El baúl de las historias breves
Por Adriana Cordero
Amores de secundaria
Los saludos que se quedaban en el aire
En la secundaria de los noventa, la vida se movía con un ritmo distinto al de hoy. Los recreos olían a tortas envueltas en servilletas de papel, los pasillos eran un eco de pasos apresurados y voces jóvenes que parecían llenar todo, y la cooperativa era el lugar donde se cruzaban miradas sin querer, donde las sonrisas se disfrazaban de casualidad. No había redes sociales, ni mensajes instantáneos, ni la posibilidad de saber qué hacía la otra persona a cada momento. Lo que había eran chismógrafos que pasaban de mano en mano, cuadernos que se llenaban de preguntas inocentes y respuestas tímidas, y amigos que fungían de mensajeros improvisados, llevando recados sencillos como si fueran secretos valiosos: “te manda saludos Eduardo”; “te manda saludos Alejandra, ¿qué le digo?”.
Bastaban esas palabras para que el corazón de un adolescente se agitara. Alejandra, con su risa discreta y su mirada curiosa, sentía que aquellos saludos eran un puente invisible que se tendía entre su mundo y el de Eduardo. Y él, nervioso por naturaleza, encontraba pretextos para acercarse: pedirle una pluma, preguntarle por la tarea o simplemente pasar junto a su salón para que sus ojos se encontraran por un instante. Ninguno hablaba directamente de ser novios, pero ambos intuían que algo existía, algo que en esa época bastaba para sentirse acompañados, apartados, como si el simple hecho de responder “igualmente” a un saludo fuera ya una declaración de afecto.
El tiempo pasó entre clases, recreos y trabajos en equipo. Eduardo la observaba con cautela, cuidando cada gesto, y Alejandra empezaba a acostumbrarse a esa sensación de estar en la mente de alguien más. Hubo un día que marcó un pequeño cambio: al sonar la campana de la salida, Eduardo se adelantó y tomó la mochila de Alejandra sin decir mucho. Caminaron juntos algunas cuadras, en silencio, con las manos ocupadas y los corazones latiendo fuerte. No hubo frases memorables ni promesas, solo un “hasta mañana” que quedó flotando como si de verdad significara algo más. Ella llegó a casa con la certeza de que ya no estaba sola, y él con la sensación de haber cruzado un límite que llevaba meses esperando.
La verbena y el final sin aviso
El año siguiente, durante una verbena organizada dentro del horario escolar, la secundaria se transformó. La cancha, normalmente usada para partidos de fútbol y basquetbol, se llenó de música que salía de un viejo estéreo con bocinas potentes. Los alumnos, aún con sus uniformes puestos, se dejaban llevar por el ambiente festivo: algunos bailaban, otros reían en grupos, y unos más caminaban nerviosos, fingiendo buscar algo cuando en realidad buscaban a alguien.
Alejandra, entre la multitud, se sintió expectante. Tal vez era la oportunidad de confirmar lo que llevaba tiempo imaginando, de darle forma a esa relación silenciosa que había crecido entre saludos y miradas. Recorrió con la vista el lugar y entonces lo vio: Eduardo, en el centro de la pista, bailando con una compañera de clase. No era un gesto comprometido ni un abrazo íntimo, apenas un baile como los que tantos hacían ese día, pero para Alejandra fue suficiente. En un segundo sintió que todo lo que habían construido se desmoronaba. Aquella relación sin nombre, hecha de silencios y gestos pequeños, se rompió de golpe.
No hubo reclamos ni escenas. Guardó la impresión en silencio, pero algo en ella se cerró. Y al poco tiempo, como impulsada por la necesidad de no quedarse al margen, aceptó ser novia de otro compañero: el muchacho que, irónicamente, era novio de la chica con quien Eduardo había bailado. Fue una decisión rápida, más práctica que sentida, pensada para no llegar sola al Día del Estudiante. Aquella relación duró apenas una semana y terminó sin importancia, pero dejó en claro lo fácil que la adolescencia podía cambiar de rumbo en cuestión de días.
Eduardo se enteró por comentarios de pasillo, y aunque no lo dijo en voz alta, sintió un golpe que no supo cómo procesar. Su timidez lo silenció, lo dejó sin reacción, y optó por no buscarla. Así, lo que habían construido se guardó en el cajón de los “casi”, donde van a parar las historias que nunca llegan a ser pero que se quedan en la memoria.
Rumbos que se separan
Con el final de la secundaria, la vida de ambos tomó caminos diferentes. Alejandra entró en un mundo nuevo de amistades, responsabilidades y experiencias, y Eduardo siguió su propio rumbo. Cada uno vivió lo que le tocaba: enamorarse, casarse, formar un hogar, enfrentar los retos de la adultez. Los años pasaron con rapidez; lo que antes parecía eterno —un verano, una tarde con amigos, un examen importante— se convirtió en recuerdos difusos.
Alejandra, con el tiempo, enfrentó una separación. Lejos de sentirse derrotada, eligió conscientemente no volver a casarse, encontrando en esa decisión una forma de libertad. Descubrió que podía estar bien consigo misma, que la compañía podía encontrarse en los amigos, en la familia y, sobre todo, en su propia vida elegida. Eduardo también atravesó un proceso similar: tras su separación, aprendió a valorar de otro modo el amor y, con los años, se volvió a casar, encontrando en esa nueva oportunidad la tranquilidad que tanto había buscado.
La vida los moldeó de formas distintas, pero con un mismo aprendizaje: el pasado no se borra, pero tampoco tiene por qué dictar el presente. Lo que habían compartido en la secundaria seguía vivo como un recuerdo guardado, sin dolor ni arrepentimiento, apenas como un eco lejano de lo que pudo haber sido.
El reencuentro inesperado
Años después, en ese mar infinito que son las redes sociales, apareció la chispa de un reencuentro. Alejandra vio una fotografía de Eduardo y lo reconoció de inmediato, a pesar del paso del tiempo. Había algo en su mirada que seguía siendo el mismo. Se animó a escribirle un saludo sencillo, sin esperar nada más que una respuesta.
La contestación no tardó en llegar, y con ella una conversación que fue creciendo poco a poco. Primero hablaron de lo cotidiano: la vida actual, el trabajo, la familia. Después aparecieron los recuerdos: los saludos enviados por amigos, el chismógrafo, la mochila cargada en la salida, la verbena. Alejandra, con la naturalidad que da la madurez, le confesó cómo se había sentido aquel día al verlo bailar con otra. Eduardo, con sinceridad, aceptó que nunca supo cómo reaccionar y que su timidez le ganó. No buscaba justificarse, solo explicar lo que entonces era incapaz de poner en palabras.
Lo que más sorprendió a ambos fue la calma con que podían hablar de aquello. Ya no había rencor ni nerviosismo adolescente. Era una conversación limpia, entre dos adultos que reconocían el valor de haber compartido esa etapa, aunque no hubiera llegado a más. Y en medio de esas charlas surgió inevitablemente la pregunta del “qué hubiera pasado si”. ¿Cómo habría sido caminar juntos en la preparatoria? ¿Habrían durado más allá de los saludos y las miradas? ¿Habrían encontrado las palabras para enfrentar las pruebas que después trajo la vida?
Lo que sí quedó
Las respuestas nunca fueron necesarias. Alejandra y Eduardo comprendieron, casi sin decirlo, que había preguntas destinadas a no resolverse, porque su valor no estaba en la respuesta, sino en el simple hecho de ser formuladas. Se dieron cuenta de que lo importante era poder mirarse con honestidad y nombrar aquello que durante años había quedado guardado en silencios adolescentes. Hablar de lo que no fue se convirtió en una manera de reconocer lo que sí había sido: la certeza de que, en medio de la inocencia y las torpezas propias de la secundaria, habían significado algo real el uno para el otro. Esa certeza, aunque no se tradujo en noviazgo, era suficiente para darle sentido a la historia.
Alejandra encontró serenidad al poner en palabras lo que durante tanto tiempo había quedado como un recuerdo sin forma. Descubrió que no necesitaba una explicación distinta, ni un “hubiera” que cambiara el pasado; lo que necesitaba era escuchar, muchos años después, que no había sido invisible para él. Eduardo, por su parte, agradeció con una especie de alivio silencioso la posibilidad de cerrar un capítulo que había permanecido abierto en su memoria. Se dio cuenta de que esa timidez que en su juventud lo había paralizado ya no tenía poder sobre él, porque ahora podía hablar con claridad y reconocer lo que sintió entonces.
Y en ese intercambio sencillo, sin adornos ni pretensiones, descubrieron que la conexión más sincera no siempre requiere transformarse en relación amorosa. A veces, basta con la capacidad de mirar hacia atrás sin miedo, de revisitar la adolescencia con ternura y respeto, de reconocer que aunque no hubo un futuro compartido, sí existió un momento en el que se eligieron con miradas y saludos, y que eso también es valioso. Entendieron que lo que realmente habían recuperado no era un “casi noviazgo” del pasado, sino la paz de saber que habían sido importantes el uno para el otro, y que la vida, con su curso natural, les regalaba ahora la oportunidad de hablarlo con calma, como dos adultos que ya no esperan nada, salvo recordar y sonreír.
Hay historias que nunca se concretan, pero que dejan huellas tan claras como las que sí suceden. Alejandra y Eduardo descubrieron que recordar no siempre significa querer volver, que hablar con respeto y madurez puede dar más paz que cualquier final romántico. Porque al final, no es necesario convertir un recuerdo en presente para sentir conexión: basta con aceptar lo que fue y lo que no fue, y agradecer que hoy, después de tantos años, se puedan sonreír al evocar aquellos días en los que un simple saludo era suficiente para sentir que todo estaba por empezar.