Skip to main content

El Baúl de las historias breves

Adriana Cordero

LA MUJER QUE SE FUE CUANDO TODAVÍA ESTABA

A veces pienso que nadie habla de los duelos que se viven dentro de una relación, de esa transformación silenciosa que va ocurriendo mientras sigues ahí, compartiendo días, rutinas y conversaciones que ya no se sienten igual. El duelo no empieza cuando dices “hasta aquí”, ni cuando guardas la última de tus cosas, ni cuando cierras la puerta. Empieza mucho antes, cuando algo dentro de ti deja de acomodarse donde siempre había encajado, cuando comienzas a notar que ya no reaccionas igual a las mismas cosas, cuando te descubres repitiendo "estoy bien" para no abrir un tema que sabes que terminará lastimándote más. A veces empieza incluso sin que lo notes, como si una parte de ti caminara más despacio, como si ya no tuvieras la misma energía para sostener la relación como antes. Y yo tardé en entenderlo, porque seguía intentando mantener todo en pie, como si con eso bastara para que las cosas regresaran a su lugar.
Mis duelos empezaron en esas noches donde me quedaba viendo el techo, pensando en lo extraño que se había vuelto sentirme yo misma dentro de algo que antes me abrazaba por completo. Empezaron cuando mis palabras empezaron a temblar antes de salir, cuando pensaba dos o tres veces si decir lo que realmente sentía o mejor callarlo para evitar discusiones. Empezaron cuando mis manos dejaban de buscar las suyas de manera automática, cuando mi mente se iba a otro lado en medio de una conversación, cuando ya no esperaba con emoción un mensaje suyo, sino con un pequeño nudo en el estómago. No era tristeza exactamente, tampoco enojo… era una mezcla rara de cansancio emocional, de decepciones que yo misma iba guardando sin saber que se estaban quedando ahí, creando un peso que no se notaba por fuera, pero que por dentro cada día se sentía un poco más.
Y lo más extraño es que nadie lo nota desde afuera. Porque sigues ahí, cumpliendo con tus días, haciendo las mismas cosas de siempre, respondiendo como siempre, pero internamente algo ya está cambiando. Empiezas a sentir ese hueco que no sabes cómo explicar, esa sensación de que ya no estás siendo correspondida de la misma manera, esa incomodidad que aparece en momentos que antes eran simples, normales. Y aunque no sabes en qué segundo ocurrió, sí sabes que ya no sientes la misma calma, que ya no te abrazan las mismas certezas, que ya no te sostienen las mismas promesas. Es como si tu corazón hubiera empezado a tomar distancia antes que tú, como si se cansara primero y tratara de avisarte, de protegerte, de prepararte para algo que todavía no dices en voz alta.
Por eso digo que mis duelos no comenzaron el día que decidí irme. Ese día solo confirmé lo que llevaba rato sintiendo. La verdad es que empezaron mucho antes, en esos silencios incómodos que nadie más ve, en esas conversaciones donde yo hablaba menos, en esas respuestas que daba rápido para evitar profundizar, en esos momentos donde me sentía ajena a mi propia relación. Empezaron cuando dejé de reconocerme, cuando me descubrí apagando pequeñas partes de mí para no generar más tensión, cuando noté que ya no me emocionaba planear nada juntos, cuando dejé de sentir ese brillo que antes me nacía natural. Y creo que eso es lo que más duele: darte cuenta de que tu despedida empezó sin que tú misma lo supieras, en pequeños gestos, en pensamientos fugaces, en la forma en que el amor empezó a sentirse distinto sin que nada afuera lo dijera de forma evidente.
Hubo un tiempo en el que yo todavía creía en nuestras promesas, en esas palabras que él decía con una seguridad que siempre me hizo dudar un poco, pero aun así le creí. Creo que porque quería creer, porque ya estaba cansada de empezar de cero, porque tenía la esperanza de que esta vez sí fuera diferente. Pero todo empezó a caerse cuando las mentiras llegaron, cuando las dudas se hicieron rutina, cuando los silencios empezaron a pesar más que las conversaciones. Y yo, que siempre he sido de las que buscan entender antes que reclamar, terminé preguntándome una y otra vez por qué había permitido tanto, por qué había dejado que me hirieran tantas veces, por qué seguía ahí intentando rescatar algo que yo misma ya no sentía vivo. Pero así pasa, uno se acostumbra al dolor cuando llega despacio y disfrazado de “no es para tanto”, cuando las pequeñas faltas se vuelven normales, cuando el amor empieza a doler más de lo que acompaña.
Lo extraño es que yo perdoné cada una de esas cosas. Lo hice de verdad. No lo dije por decir; me esforcé por volver a confiar, por soltar, por no recordarlo en cada discusión. Pero él confundió mi perdón con olvido, como si perdonar fuera sinónimo de borrar. Y no, uno perdona, pero el corazón tarda en regresar a su lugar. Y él siguió caminando como si nada, como si esas heridas ya no tuvieran peso, como si no se hubiera roto nada. Yo trataba de seguirle el paso, pero era como correr cargando una mochila llena de recuerdos que nunca dejaron de doler. Y aunque nunca lo dije, yo sabía que algo dentro de mí se había desgastado, que el amor que sentía ya no era el mismo, que había algo que estaba apagándose lentamente sin que yo quisiera aceptarlo.
Con el tiempo, la relación se volvió un espacio donde cualquier cosa encendía una discusión, donde detalles insignificantes se volvían peleas enormes, no por lo que estaba pasando en ese momento, sino por todo lo que venía detrás. Era como si cada palabra tuviera una historia escondida, como si todo lo pequeño despertara un dolor viejo. Y él no entendía por qué yo explotaba por cosas que, según él, no tenían importancia. No entendía que no era por lo que estaba pasando en ese segundo, sino por todo lo que había pasado antes, por todas esas veces que permití cosas que me lastimaron, por todas esas noches que lloré en silencio para no generar más problemas, por todos los intentos que hice para mantenernos a flote mientras él seguía haciéndome sentir que yo era la exagerada.
Llegó un momento en el que la casa se volvió un campo minado. Él respiraba fuerte y yo ya estaba tensa. Él preguntaba “¿qué tienes?” y yo ya sentía la presión en el pecho. No porque él hiciera algo grave, sino porque ya no tenía espacio interior para seguir sosteniendo todo el peso del pasado. Estaba cansada, tan cansada que cualquier cosa se sentía como la gota que derrama el vaso. Y fue justamente una cosa mínima, ridícula casi, la que me hizo reaccionar. Recuerdo perfectamente ese día. Él hizo un comentario que cualquier otra mujer habría dejado pasar, un comentario que incluso yo habría ignorado unos meses antes. Pero algo dentro de mí se movió, algo que llevaba demasiado tiempo guardado. Y en ese instante supe que ya no podía seguir. No por lo que dijo, sino porque mi corazón ya no tenía nada más que ofrecer.
Lo más duro fue que no me dolió. No sentí ese vacío que todos describen cuando terminan una relación. No lloré, no temblé, no me arrepentí. Solo sentí una paz tan extraña que me asustó un poco, como si por fin hubiera soltado un peso que llevaba cargando sin darme cuenta. Y ahí entendí que mi duelo ya lo había vivido dentro de la relación, en cada decepción, en cada mentira, en cada intento fallido de volver a confiar. Entendí que uno no siempre se va por lo que pasa ese día, sino por todo lo que pasó durante meses o años, por todo lo que se acumuló y que un día simplemente ya no cabe más.
Él se sorprendió cuando me fui tan tranquila. Me preguntó si de verdad no me dolía, si de verdad no lo iba a extrañar, si de verdad era capaz de cerrar la puerta así de fácil después de todo lo que vivimos. Yo no supe cómo explicarle que no estaba actuando, que de verdad ya no me dolía, que no era frialdad, que no estaba jugando. Simplemente ya no quedaba nada que doliera. No se puede extrañar lo que ya se perdió mientras aún estaba. No se puede romper un corazón que ya estuvo roto por tanto tiempo. Yo ya me había despedido muchas veces mientras él pensaba que todo estaba bien. Yo ya había llorado tanto que, cuando llegó el final, no quedaba una lágrima más.
A veces creo que él sigue sin entenderlo. Cree que fui fuerte, que fui fría, que fui valiente. Y tal vez sí, pero no por irme, sino por quedarme tanto tiempo intentando algo que ya me había desgastado. Me fui cuando ya no dolía, cuando ya no quedaba amor, cuando la calma que sentí al cerrar la puerta fue más grande que cualquier recuerdo bonito que tuviéramos. Me fui porque entendí que hay duelos que se viven en silencio, a escondidas, mientras aún compartes la mesa y la cama. Me fui porque dejar de amar no es de un día para otro, es un proceso lento, casi invisible, que solo se nota cuando ya está completo.
Hoy entiendo algo que antes no sabía: no todas las despedidas son tristes. Algunas llegan como un respiro larguísimo que habías retenido sin darte cuenta, como una puerta que se abre sola después de empujarla durante años. Algunas despedidas son liberadoras, no porque no haya habido amor, sino porque por fin te das cuenta de que te estabas quedando en un lugar donde tu corazón ya no tenía espacio para moverse. A veces la despedida no trae lágrimas, trae claridad; no trae vacío, trae orden; no trae miedo, trae una paz que sorprende porque aparece justo cuando esperabas sentirte rota. Y eso fue lo que me pasó a mí. No fue valentía ni frialdad, simplemente llegué a ese punto donde ya no me dolía la idea de irme, donde me pesaba más quedarme que caminar hacia la puerta. Sentí que el aire volvía a entrar en mis pulmones de una forma distinta, más ligera, como si por fin pudiera respirar sin tener que medir mis emociones. Sentí una calma rara, casi nueva, como si estuviera recuperando partes de mí que había ido dejando en cada discusión, en cada intento de confiar, en cada esperanza que ya no tenía fuerzas para sostener.
Y aunque él quizás nunca lo entienda, yo sí sé por qué me fui así, sin drama, sin lágrimas, sin despedirme mil veces. Me fui así porque no me quedaba nada pendiente conmigo misma. Ya lo había llorado todo antes, ya me había roto y recompuesto tantas veces dentro de esa misma relación que el final no llegó como un golpe, sino como un cierre lógico, necesario. No hubo necesidad de gritar, ni de exigir explicaciones, ni de repetir lo que ya habíamos hablado mil veces sin llegar a ningún lado. Era como si mi corazón hubiera hecho las maletas mucho antes que yo y solo estaba esperando a que yo lo alcanzara. Y es que el duelo, el verdadero duelo, lo viví dentro de la relación, mientras sonreía a medias, mientras me tragaba palabras, mientras mi mente hacía espacio para no lastimarme más. Lo viví en cada "estoy bien" que no era cierto, en cada intento de confiar que me dejaba más vacía, en cada decepción que guardé para no discutir. Lo viví estando ahí, mientras todavía compartíamos la misma vida, mientras él pensaba que todo seguía igual. Y cuando por fin entendí que ya no quedaba nada que perder, que ya no había nada más que soltar porque todo se había ido desgastando poco a poco, el acto de irme no fue doloroso… fue simplemente el paso final de un duelo que ya estaba completado desde hacía mucho tiempo.

Fin