El Baúl de las historias breves
Adriana Cordero
El lugar donde mi alma amanece sin miedo
A veces siento que la vida tiene un extraño sentido del humor, que se toma su tiempo para mostrarnos las respuestas que antes buscábamos con urgencia, como si disfrutara viéndonos correr detrás de sueños que todavía no estamos listos para sostener. Recuerdo mis 18 años como si fueran una película a punto de empezar: la música subía, las luces se encendían y yo estaba ansiosa por ser la protagonista de una historia que solo entendía a medias. El mundo afuera parecía tan grande, tan prometedor, tan lleno de libertad que casi podía saborearlo desde la ventana. La casa donde vivía me parecía un encierro con horario, un refugio impuesto que yo no había elegido, un lugar donde las puertas parecían tener un candado aunque no lo hubiera y los minutos se vigilaban como si fueran un lujo al que no podía acceder. Yo quería huir de las paredes que conocía de memoria, esas que me hablaban de una rutina que me quedaba chica; quería perderme en calles nuevas, memorizar risas que no se apagaran temprano, coleccionar noches sin final que me confirmaran que estaba creciendo.
Pedía permiso con la esperanza de que la vida me dejara entrar en ella, aunque fuera por unas horas, y cada negativa se sentía como si me cerraran una puerta en el corazón. Moría por salir aunque fuera un rato, por sentir el viento en la cara mientras la ciudad despertaba historias que yo aún no vivía, por comprobar que existía un universo distinto al que cabía dentro de mi sala. Era como si la felicidad estuviera siempre unos pasos más adelante, escondida detrás de la mirada estricta de mi papá, ese guardián severo que creía protegerme del mundo mientras yo creía que me alejaba de él. Y entre permisos negados y súplicas que se perdían en el aire, aprendí a soñar con crecer más rápido, con escapar del reloj familiar, con romper la burbuja de lo seguro para probar la vida que latía allá afuera, impaciente, esperándome. Sin imaginar, por supuesto, que algún día sería mi casa el lugar donde empezaría a sentir que la vida, en realidad, estaba sucediendo profundamente, justo ahí.
Lo que nunca imaginé es que un día, muchos años después, el mismo corazón que imploraba por salir empezaría a latir más fuerte cuando la llave gira en la puerta para entrar a casa. Qué ironía tan preciosa esa de descubrir que el verdadero placer no estaba allá afuera, sino aquí adentro, donde el silencio es un abrazo y las luces se encienden al ritmo de mi propio pulso. Ahora entiendo que no era lo pequeño o grande de la casa, sino que yo necesitaba conocer el mundo para saber dónde quedarme. Y cuando miro hacia atrás, me doy cuenta de que hubo que vivirlo todo: los permisos negados, las noches de fiesta que nunca se dieron, las risas y los tropiezos, para que hoy pueda decir, con absoluta certeza, que disfruto el privilegio de quedarme.
Hoy no me siento vieja a mis 48 años. Al contrario: me siento recién llegada a mí misma. Hay descubrimientos que no pertenecen a la adolescencia ni a la juventud, sino a esa etapa en la que una se mira al espejo y, sin pedirle permiso a nadie, decide quién quiere ser. Un día cualquiera, sin aviso, nació en mí el deseo de hacer cosas que siempre pensé que no eran para mí: hornear un pan dulce, preparar galletas, amasar mi propia pizza. Antes hubiera sido más fácil tomar el teléfono y pedirla a domicilio; ahora es más sencillo escuchar a mi antojo y convertirlo en creación. Y no se trata de ahorrar unos pesos, ni de demostrar nada a nadie; es el ritual, la magia de sentir mis manos transformando ingredientes comunes en algo que se vuelve casa, en algo que huele a hogar.
No hay un momento, un punto exacto, invisible, en el que la vida cambia sin que nos demos cuenta. Quizá llega cuando dejamos de medir el tiempo en fiestas y empezamos a medirlo en tranquilidad. Quizá sucede cuando empezamos a ver la belleza de lo que antes pasaba desapercibido: el ruido mínimo de la cafetera en la mañana, la tibieza de la luz que se cuela por la ventana, el aire que huele a humedad cuando riego mis plantas. Son pequeñas certezas que me recuerdan que aquí, entre paredes que elegí y objetos que cuentan mi historia, soy libre sin pedir permiso. Amar mi casa ha sido la más silenciosa de las revoluciones, una revelación que no llegó acompañada de aplausos, pero que me llenó de paz.
A veces pienso que la vida nos prepara poco a poco para este encuentro con lo sencillo. Porque para amar el silencio, hay que primero haber vivido el ruido. Para disfrutar una noche en casa, hay que haber vivido noches que no nos dejaron nada. Para saborear un pan recién sacado del horno, hay que haber probado cientos de comidas rápidas sin alma. Todo lo que fuimos nos trae hasta aquí, y cada experiencia —incluso la más banal— nos enseña a elegir lo que ahora amamos. No es la edad lo que nos cambia: son las historias vividas, las heridas sanadas, las veces que nos quedamos solos y aprendimos que la soledad también puede ser hogar.
Cuando salgo al jardín y acaricio las hojas de mis plantas, siento que estoy en un mundo que yo misma he construido. Mis mascotas corretean como si quisieran recordar me que el amor más puro se encuentra en lo cotidiano, en las rutinas que antes ignoraba porque tenía prisa por “vivir”. Pero ahora sé que la vida no estaba afuera esperándome, estaba aquí pacientemente, aguardando a que aprendiera a mirarla con calma.
Hoy amo regresar a casa, cerrar la puerta con suavidad y sentir que con ese gesto dejo afuera cualquier ruido del mundo. Me gusta encender una vela y ver cómo su luz cálida va tomando espacio, tiñendo las paredes con un resplandor tranquilo como si las acariciara. Me gusta elegir una película sin apuros, sabiendo que no hay prisa ni compromisos que me arranquen de mi propio refugio, disfrutando ese lujo de decidir solo por el puro gusto. Me gusta ensuciarme las manos con harina, sentir la textura suave que se adhiere a mis dedos, ver cómo la masa se transforma bajo mi cuidado, como si mis manos supieran un lenguaje que el corazón había olvidado: el de crear algo desde cero. Abro el horno con ilusión, como quien observa un pequeño milagro, y contemplo cómo el pan empieza a tomar forma, cómo respira y crece, hasta que la cocina se llena de ese aroma cálido que se parece tanto a la felicidad, a los recuerdos que aún no existen pero ya saben a hogar.
Me gusta sentarme en la sala cuando todo se calma y escuchar los ruidos del silencio, esos que antes pasaban desapercibidos. El tic tac del reloj se convierte en una melodía constante, un recordatorio de que ahora el tiempo es mío. El ronroneo de mi mascota vibra en la habitación como una declaración de compañía sincera, sin palabras. El agua que se desliza lentamente en las macetas después del riego parece cantar bajito una canción de vida, recordándome que cuidar y ser cuidada pueden suceder al mismo tiempo. Cada detalle es un recordatorio de que he ganado la libertad que tanto deseé, pero que ahora elijo ejercer de una manera distinta: quedándome, celebrando lo sencillo, honrando este espacio donde soy feliz sin hacer ruido, donde la paz tiene nombre y se llama hogar.
Quizá no todos entienden este cambio, este placer de estar en casa. Pero hay cosas que solo el, este placer silencioso de estar en casa y encontrar en sus rincones una forma distinta de felicidad. Pero hay cosas que solo el tiempo revela, verdades que se abren paso cuando ya no buscamos demostrar nada a nadie, cuando nos damos permiso de simplemente ser. La casa es el lugar donde el alma descansa de ser valiente, donde las batallas quedan afuera y el corazón puede caminar descalzo. Y aunque mi yo de 18 años jamás lo hubiera comprendido —esa versión mía que creía que la vida solo ocurría lejos, con música fuerte y pasos apurados— ahora sé que hay aventuras que se encienden sin salir de la cocina, sin tacones que duelan, sin luces de ciudad marcando el ritmo. Son aventuras diminutas y gigantes a la vez, que laten en la primera rebanada de pizza hecha por mis manos, cuando la harina se adhiere a mis dedos y siento que estoy creando algo que tiene mi nombre y mi historia. Aventuras que huelen a pan dulce recién salido del horno, que se doró pacientemente mientras yo dudaba de mí, y que al morderlo me recuerda que todavía puedo crecer, esponjarme y renacer tantas veces como sea necesario. Aventuras que se manifiestan en cada receta que intento, aunque tiemble un poco al empezar, porque ahí está la prueba más firme de que nunca es tarde para aprender, para elegir lo que me hace sentir viva. Todavía puedo empezar, todavía puedo inventarme, todavía puedo convertirme en la mujer que un día soñé ser… y hacerlo desde casa, donde por fin entendí que también se sueña con los ojos abiertos.
Y si alguien me preguntara en qué momento todo cambió, no sabría decirlo con certeza. No hubo un anuncio ni un día marcado en el calendario. No llegó una revelación grandiosa ni un mensaje escondido en una estrella. Tal vez empezó a transformarse todo cuando dejé de buscar afuera lo que ya tenía dentro, cuando entendí que no necesitaba de otros escenarios para sentirme viva. Tal vez fue el día en que descubrí que el hogar no se hereda: se construye con paciencia, con heridas que cierran, con muebles que elegimos, con fotografías que cuentan quiénes somos y quiénes ya no seremos. Tal vez cambió todo cuando la vida me enseñó que no es un fracaso querer estar en casa… es un privilegio tan grande que a veces se nos olvida valorarlo.
Y fue entonces cuando comencé a mirar mi casa como un lugar sagrado: el crujido de la puerta al abrirse se convirtió en el sonido de la paz que me esperaba; el aroma de la comida que preparaba para mí dejó de ser rutina para tornarse en un gesto de amor propio; las paredes que antes me apresaban se transformaron en brazos que me sostienen. Hoy lo entiendo: quedarme es también una forma de celebrar que sobreviví a todas las versiones de mí que creyeron que solo afuera estaba la felicidad.
Porque ahora, cada vez que cierro la puerta detrás de mí, siento que el mundo se queda en silencio, como si la calle entera hiciera una pausa para permitirme entrar en mi propio universo. Siento que vuelvo al lugar donde realmente pertenezco, a ese espacio que reconoce mis pasos sin preguntas, donde la luz se acomoda suavemente en la sala por las tardes, pintando sombras doradas que se deslizan por las paredes como si quisieran contar historias. Aquí, mis plantas respiran conmigo, levantan sus hojas hacia el sol como celebrando que regresé; aquí, el aire circula despacio, sin prisa, cuidadoso de no interrumpir mi paz. Mis pasos ya no necesitan apresurarse, caminan al ritmo sereno de quien ha encontrado un refugio, y mi alma, al fin, puede amanecer sin miedo, sin expectativas ajenas, sin máscaras que sostener.
Vuelvo al lugar donde mi corazón descansa sin permiso, donde sentir que lo que soy basta y sobra. No tengo que impresionar a nadie, ni justificar la suavidad de mis días, ni demostrar que sigo conquistando el mundo allá afuera, porque aquí dentro ya conquisté lo más valioso: la tranquilidad. Vuelvo al único sitio donde la vida me habla bajito, con palabras que solo yo entiendo: el murmullo del viento que se cuela por la ventana, el crujido de la madera acomodándose, el suspiro casi imperceptible de mi hogar abrazándome. La casa me recuerda, con una ternura que antes ignoraba, que estar en casa no es detener el camino… es encontrarlo. Es mirarme en cada detalle y reconocerme. Es descubrir que no hay mayor aventura que estar presente en mi propio espacio, habitando mi historia con los pies descalzos y el alma en calma, en el lugar donde amanece mi alma.



