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El Baúl de las historias breves

Adriana Cordero

La calma también tiene nombre

A veces creo que la casa fue la primera en darse cuenta, mucho antes que yo, de que había llegado el momento de quedarme. No lo dijo en voz alta, no hizo fiestas para celebrarlo; apenas movió un poco el aire de la sala cuando abrí la ventana esa mañana tibia y dejó que el olor de las plantas mojadas subiera por las escaleras como una noticia discreta. Había dormido con el celular en silencio, sin la urgencia antigua de despertar por si alguien llamaba o escribía, sin el hábito de asomarme al mundo antes de asomarme a mí. Me serví café y no lo olvidé enfriándose en la mesa, no porque tuviera prisa, sino porque no la tenía. El primer sorbo me supo a algo que no había probado en años: pertenecer. Fue entonces cuando lo entendí, no con una frase grandilocuente ni con un juramento en voz alta, sino con un gesto pequeño: descolgué el abrigo del respaldo de la silla, lo guardé en el clóset y cerré la puerta sin ese impulso de dejar todo “a medias” por si me iba. Tal vez el mundo sospeche que quedarse es una renuncia; yo supe, en esa escena quieta de las nueve y doce de la mañana, que era una elección.
Me costó trabajo al principio reconocer el idioma de la calma. No se parece al silencio del orgullo ni a la mudez cansada después del llanto. Es un idioma que se aprende con la luz de las cuatro de la tarde doblándose en una esquina de la alfombra, con la paciencia de ver cómo la sombra de la cortina avanza por la pared como si leyera despacio un poema que ya conocía. La calma tiene horarios caprichosos: llega cuando lavo los platos sin apuro y el agua tibia me calienta las manos, se sienta conmigo en el piso cuando doblo una caja que no voy a usar, me acompaña al mercado y me hace escoger las naranjas por su peso, no por su precio. A veces, cuando barría, me sorprendía pensando en nada; no en vacío, no en hueco, sino en una especie de superficie limpia donde por fin podía recostarme sin tropezar con las astillas de las historias viejas. Descubrí que la casa guardaba sonidos que en la prisa eran invisibles: el golpe mínimo de una gota en la maceta, el zumbido del refrigerador como un animal manso, el crujido de la madera al acomodarse en la noche. Antes yo hubiera llamado a esos ruidos “soledad”; ahora entendía que eran el pulso de un lugar que me aceptaba como se acepta el agua en un vaso.
No sucedió, como suele contarse, por un gran suceso que me dobló la vida en dos. No hubo una puerta cerrándose con violencia ni un portazo en el pecho. Fue más bien una larga línea de puntos, pequeñas decisiones que, hiladas, dibujaron la forma de otra mujer. Una que aprendió a permanecer en la conversación hasta que el silencio decía lo suyo; una que dejó de quedarse esperando en esquinas donde nadie debía volver; una que guardó su energía como se guarda una vela encendida en una habitación con corriente de aire. Los domingos se volvieron un territorio diferente: ya no eran un paréntesis para doler en paz ni una estación donde contaba las horas para que algo, por fin, sucediera. Eran un país en el que habitar sin visa ni pasaporte. Si me preguntaran qué hice para llegar ahí, respondería que hice menos: dije que no a invitaciones que olían a ruido, apagué la música que usaba para callar mis propios latidos, me quité los disfraces de la prisa y me miré con una paciencia que asusta. La calma también tiene un espejo, aprendí; no te devuelve el mejor ángulo, te devuelve el verdadero.
Hubo días, claro, en que me asaltó el antiguo miedo: ¿y si quedarme se parecía demasiado a rendirme?, ¿y si esta quietud no era más que un descanso entre dos tormentas? Caminaba por la casa con esas preguntas como si fueran pájaros inquietos golpeando los ventanales. Para entonces ya había descubierto una rutina que me salvaba: abrir todas las ventanas, incluso cuando hacía frío, respirar el aire como si fuera un consejo, y decir en voz baja, como quien reza algo sin religión: aquí. Ese “aquí” me anclaba al suelo, al olor a jabón húmedo en la cocina, al rastro de limón en la mesa, al pliegue de la sábana recién tendida. Aquí. La palabra, repetida, volvía a poner cada mueble en su sitio y, sobre todo, volvía a sentarme a mí en mi propio cuerpo. Un día, sin darme cuenta, dejé de mirar la puerta como quien calcula la distancia para una huida. La miré como se mira un marco: un límite que ordena la escena, no una salida de emergencia.
Empecé a salir a caminar temprano. No para escapar, como antes, sino para regresar mejor. Conocí a los árboles de la calle por sus estaciones: el que soltaba semillas con alas, el que olía a miel cuando empezaba el calor, el que parecía no cambiar jamás y, sin embargo, cada mañana era otro. La ciudad a esa hora tenía una música baja, una conversación íntima que no necesitaba mi intervención. Me detenía frente al local donde el pan aún estaba tibio y pensaba en todas las veces que confundí llenar de planes el día con tener un día propio. Regresaba con una bolsa de tela donde el pan dejaba migas pequeñas como señales. Ya en casa, partía una rebanada gruesa y la comía de pie mirando por la ventana, como se acostumbra a quien observa el mar sin tenerlo enfrente. Yo, que había querido siempre horizontes largos, aprendí que el paisaje también cabe en el marco de una ventana.
No todo brilló. La calma, cuando llega, hace un inventario. No pasa la mano por encima de las cosas para ignorar el polvo; lo levanta, lo ve bailar en la luz y pregunta con suavidad qué vas a hacer con eso. Me senté con memorias que prefería mantener en un cajón, me enfrenté a conversaciones que pospuse por años y que nunca sucedieron porque me fui antes de darles la oportunidad. Me pedí perdón por creer que valía más lo que corría que lo que permanecía. Me sorprendí a mí misma limpiando la repisa y deteniéndome en un objeto que no había notado en meses: una pulsera sin brillo, una llave vieja de una casa que ya no era mía, una postal con un paisaje que nunca visité. Los sostuve en la mano, uno por uno, y practiqué el gesto más difícil de esta escuela: agradecer y soltar. Hay adioses que no se dicen a otra persona sino a la versión de una que, por lealtad, se queda más tiempo del debido. Yo, que me creí experta en despedidas, apenas aprendía a despedirme de lo que ya no necesitaba para vivir.
La calma tiene nombre, descubrí, pero no es uno solo. Se llama lunes con luz nueva, taza de barro que conserva el calor, siesta de veinte minutos sin culpa, mensaje que no respondes enseguida porque la conversación puede esperar, respiración que baja de los hombros al vientre, canción que no te exige cantar. Se llama decir “no puedo hoy” y quedarse leyendo una hora que nadie te pidió. Se llama tocar el marco de la puerta al salir y al entrar, como quien saluda a un guardián invisible. Se llama cocina a media tarde, cebolla que chisporrotea, mano que suelta el teléfono para revolver la salsa. Se llama escuchar tu propio paso en el pasillo y reconocerlo: ésa soy yo, la que vuelve sin temor a encontrarse. Ninguno de esos nombres aparece en los mapas ni en los currículums, pero sostienen la vida como un andamio quieto sostiene una fachada en reparación.
Cuando empezó la temporada de lluvias, comprendí que quedarse no es inmovilidad sino otro tipo de viaje. Uno hacia adentro, sí, pero también hacia lo cotidiano, que suele estar tan lejos cuando se le mira con impaciencia. Llovía con ganas algunas tardes, la calle se ponía de cristales diminutos y la casa olía a tierra contenta. En esas horas, en vez de correr de un cuarto a otro con tareas inventadas, me sentaba con una manta y miraba llover como se mira crecer. Pensaba en las versiones antiguas de mí, las que intentaron resolver su vida cambiando de paisaje, y les daba un lugar a mi lado. No estaban equivocadas; habían hecho lo que sabían para salvarse. Pero ahora yo tenía una herramienta que ellas no conocieron: el tiempo sin prisa. En una libreta que guardo junto al sillón, empecé a escribir frases sueltas, no promesas ni metas ni listas de pendientes. Escribía pequeños certificados de presencia: “hoy el viento huele a cilantro”, “la vecina canta bajito cuando riega sus plantas”, “mi risa salió más rápido que mi duda”. Esa libreta se volvió un diario sin fechas, una colección de pruebas de que no necesitaba llegar a ninguna parte para estar.
Hay quien confunde la calma con la falta de pasión. Yo aprendí que la calma es el hogar de todas las pasiones que no necesitan gritar para existir. Empecé a bailar en la cocina sin música, sólo con el ritmo de las cucharas chocando y el agua corriendo, empecé a trabajar con una concentración que no había conocido porque ya no peleaba con mis pensamientos como si fueran mosquitos, empecé a amar lo que tengo con la intensidad de lo que se sabe finito. Algunas noches, antes de dormir, apagaba la luz y dejaba que la oscuridad me envolviera sin revisar una última vez la pantalla brillante. En ese espesor tibio, sentía la electricidad del mundo apagándose de a poco y mi cuerpo entregándose como se entrega el mar a su marea. Por primera vez en mucho tiempo, dormir no era un paréntesis entre batallas sino un territorio conquistado.
No faltó quien preguntara si no me aburría. Sonreí. La palabra “aburrimiento” tiene mala fama; a veces es sólo el umbral por el que entra la imaginación cuando no le ponen trabas. Me dejé aburrir un poco y encontré, detrás, la puerta de una curiosidad vieja: la que tenía de niña cuando podía pasar una hora observando hormigas trabajando como si supieran algo que yo ignoraba. Con esa curiosidad, miré mi vida desde cerca y descubrí texturas que en la prisa eran lisas. Supe el verdadero color de mi voz cuando hablo conmigo, supe la medida justa de mi cuerpo en el sofá, supe el ruido que no quiero y el que sí—aquél que hace la risa cuando me visitan amigos sin agenda más que estar.
He pensado, por último, en la palabra “quedarse”. A veces pesa, como si llevara dentro todas las sillas del mundo, como si exigiera raíces inmediatas y paredes definitivas. Pero quedarse, he aprendido, no es clavarse a un piso, es por fin habitarlo. Es permitir que el día te atraviese sin que cada minuto te desplace. Es aceptar que puedes crecer sin moverte, que puedes cambiar de piel sin cambiar la dirección del buzón. Es elegir la mirada que se posa y ve, no la que salta y confirma. Y es entender que a la calma no se la convoca con trompetas; llega cuando por fin dejas de negociar con tu propio cansancio.
Esta mañana, al abrir la ventana, la ciudad respiró conmigo. La casa, cómplice antigua, ajustó su música baja. Hice café y me quedé de pie en la cocina mirando cómo el vapor se elevaba despacio, a la velocidad exacta de mi nueva vida. Hay un nombre que repito con gratitud, no para que el mundo lo oiga, sino para escucharlo en mí. La calma también tiene nombre, y hoy, sin prisas, sin carreras, sin armaduras, ese nombre—por fin—coincide con el mío.