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La Casa de los Perros:

El silencio es cómplice en Zacatecas

CLAUDIA G. VALDÉS DIAZ
En Zacatecas, la Universidad Autónoma —esa torre que alguna vez aspiró a formar conciencias libres— se tambalea, no por ideas peligrosas, sino por una cobarde administración del poder y un silencio institucional que es ya una forma de violencia.

Rubén de Jesús Ibarra Reyes fue sentenciado por abuso sexual agravado contra una niña. Cuatro años de prisión. Procedimiento abreviado. Culpabilidad aceptada. Reparación del daño. Un expediente cerrado con premura jurídica, pero abierto en lo moral.

Lo que debió ser un escándalo ético para la comunidad universitaria y un llamado urgente a la limpieza institucional se convirtió en un acto de simulación. La Secretaría General anunció la renuncia del delincuente sexual sin mencionar el delito. El Consejo Universitario apenas balbuceó en medio del estupor.

Nadie levantó la voz con la contundencia que merecen los hechos. Se pretendió administrar la vergüenza como si se tratara de una disputa administrativa, no de un crimen contra una menor.

Rubén Ibarra no fue destituido al momento en que la sentencia fue dictada. No hubo una postura clara, institucional, pública, contra el abuso infantil. Lo que hubo fue una puerta trasera, una renuncia revestida de normalidad, un gesto burocrático ante una tragedia que exige otra escala de reacción.

La universidad lo permitió. Y esa permisividad es también un mensaje: aquí, los agresores encuentran refugio si llevan corbata y tienen conexiones.

Más alarmante aún es la defensa que se ha levantado a su alrededor. Perla Trejo Ortiz, quien se perfila como secretaria general, testificó a favor del sentenciado. Liliana Vélez Rodríguez, encargada de la Coordinación de Género, respondió que el tema “es del ámbito personal”, como si el abuso de una niña en manos de un funcionario público pudiera compartimentarse, como si no existiera una línea directa entre lo privado y lo institucional cuando se trata del poder. La violencia sexual contra la infancia no admite zonas grises.

La universidad, que todavía no concluye su protocolo para sancionar violencias de género, enfrenta este caso sin herramientas, sin reflejos, sin voluntad.

El diseño normativo, según la propia Vélez, no previó esta situación. ¿Cómo es posible? En un estado donde más de 250 denuncias por abuso sexual infantil se registraron solo en 2023, y donde el subregistro y la impunidad son la regla, no anticipar un caso así es una omisión intolerable. Y no es un error técnico. Es una postura política.

El proceso penal, además, revela el andamiaje judicial que protege al agresor. El delito de violación equiparada agravada fue reclasificado por el juez Alfredo Sánchez. Gracias a esa maniobra, Rubén Ibarra enfrenta el proceso en libertad y obtuvo una sentencia de apenas cuatro años.

Es cierto que los padres de la víctima aceptaron el procedimiento abreviado —la justicia en México suele ser una negociación entre lo indigno y lo posible—, pero eso no exonera al Estado de haber fallado en su función esencial: proteger a la infancia, sin privilegios ni excepciones.

Este caso no es un accidente. Es síntoma de un sistema. Un sistema donde los protocolos no existen o se encuentran “en construcción”, donde la defensa de los derechos humanos se limita a declaraciones sin consecuencias, donde los vínculos políticos pesan más que las vidas vulneradas. Y donde, para colmo, se criminaliza la exigencia feminista de justicia y se tilda de “linchamiento irracional” el acto de llamar las cosas por su nombre.

No. No es irracional exigir la destitución de quien admite haber abusado de una niña. No es excesivo pedir que la universidad se pronuncie. No es violento señalar que una institución pública, financiada con dinero del pueblo, debe rechazar cualquier intento de normalizar o minimizar la violencia sexual.

En este momento, la UAZ tiene la oportunidad —y la obligación moral— de actuar. Debe suspender de inmediato todos los derechos laborales de Rubén Ibarra como docente e investigador. Debe rechazar la designación de Perla Trejo Ortiz como secretaria general. Debe concluir, aprobar y aplicar el protocolo contra la violencia de género sin más pretextos. Y, sobre todo, debe pedir perdón por haber guardado silencio demasiado tiempo.

Porque cuando la justicia falla y las instituciones callan, el daño no termina con la sentencia. Se perpetúa en el aula, en el pasillo, en el currículum del agresor, en el miedo de las víctimas futuras. La impunidad no es solo jurídica. Es también cultural, simbólica, y, sobre todo, institucional.

Zacatecas no necesita más universidades que eduquen con retórica. Necesita instituciones que eduquen con ejemplo.
Y con las niñas, no.

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