se mezclaba con la música callejera, de la gente que resistía, que sonreía aun cuando las circunstancias eran duras. Sus palabras no eran solo relatos: eran postales vivas que Ivonne comenzaba a imaginar con nitidez, como si hubiera viajado con él sin salir de su sala.
Las confesiones se hicieron cada vez más profundas. Entre teclas y llamadas, compartieron heridas, sueños y silencios. Y fue en una de esas madrugadas, cuando la noche parecía interminable, que él escribió la frase que lo cambió todo:
"Voy a ir a México. Quiero conocerte de verdad."
Ivonne se quedó inmóvil, leyendo una y otra vez esas palabras. El aire en la habitación parecía más espeso, su corazón golpeaba con fuerza en el pecho. Cerró los ojos, y en la oscuridad, sintió cómo la vida volvía a palpitar en ella.
El encuentro
El día del encuentro amaneció claro, con un sol que parecía anunciar algo especial. Ivonne pasó la mañana en un torbellino de emociones: nerviosismo, ilusión, miedo. Frente al espejo, repasó una y otra vez los detalles: el vestido, el cabello, la manera en que debía sonreír sin que pareciera forzado. Afuera, la ciudad hervía como todos los días, pero para ella era un escenario preparado solo para ese instante.
El aeropuerto la recibió con su habitual bullicio: maletas rodando, altavoces anunciando vuelos, abrazos de despedida y reencuentros. Ivonne se sintió pequeña en medio de la multitud, pero su mirada estaba fija en un solo punto: el pasillo por donde él debía aparecer.
Y entonces lo vio. Caminaba con paso firme, una maleta en la mano y los ojos buscando entre la gente. Cuando sus miradas se encontraron, todo el ruido del lugar se desvaneció. El abrazo fue inmediato, profundo, como si llevaran años esperándose. Ivonne sintió que su corazón se encendía con una chispa que creía apagada.
Los días siguientes fueron un regalo. Recorrieron calles empedradas, se detuvieron en cafés donde el aroma a café tostado y canela los envolvía, caminaron de la mano por plazas donde músicos callejeros les regalaban melodías improvisadas. Rieron hasta las lágrimas, compartieron silencios que no pesaban, descubrieron el rostro del otro más allá de la pantalla.
Era un romance que parecía sacado de una película: besos en las esquinas, conversaciones infinitas bajo el cielo nocturno, caricias tímidas que pronto se volvieron urgentes. Por primera vez en mucho tiempo, Ivonne se permitió vivir sin reservas.
El despertar
La mañana amaneció distinta, con una calma que parecía envolverlo todo. Ivonne se levantó antes que él y se sentó junto a la ventana, mientras los primeros rayos del sol pintaban la habitación con tonos dorados y anaranjados. La ciudad comenzaba a despertar lentamente: el murmullo de los coches a lo lejos, el canto de los pájaros que parecían saludar al día, y el aroma tenue del café que ella misma había preparado como un ritual íntimo. Observó a su lado la figura dormida del hombre que había venido de tan lejos para estar con ella; su respiración pausada y tranquila contrastaba con el torbellino de pensamientos que llenaba su mente. Y entonces, en ese instante de silencio absoluto, comprendió algo con la claridad de un rayo: no era él quien sostenía su felicidad, sino ella misma.
Por años había depositado en otros la responsabilidad de llenar sus vacíos, de completar las partes de sí que sentía incompletas. Había creído que el amor debía ser refugio, salvación, una tabla a la que aferrarse cuando la vida parecía hundirse. Pero ahora, con el corazón sereno, entendía que la plenitud que sentía no nacía de aquel romance, sino del camino que había recorrido para llegar hasta allí. Era ella quien había aprendido a reconstruirse, a dormir sola sin que el silencio la devorara, a preparar un café para una sola taza y aún así disfrutarlo, a caminar sin más compañía que sus propios pasos y encontrar belleza en ello. Él había sido un espejo, un destello, un recordatorio de que aún podía vibrar, pero la fuerza verdadera había germinado en su interior mucho antes de conocerlo.
Miró hacia afuera, hacia la luz que se extendía por la ciudad como un lienzo nuevo, y pensó que ese despertar era el más importante de su vida. Comprendió que podía amar, sí, pero sin perderse en el otro; que podía entregarse sin renunciar a su libertad; que el amor más auténtico no era el que la encadenaba a alguien, sino el que le permitía elegir cada día con plena conciencia. La sonrisa que se dibujó en su rostro no fue producto de un romance, sino de la certeza de saberse suficiente, completa, dueña de sí. Y esa certeza, silenciosa pero luminosa, fue más poderosa que
Amar lo que soy
La despedida llegó como llegan todas las cosas inevitables: con un aire de melancolía y gratitud entrelazadas. El aeropuerto, con su bullicio incesante de maletas rodando y voces entrecortadas por la emoción, fue el escenario de un adiós que no dolía como antes, sino que se sentía como el cierre natural de un capítulo necesario. Ivonne lo abrazó con ternura, con una calma que la sorprendió incluso a ella misma, y en ese gesto comprendió que no había pérdidas, sino aprendizajes. Él había sido parte de su viaje, un faro encendido en medio de su oscuridad, pero ahora podía caminar sin luz prestada porque había encendido la suya propia.
De regreso a su rutina, Ivonne comenzó a redescubrir lo cotidiano con un brillo distinto. El café caliente en la mañana ya no era un simple hábito, sino un regalo que se concedía a sí misma. Los paseos con sus perros se volvieron una celebración de la vida sencilla: las calles húmedas tras la lluvia, el viento en el rostro, la libertad de caminar sin destino fijo. Sus proyectos laborales, que antes se sentían como obligaciones, se transformaron en oportunidades para crear algo que la representara, que llevara su voz y su sello personal. Cada instante era ahora una oportunidad para saborear la plenitud de estar viva.
Ya no esperaba que alguien llegara a completarla, porque entendió que siempre había estado entera. No necesitaba de un romance para sentirse valiosa, ni de promesas ajenas para proyectar su futuro. La historia más grande de su vida no había sido la que nació en una pantalla ni la que se materializó en paseos y besos, sino la que estaba escribiendo consigo misma todos los días: la historia de su amor propio. Comprendió que la relación más duradera, la más exigente y también la más liberadora, era la que tenía con ella misma.
Con el tiempo, Ivonne dejó de mirar atrás con nostalgia. No hubo arrepentimientos, porque cada paso, incluso los más dolorosos, la habían conducido hasta ese descubrimiento. Ahora se sabía capaz de abrir el corazón sin miedo, pero también de cerrarlo cuando lo necesitara; de recibir compañía con gratitud, pero también de disfrutar la soledad sin sentirla como un castigo. Y en esa madurez emocional encontró la paz que tanto había buscado.
El amor con aquel venezolano fue un puente, sí, pero el destino real estaba en su interior. No fue la historia de un final feliz junto a alguien más, sino el inicio de un amor más profundo, más silencioso y eterno: el amor hacia sí misma. Y mientras contemplaba desde su ventana el horizonte teñido por el atardecer, con una taza de café en las manos y una sonrisa en los labios, supo que esa historia, la de su libertad, su fortaleza y su capacidad de amar lo que era, sería el romance más grande de toda su vida.

Fin